jueves, 29 de septiembre de 2016

El Infinito "Canto XII", Giacomo Leopardi

          Amé siempre esta colina,
     y el cerco que me impide ver
     más allá del horizonte.
     Mirando a lo lejos los espacios ilimitados,
     los sobrehumanos silencios y su profunda quietud,
     me encuentro con mis pensamientos,
     y mi corazón no se asusta.

          Escucho los silbidos del viento sobre los campos,
     y en medio del infinito silencio tanteo mi voz:
     me subyuga lo muerto, las estaciones muertas,
     la realidad presente y todos sus sonidos.
     Así, a través de esta inmensidad se ahoga mi pensamiento:
     y naufrago dulcemente en este mar.

       Giacomo Leopardi, El Infinitohttp://amediavoz.com/leopardi.htm#El primer amor
       Seleccionado por Andrea Sánchez Clemente. Primero de Bachillerato. Curso 2016/2017.

Cartas de mi molino, Alphonse Daudet

       Esta noche no he podido dormir. El mistral estaba furioso,, y el fragor de su clamor me ha tenido desvelado hasta el amanecer. Balanceando pesadamente sus mutiladas aspas, que silbaban al cierzo como los aparejos de un navío, todo molino crujía. Las tejas se desprendían de su deteriorada techumbre. A lo lejos, apretadas filas de pinos que cubren la colina se agitaban y zumbaban entre las sombras. Parecía que nos encontrábamos en alta mar...
       Ello me ha traído a la memoria mis grandes insomnios de hace tres años, cuando vivía en el faro de los Sanguinarios, allá sobre la costa de Córcega, a la entrada del golfo de Ajaccio.
       Otro bonito rincón que había encontrado allí, para soñar y estar solo.
       Imaginaos una isla rojiza y de aspecto poco acogedor; el faro en una punta y, en la otra, una vieja torre genovesa en la que, en mis tiempos, anidaba un águila. Abajo, al borde del agua, un lazareto en ruinas, totalmente invadido por las hierbas; luego barrancos, monte bajo, grandes rocas algunas cabras montesas, caballitos corsos brincando con las crines al viento; por último, allá arriba, en lo más alto, entre un torbellino de aves marinas, la casa del faro, con su plataforma de mampostería blanca por donde se pasean los guardas de un lado a otro, la verde puerta ojival, la torrecilla de hierro fundido, y por encima el gran farol con facetas, que resplandece al sol y proporciona luz durante el día... Así es como he recordado esta noche la isla de los Sanguinarios, mientras oía el rugido de los pinos. Allí, en aquella isla encantada, es donde yo me recluía antes de poseer un molino, cuando necesitado de soledad y el aire libre.
       ¿Y qué es lo que hacía?
       Pues lo mismo que hago aquí, o incluso menos. Cuando el mistral o la tramontana no soplaban demasiado fuerte, me instalaba entre dos rocas a ras del agua, en medio de las gaviotas, mirlos y golondrinas, allí permanecía durante casi todo el día en esta especie de estupor y deliciosa postración que produce contemplación del mar. ¿Verdad que conocéis esa hermosa embriaguez del espíritu? No se piensa, ni tampoco se sueña. Todo vuestro ser se os escapa, vuela se diluye. Somos la gaviota que se sumerge, la espuma pulverizada que flota al sol entre dos olas, la blanca humareda de aquel paquebote que se aleja, ese pequeño coralero, de roja vela, aquella perla de agua, ese copo de bruma, todo, excepto uno mismo... ¡Oh! ¡Cuántas buenas horas de duermevela y esparcimiento de pasado en mi isla!...
 


       Alphonse Daudet, Cartas a mi molino, Madrid, E.M.E.S.A, Ed 12., 1995, pág 65
       Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, curso 2015-2016