lunes, 5 de octubre de 2015

Odisea, Canto IV, Homero

                     Cuando al valle fragoso de Lacedemonia llegaron,
                     a la casa del rey Menelao dirigiénrose, y viéronlo,
                     entre muchos parientes en pleno festín de los dobles
                     desposorios perfectos de su hijo y de su hija; a ella enviaba
                     para el hijo de Aquiles, aquel que secciones rompía,
                     porque en Troya acordó y prometió tiempo atrás concedérsela,
                     y los dioses eternos ahora las nupcias cumplían.
                    Así. pues, con su carro y caballos, se la enviaría
                    al monarca de los mirmidones, el pueblo famoso.
                    Ya él había elegido en Esparta a una hija de Aléctor
                    y con ella casó a Megapentes el fuerte, su hijo,
                    de una esclava nacido, que a Helena negaron los dioses
                    otros hijos después de alumbrada una hija amorosa,
                    con la misma belleza de la áurea Afrodita: Hermíone.

                    Bajo los altos techos, parientes y amigos del noble
                    Menelao, en la excelsa mansión, el festín celebraban
                    deleitándose, y luego un hado divino cantaba
                    y pulsaba la cítara y dos saltadores danzaban
                    al compás de su canto y saltaban en medio de todos.
                    A la puerta sus bravos corceles los dos detuvieron,
                    el magnífico hijo de Néstor y el héroe Telémaco.
                    El ilustre Eteoneo, el veloz servidor del glorioso
                    Menelao los vio al punto en que iba a salir de la casa.
                    Y a la casa volvió, a dar la nueva al pastor de los hombres,
                    y, llegado ante el rey, pronunció estas palabras aladas:
                 
                    -¡Menelao, descendiente de Zeus! Han llegado dos héroes
                   a esta casa, en los cuales la estirpe de Zeus se adivina.
                   Dime, pues, si hemos de desuncir sus veloces corceles,
                   o enviarlos a donde les den acogida, a otra casa.


                  Homero, La Odisea, Madrid, Planeta, Historia de la Literatura, 1995, páginas 48 y 49.
                  Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.



El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad

     Mi primera entrevista con el director fue curiosa. No me invitó a sentarme después de mi caminata de veinte millas de aquella mañana. Su aspecto, sus rasgos, sus modales y su voz eran vulgares. Era de mediana estatura y de constitución corriente. Sus ojos, de un azul corriente, eran notablemente fríos, y sin duda podía hacer que su mirada cayera sobre uno tan incisiva y pesadamente como un hacha. Pero incluso en estas ocasiones el resto de su persona parecía desmentir tal intención. Por lo demás, únicamente en sus labios había una expresión relajada, difícil de definir, algo furtivo entre sonrisa y no sonrisa; lo recuerdo, pero no lo puedo explicar. Era inconsciente (me refiero a la sonrisa), aunque se intensificaba momentáneamente cada vez que había dicho algo. Aparecía al final de sus discursos, como un sello estampado sobre las palabras, que convertía el significado de la frase más usual en algo absolutamente inescrutable. Era un vulgar comerciante, empleado en esta región desde su juventud; nada más. Se le obedecía, aunque no inspiraba ni afecto, ni fervor, ni siquiera respeto. Inspiraba malestar. ¡Eso era! Malestar. No una clara desconfianza definida; siempre malestar, nada más. No tenéis idea de lo eficaz que puede ser semejante...facultad. No tenía talento para organizar, para la iniciativa, ni siquiera para el orden. Eso se evidenciaba en cosas tales como el lamentable estad de la estación. No tenía estudios ni inteligencia. Su puesto había venido a él, ¿por qué? Tal vez porque nunca estaba enfermo... Había servido tres períodos de tres años allí... Porque una salud triunfante sobre la derrota general de los organismos constituye por sí misma una especie de poder. Cuando iba a su casa con permiso cometía todo tipo de excesos de una manera ostentosa. Marinero en tierra, pero con la diferencia de que lo era sólo en lo externo. Esto se podía deducir de su conversación superficial. No creaba nada; podía mantener la rutina, pero nada más. Sin embargo, era extraordinario. Era extraordinario por el pequeño detalle de que era imposible imaginar qué podía controlar a semejante hombre. Nunca reveló ese secreto. Quizás no había nada dentro de él. Tal sospecha le hacía a uno reflexionar, puesto que allí no había controles externos. Una vez, cuando varias enfermedades tropicales tenían postrados a casi todos los "agentes" agentes de la estación, le oyeron decir: "Los hombres que vienen aquí no deberían tener entrañas." Selló el comentario con aquella sonrisa tan suya, como si fuera una puerta que se abría a una oscuridad de la que él era custodio. Uno se imaginaba haber visto cosas, pero el sello se interponía. Cuando se hartó de las constantes peleas entre los blancos por cuestiones de precedencia de las comidas, ordenó fabricar una inmensa mesa redonda, para la cual hubo de ser construida una casa especial. Éste era el comedor de la estación. El lugar donde él se sentaba era la presidencia; el resto no contaba. Era obvio que ésta era su convicción inalterable. No era cortés ni descortés. Era tranquilo. Consentía que su boy, un negro joven y sobrealimentado de la costa tratara en su presencia a los blancos con una insolencia provocativa.


Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, Madrid, Ediciones Cátedra, Colección Letras Universales, 2005, pág. 160-161.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

La montaña magica, Thomas Mann

          -¿Qué? ¿Ya se ha acabado el verano?- preguntó Hans Castorp irónicamente a su primo el tercer día.
           El tiempo había cambiado de un modo terrible.
         El segundo día completo pasado por el visitante allá arriba fue un esplendor verdaderamente estival.             El azul profundo del cielo brillaba por encima de las copas puntiagudas de los abetos;  la aldea, en el fondo del valle, resplandecía bajo una claridad que se había hecho vibrátil por el calor, mientras el tintineo de las esquilas de las vacas que pacían en la hierba corta y tibia de las praderas animaba el aire con una alegría dulcemente contemplativa.
       A la hora del desayuno las señoras habían aparecido ya con ligeras blusas de lino: alguna de ellas incluso con los brazos al aire, lo que no sentaba igualmente bien a todas. La señora Stoehr, por ejemplo, no resultaba muy favorecida; sus brazos eran demasiado esponjosos y la transparencia del vestido no le sentaba bien.             


Thomas Mann, La montaña mágica, Barcelona, Plaza & Janes, El ave fenix, 1987, 3ª ed., pág 98, Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, curso 2015-2016