lunes, 9 de febrero de 2015

Jean Racine, Andrómaca

ACTO CUARTO

ESCENA PRIMERA: ANDRÓMACA, CEFISA

CEFISA
¡Ah! ¡Quién puede dudarlo! Vuestro esposo, señora,
Héctor es el autor del milagro en vuestra alma.
Quiere que Troya pueda renacer nuevamente
con ese hijo dichoso al que os hace salvar.
Pirro os lo ha prometido. Ya lo oísteis, señora.
Ha bastado que hablaseis y os devuelve a Astinacte.
No dudéis que es sincero: padre, cetro y aliados,
sólo a cambio de amor, os pone a los pies.
De su pueblo y de él mismo os declara la reina.
¿Es que acaso merece odio tal vencedor?
Enfrentado a los griegos, lleno de noble cólera,
ha abrazado la causa como vos de este niño.
Se precave de Grecia y le da un defensor.
Le sustrae a peligros arriesgándose él.
Mas el templo os espera, acabáis de jurarlo.

ANDRÓMACA
Cumpliré mi palabra. Mas veamos a mi hijo.

CEFISA
¿Qué os apremia, señora? ¿Es que acaso no os basta 
poder verle desde hoy siempre que lo deseéis?
Le podréis prodigar toda vuestra ternura,
vuestros besos y abrazos no tendrán que contarse.
¡Qué placer educar al que vemos crecer,
no ya como un esclavo destinado a su amo,
sino para que sea semillero de reyes!

Jean Racine, Andrómaca, Acto cuarto, Escena primera, Barcelona, RBA editores, Colección Historia de la Literatura, 1994, págs 56-57, Seleccionado por Rosa María Perianes Calle, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.
     La tempestad se desencadenó durante toda la noche, pero no produjo nada extraordinario.
     Al día siguiente, por la mañana, cuando bajaron a almorzar, encontraron de nuevo la terrible mancha sobre el entarimado.
     -No creo que tenga la culpa el "limpiador sin rival"- dijo Washintong-, pues lo he ensayado sobre toda clase de manchas. Debe de ser  cosa del fantasma.
     En consecuencia, borró la mancha, después de frotar un poco.
     Al otro día, por la mañana, había reaparecido.
     Y, sin embargo, la biblioteca permanecía cerrada la noche anterior, llevándose arriba la llave mistress Otis.
     Desde entonces, la  familia empezó a interesarse por aquello.

Thomas Mann, La muerte en Venecia

                                                              III



     Decidido ya el viaje, algunos asuntos de carácter social y literario retuvieron a Gustavo en Munich durante dos semanas después de aquel paseo. Al fin, un día dio orden de que se le tuviera dispuesta la casa de campo para dentro de cuatro semanas, y una noche, entre mediados de y fines de mayo, tomó el tren para Trieste. En dicha ciudad se detuvo sólo veinticuatro horas, embarcándose para Pola a la mañana siguiente.
     Lo que buscaba era un mundo exótico, que no tuviera relación alguna con el ambiente habitual, pero que no estuviese muy alejado. Por eso fijó su residencia en una isla del Adriático, famosa desde hacía años y situada no lejos de la costa de Istria. Habitaban la isla campesinos vestidos con andrajos chillones y que hablaban un idioma de sonidos extraños. Desde la orilla del mar veíanse rocas hermosas. Pero la lluvia y el aire pesado, el hotel lleno de veraneantes de clase media austriaca y la falta de aquella sosegada convivencia con el mar, que sólo una playa suave y arenosa proporciona, le hicieron comprender que no había encontrado el lugar que buscaba. Sentía en su interior algo que lo impulsaba hacía lo desconocido. Por eso estudiaba mapas y guías, buscaba por todas partes, hasta que de pronto vio con claridad y evidencia lo que deseaba. Para encontrar rápidamente algo incomparable y de prestigio legendario, ¿adónde tenía que ir? La respuesta era ya fácil. Se había equivocado. ¿Qué hacía allí? Tenía que ir a otra parte. Se apresuró a abandonar su falsa residencia. Semana y media después de su llegada a la isla, en una alborada llena de húmeda niebla, un bote a motor le volvió rápidamente con su equipaje al puerto de guerra austriaco; saltó a tierra, y por una tabla subió inmediatamente a la húmeda cubierta de un pequeño vapor dispuesto para emprender el viaje a Venecia.



Thomas Mann, La muerte en Venecia, Barcelona, Editorial Seix Barral, Obras maestras de la literatura contemporánea, 1983, páginas 29 y 30. 
Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015


Francesco Petrarca, Cancionero II "Soneto CCLXXX"

CCLXXX
Nunca hubo sitio en que tan claro viese
lo que quisiera ver, tras ya no verlo,
ni donde en tanta libertad me hallara,
ni donde diese al cielo tantas quejas;

ni nunca vi otro valle donde hubiera
tantos sitios propicios para el llanto;
ni pienso que tuviera Amor en Chipre,
o en otra orilla, tan süaves nidos.

Hablan de amor las aguas, auras, ramas,
pajarillos y peces, flores, hierbas,
rogando todos que de amar no deje.

Pero tú, que me llamaras desde el cielo,
por la memoria de tu acerba muerte
haz que desprecie el mundo y sus halagos.

Francisco Petrarca, Cancionero II, Madrid, Editorial: Cátedra, Colección: Tercera, página 827
Seleccionado por Alejandro López Sánchez. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015

Otra vuelta de tuerca, Henry James

CAPÍTULO V


     Tan pronto como apareció, doblando la esquina de la casa y jadeando visiblemente, me hizo la pregunta que yo ya esperaba:
     -¿Se puede saber qué demonios le pasa a usted?
     La miré, haciéndome la inocente, y repuse:
     -¿A mí? ¿Y qué es lo que me iba a pasar?
     -Tiene usted la cara más blanca que un papel... Vamos, que da miedo mirarla.
     Reflexioné. Podía seguir haciéndome la inocente y evitar así el mal trago que le iba a dar a la señora Grose..., pero decidí que había llegado el momento de la verdad. Tomé su mano entre las mías y le dije con toda dulzura:
     -Sí, y ya es hora de que lo sepa. ¿Qué aspecto tenía cuando me vio usted por la ventana?
     -¡Me ha dado usted un susto de muerte!
     -Pues a mí también me lo han dado- los ojos de la señora Grose expresaban muy a las claras que no tenía ningún deseo de ser cómplice de mi secreto..., pero era demasiado tarde para volverse atrás-. Lo que usted acaba de ver por la ventana del comedor no es nada comparado con lo que yo vi, por la misma ventana, hacía sólo algunos minutos. 
     Su mano apretaba la mía con fuerza.
     -¿Y qué es lo que vio?
     -Vi a un hombre. Un hombre muy extraño. Un hombre muy extraño que me estaba mirando.
     -¿Y quién era?
     -No tengo ni la más remota idea.
     Los ojos de la señora Grose se extraviaron por todo aquel lugar.


     Henry James, Otra vuelta de tuerca, Getafe (Madrid), editorial Anaya, páginas 47, 48, 1999. Seleccionado por Andrea González García. Segundo de bachillerato, curso 2014-2015.

Francesco Petrarca, Cancionero II "Soneto CCLXV

CCLXV
Áspero corazón y cruel anhelo
en dulce, humilde, angélica figura,
si el rigor emprendido dura tanto,
apenas hallarán de mí despojo;

que cuando nace o muere flor o hierba,
o bien es claro día o densa noche,
siempre lloro, y bien puedo de mi suerte,
de Amor, y mi señora así dolerme.

En la esperanza vivo, recordando
que vi cómo una gota con constancia
gastó las duras rocas y los mármoles.

No hay corazón tan duro que no llegue
a ser blando con ruego, amor y llanto,
ni tan frío querer que no se encienda.

Francisco Petrarca, Cancionero II, Madrid, Editorial: Cátedra, Colección: Tercera, página 787
Seleccionado por Alejandro López Sánchez. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015

Henry James, Otra vuelta de tuerca

III

     La afrenta que me hizo la señora Grose, al volverme de aquella forma la espalda, no enturbió nuestras relaciones. Nos encontramos de nuevo cuando regresaba de recoger al señorito Miles y entre nosotras surgió de nuevo la chispa de la amistad, convencidas como estábamos de que el niño era inocente de lo que decía la carta. Desde el primer momento en que lo vi, esperándome en la puerta de la misma posada a la que yo había llegado, me percaté al instante de que estaba hecho con el mismo molde de su hermana, que su presencia emanaba la misma pureza, la misma dulzura, que su figura estaba aureolada con el mismo misterioso resplandor que desde el primer momento advertí en Flora. La señora Grose ya me había alabado la belleza del muchacho, que parecía borrar con su mera presencia de todas las cosas que le rodeaban. Lo que yo sentí al verlo fue algo que nunca había sentido en ningún otro niño: tenía su persona un aire sobrenatural, como si aquella criatura fuera capaz de transmitir amor a todos sus semejantes. Aun antes de conocerlo, horribles imputaciones que se le hacían en la carta. En cuanto llegué a Bly me dirigí al instante a la señora Grose para decirle que todo aquello me parecía muy grotesco.

Henry James, Otra vuelta de tuerca, Barcelona, Anaya, 1898, página 33.
Seleccionado por Alain Presentación Muñoz. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.

Jules Renard, Pelo de zanahoria


EL DÍA DE AÑO NUEVO





       Nieva. Para que sea un buen día de año nuevo, tiene que nevar.
     La señora Lepic ha dejado prudentemente la puerta del patio con el cerrojo echado. Unos chiquillos están ya moviendo el pestillo, golpean abajo, primero discretos, luego hostiles, con los zuecos, y, cansados de esperar, se alejan andando hacia atrás, las miradas todavía en la ventana desde la que los acecha la señora Lepic. El ruido de sus pasos se ahoga en la nieve.
      Pelo de Zanahoria salta de la cama, va a lavarse, sin jabón, en el pilón del jadín. Está congelado. Tiene que romper el hielo, y este primer ejercicio expande por todo su cuerpo y un calor más sano que el de las estufas. Pero finge mojarse la cara, y, como siempre le dicen que está sucio, aunque se haya aseado a conciencia, sólo se quita más gordo.
     Listo y fresco para la ceremonia, se coloca detrás de su hermano mayor Félix que está detrás de su hermana Ernestine, la mayor de los tres. Todos entran el la cocina. El señor y la señora Lepic acaban de reunirse allí, sin que lo parezca.
       La hermana Ernestine les da un beso y les dice: Buenos días papá, buenos días mamá, os deseo un feliz año nuevo, mucha salud  y el paraíso al final de vuestros días.
      El hemano mayor Félix dice lo mismo, muy rápido, corriendo al final de al frase, y los besa del mismo modo.
      Pero Pelo de Zanahoria saca un carta de la gorra. Se lee en el sobre cerrado: A mis queridos dos padres. No lleva la dirección. Un pájaro de una especie rara, rica en colores, sale como una flecha en un esquina.
        Pelo de Zanahoria se la entrega a la señora Lepic, que le abre. Flores abiertas abordan por doquier la hoja de papel, y tanta puntilla la rodea que a menudo la pluma de Pelo de Zanahoria ha caído en los agujeros, salpicando la palabra contigua.



Jules Renard, Pelo de zanahoria, Madrid, Akal Ediciones, 2002, página 100-101. Seleccionado por Guillermo Arjona Fernández. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.

Robert L. Stevenson, La isla del tesoro

                                       Capítulo XIII: Cómo me lancé a la aventura




     Cuando el día siguiente subí a la cubierta, el aspecto de la isla había cambiado por completo. Aunque la brisa había cambiado por completo. Aunque la brisa había amainado del todo, habíamos hecho mucho camino durante la noche, y estábamos ahora encalmados a media milla al sureste de la costa oriental, que era muy baja. Bosques de un color gris cubrían gran parte del terreno. Es cierto que esta tonalidad monótona se interrumpía con franjas de arena amarilla en las tierras más bajas y con muchos árboles altos de la familia del pino, que descollaban sobre los demás, algunos solitarios y otros en grupo; pero la colaboración general era uniforme y triste. Las colinas se erguían bruscamente sobre la vegetación como pináculos de pelada roca. Todas tenían extraña configuración, y la del Catalejo, que sobrepasaba en tres o cuatro centenares de pies la altura de las otras, era también la de forma más rara, pues se alzaba casi a plomo por todos sus lados, y aparecía cortada de pronto en la cima, como un pedestal a la espera de una estatua.
     La Hispaniola se balanceaba, hasta meter los imbornales bajo el agua, en las olas del océano. Las botavaras tiraban violentamente de las garruchas, el timón daba bandazos de un lado a otro y todo el barco crujía, rechinaba y se movía como una fábrica en pleno trabajo. Tuve que agarrarme con fuerza a un brandal, y el mundo entero daba vertiginosas vueltas ante mis ojos, porque aunque no era yo un mal marinero con el barco en marcha, esto de estar parado y rodar de aquí para allá como una botella era algo a lo que nunca podía acostumbrarme sin sufrir alguna basca, sobre todo de mañana y con el estómago vacío.




Robert L. Stevenson, La isla del tesoro, Barcelona, editorial Vicens Vives, Aula de literatura, 2006, páginas 102 y 103. Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015

Decamerón, Giovanni Boccaccio

     El conde amaba mucho aquel niño, y jamás lo partía de si, por alguna virtud que le dijeron que en él había; y los caballeros, entendiendo la dura condición puesta en dos tan imposibles cosas, y viendo que por sus amonestamientos y ruegos el conde no se movería, volvieron a la dama y contáronle la respuesta; y ella, habiéndola con gran dolor oída, después de largos pensamientos deliberó de trabajar y probar si aquellas condiciones que el conde había puesto podrían venir a efecto, y por consiguiente ella pudiese recobrar su marido. Y esto determinado su voluntad, juntada con gran parte de los mejores y mayores hombres del condado, con dolorosas y piadosas palabras les contó lo que por la gracia del conde haber había hecho y la respuesta de que él había habido; y finalmente, les dijo que su intención no era que, por estar en la tierra, el conde estuviese desterrado de su condado, antes entendía aquel tiempo que le quedaba de vivir emplearlo en servir a Dios, así en romería como en obras de misericordia por salvación de su ánima, y rogóles que hubiesen cuidado de la gobernación de la tierra y que hiciesen saber al conde cómo ella dejaba desembragados su tierra y su condado con intención de allí más no volver.
     En tanto que la dama esto decía, los caballeros y la otra gente que allí estaban lloraban mucho, rogándola que le plugiese mudar aquel consejo, y no partiese; pero todo no valía nada, porque ella, encomendándolos a Dios, se partió el hábito de peregrina con un primo suyo y con una camarera suya, bien guarnida de oro y de joyas, y sin saber dónde ella fuese, entró en un camino y no se detuvo hasta llegar a Florencia.




Giovanni Boccaccio, Decamerón, Barcelona, Planeta, 1987, página 211.
Seleccionado por Lucía Pintor del Mazo. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015