Señora Arbuthnot. No lo sé. No lo siento, ni voy a presentarme ante el altar de Dios para pedir la bendición de El para una farsa tan repulsiva como un matrimonio entre George Hardford y -yo. No pronunciaré las palabras de la Iglesia nos manda decir. No las diré. No me atrevo. ¿Cómo podría jurar que amaré al hombre que aborrezco, que honraré al que te trajo la deshonra, que obedeceré al que, valiéndose de su ascendiente, me hizo pecar? No; el matrimonio es un sacramento para los que se aman. No es para personas como yo o como él. Gerald, para salvarte del desprecio del mundo y de sus sarcasmos, le he mentido al mundo. No podría decirle la verdad al mundo. ¿Quién puede hacerlo? Pero por interés mío no voy a mentir en presencia de Dios. No, Gerald ninguna ceremonia, santificada por la Iglesia o instituida por el Estado, me unirá jamás a George Hardford. Es posible que yo esté ya unida al que me robó, pero me dejó más rica que antes, de modo que en el cieno de mi vida encontraré la perla valiosa, o lo que a mí me pareció que lo era.
Gerald. Ahora no te entiendo.
Senora Arbuthnot. Los hombres no entienden lo que son las madres. Yo no soy distinta de las demás mujeres, excepto en el mal que se me causó y el mal que hice, y en mis muy pesados castigados y en mi vergüenza.
Oscar Wilde, Una mujer sin importancia, Barcelona, Andrés Bello, ed. 5, pág. 194-195.
Seleccionado por: Coral García Domínguez, Primero de Bachillerato, curso 2015-2016