El día señalado, Sir Henry Baskerville y el doctor Mortimer estaban
listos para emprender viaje y, tal como habíamos convenido, salimos los
tres camino de Devonshire. Sherlock Holmes me acompañó a la estación y
antes de partir me dio las últimas instrucciones y consejos.
-No quiero influir sobre usted sugiriéndole teorías o sospechas,
Watson. Limítese a informarme de los hechos de la manera más completa
posible y deje para mi las teorías.
-¿Qué clase de hechos? -pregunté yo.
-Cualquier cosa que pueda tener relacion con el caso, por indirecta que
sea, y sobre todo las relaciones del joven Baskerville con sus vecinos,
o cualquier elemento nuevo relativo a la muerte de Sir Charles. Por mi
parte he hecho algunas investigaciones en los últimos días, pero mucho
me temo que los resultados han sido negativos. Tan sólo una cosa parece
cierta, y es que el señor James Desmond, el próximo heredero, es un
caballero virtuoso de edad avanzada, por lo que no cabe pensar en él
como responsable de esta persecución. Creo sinceramente que podemos
eliminarlo de nuestros cálculos. Nos quedan las personas que en el
momento presente conviven con Sir Henry en el páramo.
-¿No habría que librarse en primer lugar del matrimonio Barrymore?
-No, no; eso sería un error imperdonable. Si son inocentes cometeríamos
una gran injusticia y si son culpables estaríamos renunciando a toda
posibilidad de demostrarlo. No, no; los conservaremos en nuestra lista
de sospechosos. Hay además un mozo de cuadra en la mansión,si no
recuerdo mal. Tampoco debemos olvidar a los dos granjeros que cultivan
las tierras del páramo. Viene a continuación nuestro amigo el doctor
Mortimer, de cuya honradez estoy convencido, y su esposa, de quien nada
sabemos. Hay que añadir a Stapleton, el naturalista, y a su hermana
quien, según se dice, es una joven muy atractiva. Luego está el señor
Frankland, de la mansión Lafter, que también es un factor desconocido, y
uno o dos vecinos más. Ésas son las personas que han de ser para usted
objeto muy especial de estudio.
-Haré todo lo que esté en mi mano.
-¿Lleva usted algún arma?
-Sí, he pensado que sería conveniente.
-Sin duda alguna. No se aleje de su revólver ni de día ni de noche y manténgase alerta en todo momento.
Nuestros amigos ya habían reservado asientos en un vagón de primera clase y nos esperaban en el andén.
Athur Conan Doyle, El sabueso de los Baskerville. Capítulo sexto, La mansión de los Baskerville, Editorial: Vincens Vives, Barcelona, 2007, páginas 71 y 72.
Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín, curso segundo bachillerato
Un lugar común de los estudiantes de Literatura Universal donde publicamos una antología de textos seleccionados por nosotros mismos con el fin de aprender a conocernos mejor a través de los más variados personajes que pueblan el universo literario.
lunes, 4 de noviembre de 2013
Alicia en el país de las maravillas, Lewis Carroll
Capítulo VII
La liebre de Marzo y el Sombrero estaban tomando el té frente a la casa, enle el ofrecérmelo>> una mesa dispuesta bajo un árbol; sin cuidado alguno apoyaban sus codos sobre un lirón que dormía profundamente entre ellos y hablaban sin más por encima de su cabeza.
"¡Qué incómodo estará ese lirón!", penso Alicia. "Aunque quizás, como está dormido, no le importe demasiado"
La mesa era bien grande, y, sin embargo, los tres se habían agrupado muy juntos en torno a una esquina. "¡No hay sitio! ¡No hay sitio!", se pusieron a vociferar apenas vieron que Alicia se les acercaba. "¡Hay sitio de sobra!", replicó Alicia indignada sentándose en una amplia butacona que estaba arrimada a un lado de la mesa.
"¿Te apetece un poco de vino?>>, insinuó meliflua la Liebre de Marzo. Alicia miró por toda la mesa sin ver más que té, por lo que observó: "No veo ese vino por ninguna parte".
"No lo hay", replicó enseguida la Liebre de Marzo.
"Entonces, no ha sido nada amable el ofrecérmelo", dijo Alicia enojada.
"Tampoco lo ha sido sentarse a esta mesa sin haber sido invitada", repuso la Liebre.
"¡Cualquiera diría que la mesa fuera sólo para ustedes!", dijo Alicia. "Puedo ver que está puesta para muchas más de tres personas".
Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, Capítulo VII, Alianza Editorial, página 145 y 146. Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.
La liebre de Marzo y el Sombrero estaban tomando el té frente a la casa, enle el ofrecérmelo>> una mesa dispuesta bajo un árbol; sin cuidado alguno apoyaban sus codos sobre un lirón que dormía profundamente entre ellos y hablaban sin más por encima de su cabeza.
"¡Qué incómodo estará ese lirón!", penso Alicia. "Aunque quizás, como está dormido, no le importe demasiado"
La mesa era bien grande, y, sin embargo, los tres se habían agrupado muy juntos en torno a una esquina. "¡No hay sitio! ¡No hay sitio!", se pusieron a vociferar apenas vieron que Alicia se les acercaba. "¡Hay sitio de sobra!", replicó Alicia indignada sentándose en una amplia butacona que estaba arrimada a un lado de la mesa.
"¿Te apetece un poco de vino?>>, insinuó meliflua la Liebre de Marzo. Alicia miró por toda la mesa sin ver más que té, por lo que observó: "No veo ese vino por ninguna parte".
"No lo hay", replicó enseguida la Liebre de Marzo.
"Entonces, no ha sido nada amable el ofrecérmelo", dijo Alicia enojada.
"Tampoco lo ha sido sentarse a esta mesa sin haber sido invitada", repuso la Liebre.
"¡Cualquiera diría que la mesa fuera sólo para ustedes!", dijo Alicia. "Puedo ver que está puesta para muchas más de tres personas".
Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, Capítulo VII, Alianza Editorial, página 145 y 146. Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.
Los compañeros de Livingstone, Nadine Gordimer
Se estaba convirtiendo en una costumbre abrir los Diarios de Livingstone al azar antes de caer profundamente dormido. Ahora que estoy a punto de iniciar otro viaje a África me siento absolutamente entusiasmado: cuando uno viaja con el objetivo específico de mejorar las condiciones de vida de los nativos, todos los actos se ennoblecen. El calor de la tarde le hizo pensar esta vez en mujeres, y renunció a su siesta porque creía que este tipo de sueños no eran tanto un rasgo de adolescente como -mucho peor- un síntoma de envejecimiento. Se estaba volviendo... demasiado viejo para disfrutar de pausas como ésta, de tiempo libre. Si no estaba preocupado por la siguiente cosa que tenía que emprender no sabía qué hacer. Su mente derivó hacia la muerte, las tumbas que su cuerpo no iba a tomarse la molestia de visitar. Este cuerpo que pensaba en las mujeres; este cuerpo que no había cambiado. Fue este cuerpo el que lo llevó de vuelta al lago, recio y vigoroso, enrojecido por el sol hasta el vello negro que brillaba en su vientre.
El sol estaba alto en mitad de una espléndida tarde. En media hora se le escaparon tres peces y empezó a sentirse desafiado. Cada vez que bueceaba más allá de cinco o seis metros le dolían los oídos mucho más que nunca en el mar. Falta de entrenamiento, sin duda. Y las aletas y las gafas prestadas por el hotel no eran exactamente de su medida. Las gafas dejaban filtrar agua a cada inmersión, y tenía que subir rápido a la superficie, con el agua hasta la nariz. Empezó a flotar sin rumbo fijo, sin bucear, trazando círculos alrededor de los enormes peñascos con sus empinados y pulidos flancos como troncos de árbol petrificados.
Nadine Gordimer, Los compañeros de Livingstone, ed. Ediciones Primera Plana, col. Biblioteca de Literatura Universal, Barcelona, 1993, pag 31-32. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.
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