lunes, 26 de octubre de 2015

EL CORAZÓN DELATOR, E. ALLAN POE

-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo,  y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando [...]
Oí de prono un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con u espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo e viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado desierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. había tratado de decirse que aquel ruido no era nada,  pero sin conseguirlo. Pensaba: "no es más que el viento en la chimenea...o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era lo que lo moví a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo del buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par...y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es solo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podía hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas sí respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquel me llenó de un horror incontrolable. Si embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar y una nueva ansiedad se apoderó de mi...

Allan Poe, Edgar, El corazón delator, Libro de primero de bachillerato (Literatura Universal), seleccionado por Edith González Ramos, primero de bachillerato, curso 2015-2016.

El Fantasma de Canterville y otros cuentos, Oscar Wilde

           Cuatro días después de estos curiosos incidentes, un cortejo fúnebre partía de Canterville hacia las once de la noche. Del carruaje tiraban ocho caballos negros, tocados con un gran penacho ondulante de plumas de avestruz, y el feŕetro de plomo iba cubierto con un suntuoso paño de color púrpura, sobre el que se veía bordado en oro el escudo de los Canterville. Acompañaban al carruaje y demás vehículos los sirvientes con teas encendidas y todo el cortejo resultaba extrañamente impresionante. Lord Canterville había acudido ex profeso desde Gales y presidía el funeral, sentado en el primer coche al lado de la pequeña Virginia. Venía después el diplomático estadounidense con su esposa, luego Washington y los tres muchachos, y en el último coche la señora Umney. Todos opinaban que, aterrorizada más de cincuenta años por el fantasma, tenía derecho a acompañar el duelo. Se había excavado una fosa profunda en un rincón del cementerio, justo al pie de un tejo añoso, y el reverendo Augustus Dampier ofició la ceremonia con toda solemnidad.



         Oscar Wilde, El fantasma de Canterville, Barcelona, Vicens Vives, ed. 15, página 139.
         Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.
               

La perla

Kino se despertó cuando aún estaba oscuro. Todavía brillaban las estrellas y el día sólo había podido desteñir con su pálida luz la parte más oriental del cielo junto al horizonte. Hacía ya rato que los gallos cantaban, y los cerdos más madrugadores habían comenzado a rebuscar incesantemente por entre la leña y los restos de madera para ver si daban con algo de comer, algo que se les hubiera pasado por alto hasta entonces. Fuera de la casa, hecha de ramas, una bandada de pajarillos piaba y agitaba frenéticamente las alas en medio de un campo de higos chumbos.
Kino abrió los ojos y miró hacia el iluminado rectángulo de la puerta, y luego hacia la caja colgada del techo en la que dormía coyotito. Después se volvió hacia Juana, su esposa, que yacía junto a él sobre la estera, cubriéndose con el mantón azul la cara hasta la nariz, el pecho y la espalda. Juana tenía también los ojos abiertos. Kino no recordaba haberlos visto jamás cerrados cuando se despertaba. Los ojos oscuros de la mujer reflejaban las estrellitas del cielo. Ella lo miraba del mismo modo que lo miraba día tras día al despertarse.
Kino escuchó el ligero murmullo de las olas de la mañana al deshacerse sobre la playa. Era muy agradable, así  que Kino volvió a cerrar los ojos para escuchar aquella melodía. Tal vez era el único que hacía esto, o quizá lo hiciera también toda su gente. Su pueblo había tenido grandes creadores de canciones, y todo lo que veían, pensaban, hacían o escuchaban, lo convertían en canción. Pero de eso hacía ya mucho tiempo. Las canciones perduraban. Kino las conocía; pero no se había agregado ninguna nueva. Esto no significaba que no existieran canciones personales. Kino tenía una en la cabeza en aquel preciso instante, una canción clara y delicada, y si hubiera sido capaz de escribir su letra, la hubiera llamado Canción de la Familia.
Se cubrió hasta la nariz con la manta para resguardarse de la desagradable humedad ambiental. Parpadeó al oír  su rumor a su lado.



John steinbeck, La perla, Barcelona, Vicens vives,1994, 112, Seleccionado por Jennifer garrido gutierrez, primero de bachiller, 2015/2016. Publicado por el alumno I.E.S Peréz comendador

La cabaña del tío Tom, Harriet E. Beecher Stowe

CAPÍTULO II

LA MADRE

     Desde su infancia Elisa había sido educada por su ama como una favorita consentida. 
     Los que hayan viajado por el sur deben haberse dado cuenta con frecuencia, de ese estilo peculiar de refinamiento, de esa dulzura de la voz y del gesto, que en muchos casos parece ser un regalo especial de las mujeres negras y mulatas. La gracia natural va casi siempre unida en ellas a una belleza muy notable, y a un aspecto agradable. Elisa, como la hemos descrito, no es un retrato de fantasía, sino un recuerdo de la mujer que vimos en Kentucky hace algunos años. A salvo bajo la vigilante protección de su ama, Elisa creció lejos de las tentaciones que hacen de la belleza una herencia fatal para el esclavo. Se casó con un joven mulato, inteligente y despejado, esclavo de una hacienda vecina, que se llamaba Jorge Harris.
     Este joven, entregado en alquiler por su amo a un industrial de los alrededores, que tenía una fábrica de sacos, había mostrado en su trabajo una inteligencia y una habilidad que le hacía ser considerado por todos como el mejor obrero. Había inventado una máquina para blanquear el cáñamo, que, considerando el nacimiento y la educación del inventor, denotaba un genio para la mecánica igual al de Whitney.
     Su personalidad era agradable y sus gestos amables, y era en realidad el favorito de la fábrica. Sin embargo, como este joven a los ojos de la ley no era un hombre sino una cosa, todas esas cualidades superiores las controlaba un amo de mentalidad estrecha y tirano. Ese mismo caballero, al enterarse de la fama del invento de Jorge, se fue a la factoría a ver qué hacía su objeto inteligente. El industrial recibió con gran entusiasmo al amo, y le felicitó por poseer un esclavo tan valioso.
     Le enseñaron toda la factoría , le mostraron la máquina de Jorge, quien, muy emocionado, habló habló con tal elocuencia, se mantuvo tan tieso, parecía tan hermoso y tan señorial, que su amo comenzó a sentir un sentimiento incómodo de inferioridad. ¿Qué demonios tenía que ver ese esclavo con el conocimiento del país, la invención de máquinas, y mantenerse tan orgulloso entre caballeros? Tendría que acabar con todo eso. Le volvería a llevar a su finca, le pondría a cavar tierra hasta agotarse <>. Y por eso, el industrial y todos los empleados se asombraron de que pidiera que le dieran todo el sueldo acumulado de Jorge, indicándoles su intención de llevárselo a casa.
     Pero señor Harris -insistía el industrial- ¿por qué esas prisas?
     ¿Y a usted qué le importa? Ese hombre es mío.
     Estaría dispuesto, señor, a aumentar la tasa de compensación.
     No serviría de nada, señor. No necesito alquilar a ninguno de mis hombres, si no quiero hacerlo.
     Pero, señor, parece especialmente apto para este negocio.
     Es muy posible. Sin embargo, jamás ha hecho ninguna de las cosas que yo le he encargado.
     Pero piense tan sólo en el invento de esa máquina -añadió uno de los trabajadores, de forma bastante inapropiada.
     ¡Ah, claro! Una máquina para ahorrar trabajo, ¿no? Eso es lo que ha inventado, naturalmente. Para eso los negros son muy inteligentes. Todos ellos son máquinas que evitan el trabajo. ¡Hacer trampas, eso es lo que les gusta!
     Jorge se quedó petrificado al oír el destino pronunciado repentinamente por un poder ante el que no podía hacer nada. Cruzó los brazos y se mordió los labios, pero un volcán inmenso de amargura le ardía en el pecho y enviaba oleadas de fuego por sus venas. Anhelante, y echando fuego por sus grandes ojos, podría haber estallado en alguna ebullición peligrosa, sino hubiera sido por el industrial amable, que le tocó el brazo y le dijo en voz baja:
     Acéptalo, Jorge. Márchate con él por ahora. Trataremos de ayudarte; ya lo verás.
     El tirano observó el murmullo e hizo conjeturas sobre su contenido, aunque no pudiera oír las palabras; y en su interior se afianzó en la determinación de mantener el poder que poseía sobre su víctima.


Harriet E. Beecher Stowe,  La cabaña del tío Tom, León, Ediciones Gaviota, Colección Clásicos Jóvenes Gaviota, pág. 22-23.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.