viernes, 20 de noviembre de 2015

A sangre fría, Truman Capote.

    Capitulo II
  -¿Te encuentras bien?
  - Muy bien.
  - No tardes toda la noche.
   Dick echó una moneda en la automática, tiró de la palanca y cogió una bolsita de jelly beans. Masticando volvió al coche y observó los esfuerzos del mozo de la gasolinera para librar el parabrisas del polvo de Kansas y de restos de insectos aplastados. El mozo, que se llamaba James Spor, se sentía nervioso. Los ojos de Dick y su hosca expresión junto con la extraña y prolongada estancia de Perry en el lavabo, le inquietaban.(Al día siguiente le contaría a su jefe:"Anoche tuvimos un par de clientes bastante groseros."Pero entonces ni durante mucho tiempo,relacionaría aquellos visitantes con la tragedia de Holcomb)
  Dick dijo:
 -Esto está un poco muerto.
 -¡Ah, sí! -contestó James Spor-. Son ustedes los primeros que paran aquí desde hace un
par de horas. ¿De dónde vienen?
 -Kansas City.
 -¿A cazar por aquí?
 -Sólo de paso. Vamos a Arizona. Tenemos  allí trabajo que nos aguarda. En la
construcción. ¿Tiene idea de cuántos kilómetros hay hasta Tucumcari, en Nuevo México?
-No sabría decirle. Son tres dólares seis. -Tomó el dinero de Dick, le dio el cambio y
añadió-: Perdóneme, pero estoy trabajando, cambiando el parachoques de un camión.
     Truman Capote, A sangre fría, http://perio.unlp.edu.ar/catedras/system/files/a_sangre_fria-   truman_capote_0.pdf Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez curso 2015-2016

A sangre fría, Truman Capote





     Cuando lo llevaron al almacén, Smith reconoció a su enemigo Dewey. Dejó de mascar la goma de menta que tenía en la boca, sonrió y le guiñó el ojo a Dewey, entre desenvuelto y malicioso. Pero cuando el alcaide le preguntó si quería decir algo, su expresión era seria. Sus ojos sensibles contemplaron gravemente los rostros que le rodeaban, se alzaron hacia el verdugo en sombras, luego se posaron en sus manos esposadas. Se miró los dedos sucios de tinta y pintura, porque se había pasado sus últimos tres años en la Hilera de la Muerte pintando autorretratos y retratos de niños de los detenidos que le dejaban las fotos de su progenie que tan raramente veían.
     —Pienso —dijo— que es una cosa infernal quitar la vida de este modo. No creo en la pena de muerte ni legal ni moralmente. Puede que hubiera podido contribuir en algo, algo... —le falló la seguridad, la timidez le redujo la voz hasta que se hizo casi inaudible—. No sirve de nada que pida perdón por lo que hice. Hasta está fuera de lugar. Pero lo hago. Pido perdón.
    Escalones, lazo, máscara. Pero antes de que le ajustaran la venda, el prisionero escupió su chicle en la mano tendida del capellán. Dewey cerró los ojos y los mantuvo cerrados hasta que oyó el golpe seco que anuncia que la cuerda ha partido el cuello. Como casi todos los funcionarios de la ley americana, Dewey estaba convencido de que la pena capital representa un freno para el crimen violento y creía que si alguna vez la sentencia había sido plenamente merecida, era ésta. La precedente ejecución no le había turbado: Hickock nunca le había parecido gran cosa, sino que lo veía como «un estafador ocasional, que se había salido de su radio de acción, un ser hueco sin ningún valor». Pero Smith, a pesar de que era el verdadero asesino, despertaba en él otra reacción. Había algo en él, un aura de animal exiliado, de criatura herida, que el detective no podía dejar de ver. Recordaba su primer encuentro con Perry en la sala interrogatoria de la policía de Las Vegas: aquel enano sentado en la silla metálica, con sus diminutos pies metidos en unas botas que no llegaban al suelo. Y ahora, cuando Dewey volvió a abrir los ojos, fue aquello lo que vio, los mismos diminutos pies que colgaban, oscilantes.
     Dewey había imaginado que con las ejecuciones de Hickock y Smith se sentiría satisfecho, que experimentaría una sensación de liberación, de justicia cumplida. En lugar de ello, descubrió que estaba recordando un incidente ocurrido casi un año atrás, un encuentro casual en el cementerio de Valley View que, ahora retrospectivamente, le parecía que había cerrado el caso Clutter.
      Los pioneros que fundaron Garden City, tuvieron que ser gente espartana, pero cuando llegó el momento de establecer un cementerio formal, decidieron, a pesar de la aridez del suelo y las dificultades para transportar agua, crear aquel rico contraste con las polvorientas calles y las austeras llanuras. El resultado, que llamaron Valley View, está situado por encima de la ciudad, en una meseta de altura moderada. Visto hoy, es una oscura isla lamida por el ondulante oleaje de los trigales que la rodean, un buen refugio para un día caluroso, porque se hallan en ella muchos senderos umbríos, gracias a árboles plantados generaciones atrás.
     Una tarde del pasado mayo, mes en que los campos arden con el fuego verdeoro del trigo a medio crecer, Dewey llevaba varias horas en Valley View limpiando de malezas la tumba de su padre, deber que había descuidado por mucho tiempo. Dewey tenía cincuenta y un años, cuatro años más que cuando dirigió la investigación del caso Clutter. Pero seguía espigado y ágil y era el principal agente del KBI de la Kansas occidental. La semana anterior, había arrestado a un par de ladrones de ganado. El sueño aquel de establecerse en una granja propia no se había convertido en realidad, pues su esposa no había perdido el miedo a vivir aislada. En cambio, los Dewey se habían construido una casa nueva en la ciudad. Se sentían orgullosos de ella y orgullosos también de sus dos hijos, que ahora ya tenían voz grave y eran tan altos como su padre. El mayor iba a ingresar en la universidad en otoño.



Truman Capote, A sangre fría, www.perio.unpl.edu.ar
Seleccionado por Maria Alegre Trujilllo, segundo de bachillerato. Curso 2015-2016

Metamorfosis, Franz Kafka

Capítulo II
Y así, se puso a correr delante del padre,se paraba cuando él se detenía y volvía a emprender la carrera
cuando él hacía el menos movimiento. Así dieron varias vueltas a la habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que todo aquello tuviese el aspecto de una persecución debido a la lentitud con que tenía lugar. Por ello, Gregor siguió de momento en el suelo,ya que además temía que el padre pudiese interpretar su huida por la pared o por el techo como una maldad especial. No obstante, Gregor tuvo que reconocer que no podría aguantar mucho tiempo aquella carrera ,pues mientras su padre daba un paso él tenía que hacer un sinnúmero de movimiento. Ya empezaba a sentir sus ahogos; bien es verdad que su vida anterior había poseído un pulmón demasiado fiable.

Franz Kafka , Metamorfosis,editorial Acento,colección Club de los Clásicos, pág.65-66
seleccionado por Daniel Carrasco Carril, segundo de bachillerado, curso 2015-2016

El gran Gatsby , F. Scott Fitzgerald



En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza. “Cuando sientas deseos de criticar a alguien” -fueron sus palabras- “recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste.” No dijo nada más, pero como siempre nos hemos comunicado excepcionalmente bien, a pesar de ser muy reservados, comprendí que quería decir mucho más que eso. En consecuencia, soy una persona dada a reservarme todo juicio, hábito que me ha facilitado el conocimiento de gran número de personas singulares, pero que también me ha hecho víctima de más de un latoso inveterado. La mente anormal es rápida en detectar esta cualidad y apegarse a las personas normales que la poseen. Por haber sido partícipe de las penas secretas de aventureros desconocidos, en la universidad fui acusado injustamente de ser político. No busqué la mayor parte de estas confidencias; a menudo fingía tener sueño o estar preocupado; o cuando gracias a algún signo inconfundible me daba cuenta de que se avecinaba por el horizonte la revelación de alguna confidencia, mostraba una indiferencia hostil. Y es que las revelaciones íntimas de los jóvenes, o al menos la manera como las formulan, son por regla general plagios o están deformadas por supresiones obvias. Reservarse el juicio es asunto de esperanza ilimite. Todavía hoy temo un poco perderme de algo si olvido que como lo insinuó mi padre en forma por demás pretencioso, y yo de la misma manera lo repito-, el sentido fundamental de la buena educación es inequitativamente repartido al nacer.



 Fitzgerald  F.Scott , El gran Gatsby, iesvelesevent.edu.gva.es
seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerado, curso 2015-2016

A sangra fría, Truman Capote

    Cada vez que ves un espejo, te pones como en trance. Como si estuvieras contemplando un magnífico trasero. Vamos, por Dios, ¿no te aburres nunca? Lejos de cansarle, su rostro le fascinaba. Desde cada ángulo le producía una impresión diferente. Era un rostro cambiante y los experimentos frente al espejo le habían enseñado a controlar sus expresiones, a parecer ora amenazador, ora travieso, ora sentimental; una inclinación de la cabeza, una contracción de los labios y el gitano corrompido se convertía en un jovencito romántico. Su madre había sido una india de pura raza cherokee y de ella había heredado aquella tez, el color yodo de la piel, los oscuros ojos húmedos y el pelo negro, siempre con una buena cantidad de brillantina y tan abundante que le permitía llevar largas patillas y un mechón corto caído sobre la frente a modo de flequillo. Si la aportación de su madre era evidente, la de su padre -un irlandés pecoso y de pelo color jengibre- lo era menos, como si la sangre india hubiese borrado toda huella de la estirpe celta. Pero los labios rosados y la nariz afilada confirmaban su presencia, al igual que aquel aire malicioso de arrogante egocentrismo irlandés que con frecuencia animaba la máscara cherokee y que llegaba a dominarla por completo cuando tocaba la guitarra y cantaba. Cantar e imaginar que lo hacía ante el público era otro fascinante modo de ir pasando las horas. Siempre recurría mentalmente a la misma escena: un local nocturno de Las Vegas que era, en realidad, su ciudad natal. Un local elegante, lleno de celebridades pendientes de la sensacional revelación, y entusiasmadas con aquel nuevo astro que interpretaba, con un fondo de violines, su versión de I’ll be seeing you y luego como bis, la última balada que había compuesto: En abril, bandadas de papagayos vuelan en lo alto, rojos y verdes, verdes y anaranjados. Los veo volar, los oigo en lo alto, papagayos que cantan y traen la primavera en abril...

   Truman Capote, A sangre fría, http://perio.unlp.edu.ar/catedras/system/files/a_sangre_fria-truman_capote_0.pdf, capítulo I.
   Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.

El nombre de la rosa, Umberto Eco


Tercer día
NOCHE
Donde Adso, trastornado, se confiesa a Guillermo y medita sobre la función de la mujer en el plan de la creación, pero después descubre el cadáver de un hombre.

Cuando volví en mí, alguien estaba mojándome la cara. Era fray Guillermo.Tenía una lámpara y me había puesto algo bajo la cabeza.
-¿Qué ha sucedido, Adso -me preguntó-, para que andes de noche por la cocina robando despojos?
En pocas palabras: Guillermo se había despertado, había ido a buscarme no sé por qué razón, y al no encontrarme había sospechado que estaba haciendo alguna bravata en la biblioteca. Cuando se acercaba al Edificio por el lado de la cocina, había visto una sombra que salía en dirección al huerto (era la muchacha que se alejaba, quizá  porque había oído que alguien venía). Había tratado de reconocerla y de seguir sus pasos, pero ella (o sea, lo que para él era una sombra) había llegado hasta la muralla y había desaparecido. Entonces Guillermo  -después de explorar los alrededores- había entrado en la cocina y me había descubierto inconsciente.
Cuando, todavía aterrorizado, le señalé el envoltorio que contenía el corazón, y balbucí algo acerca de un nuevo crimen, se echó a reír:
-¡Pero Adso! ¿Qué hombre tendría un corazón tan grande? Es un corazón de vaca, o de buey; justo hoy han matado un animal. Mejor explícame cómo se encuentra en tus manos.
Oprimido por los remordimientos y atolondrado,  además, por el terror, no pude contenerme y prorrumpí en sollozos, mientras le pedía que me administrase el sacramento de la confesión. Así lo hizo y le conté todo sin ocultarle nada. Fray Guillermo me escuchó con mucha seriedad, pero con una sombra de indulgencia. Cuando hube acabado, adoptó una expresión severa y me dijo:
-Sin duda, Adso, has pecado, no sólo contra el mandamiento que te obliga a no fornicar, sino también contra tus deberes de novicio. En tu descargo obra la circunstancia de que te has visto en una de aquellas situaciones en las que hasta un padre del desierto se habría condenado. Y sobre la mujer como fuente de tentación ya han hablado bastante las escrituras. De la mujer dice el Eclesiastés que su conversación es como fuego ardiente, y los Proverbios dicen que se apodera de la preciosa alma del hombre, y que ha arruinado a los más fuertes. Y también dice el Eclesiastés: Hallé que es la mujer más amarga que la muerte y lazo para el corazón, y sus manos, ataduras. Y otros han dicho que es vehículo del demonio. Aclarado esto, querido Adso, no logro convencerme de que Dios haya querido introducir en la creación un ser tan inmundo sin dotarlo al mismo tiempo de alguna virtud. Y me resulta inevitable reflexionar sobre el hecho de que El les haya concedido muchos privilegios y motivos de consideración, sobre todo tres muy importantes. En efecto, ha creado al hombre en este mundo vil, y con barro, mientras que a la mujer la ha creado en un segundo momento, en el paraíso, y con la noble materia humana. Y no la ha hecho con los pies o las vísceras del cuerpo de Adán, sino con su costilla. En segundo lugar, el Señor, que todo lo puede, habría podido encarnarse directamente en un hombre, de alguna manera milagrosa, pero, en cambio, prefirió vivir en el vientre de una mujer, signo de que ésta no era tan inmunda. Y cuando apareció después de la resurrección, se le apareció a una mujer. Por último, en la gloria celeste ningún hombre será rey de aquella patria, pero sí habrá una reina, una mujer que jamás ha pecado. Por tanto, si el Señor ha tenido tantas atenciones con la propia Eva y con sus hijas, ¿es tan anorque también nosotros nos sintamos atraídos por las gracias y la nobleza de ese sexo? Lo que quiero decirte,Adso, es que, sin duda, no debes volver a hacerlo, pero que tampoco es tan monstruoso que hayas caído en la tentación. Y, por otra parte, que un monje, al menos una vez en su vida, haya experimentado la pasión carnal, para, llegado el momento, poder ser indulgente y comprensivo con los pecadores a quienes deberá aconsejar y confortar... pues bien, querido Adso, es algo que no debe desearse antes de que suceda, pero que tampoco conviene vituperar una vez sucedido. Así que, ve con Dios, y no hablemos más de esto. En cambio, para no pensar demasiado en algo que mejor será olvidar, si es que lo logras -y me pareció que en aquel momento su voz vacilaba, como ahogada por una
emoción muy profunda-, preguntémonos qué sentido tiene lo que ha sucedido esta noche. ¿Quién era esa muchacha y con quién tenía cita?
-Eso sí que no lo sé, y no he visto al hombre que estaba con ella.
-Bueno, pero podemos deducir quién era basándonos en una serie de indicios inequívocos. Ante todo, era un hombre feo y viejo, con el que una muchacha no va de buena gana, sobre todo si es tan hermosa como la describes, aunque me parece, querido lobezno, que en la situación en que te encontrabas cualquier bocado te habría sabido exquisito.
-¿Por qué feo y viejo?
-Porque la muchacha no iba con él por amor, sino por un paquete de riñones. Sin duda se trataba de una muchacha de la aldea, que, quizás no por primera vez, se entregaba a algún monje lujurioso por hambre, obteniendo como recompensa algo en que hincar el diente, ella y su familia.

Umberto Eco, El nombre de la rosa, www.ignaciodarnaude.com/textos_diversos/Eco,Umberto,El%20nombre%20de%20la%20rosa.pdf
Seleccionado por  Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato, curso 2015-2016.


El gran Gatsby, Scott Fitzgerald

Casi en la mitad del camino entre West Egg y Nueva York la carretera se une con la carrilera y corre a su lado durante un cuarto de milla, como huyendo de cierta desolada área de tierra. Es un valle de cenizas, una granja fantástica donde las cenizas crecen, como el trigo, en cerros, colina,, y grotescos jardines: un valle donde las cenizas toman la forma de casas, chimeneas y humo en ascenso, e incluso, con un esfuerzo trascendente, la de hombres grises que se mueven envueltos en la niebla, a punto de desplomarse y a través de la polvorienta atmósfera. De vez en cuando una hilera de autos grises pasa reptando a largo de un sendero invisible, emite un traqueteo fantasmagórico y se detiene, acto seguido unos hombres grises como la ceniza se trepan con palas plomizas y agitan una nube impenetrable que tapa su oscura operación a la vista. Pero encima de la tierra gris y de los espasmos del polvo desolado que todo el tiempo flota sobre ella, se pueden percibir, al cabo de un momento, los ojos del T.J. Eckleburg. Los ojos del T.J. Eckleburg son azules, y gigantescos, con retinas que miden una yarda. No se asoman desde rostro alguno sino tras un par de enormes anteojos amarillos, posándose sobre una nariz inexistente. Es evidente que el oculista chiflado y guasón los colocó allí a fin de aumentar su clientela del sector de Queens, y después se hundió en la ceguera eterna, los olvidó o se mudó. Pero sus ojos, un poco desteñidos por tantos días al sol y al agua sin recibir pintura, cavilan sobre el solemne basurero. Por uno de los lados el valle de las cenizas limita con un riachuelo fétido, y cuando se abre el puente levadizo para que pasen las barcazas, los pasajeros de los trenes que esperan pueden observar la deprimente escena, a veces hasta por media hora. Siempre es necesario hacer un alto allí, por lo menos de un minuto. Gracias a esta parada conocí por primera vez a la amante de Tom Buchanan. Donde quiera que lo conocían se hacia referencia al hecho de que Tom tenía una amante. A sus amigos les molestaba que se presentara con ella en los restaurantes más populares y que, dejándola sentada, fuera de mesa en mesa a conversar con cualquier conocido. Yo sentía cierta curiosidad por ver cómo era, aunque no tenía deseos de conocerla. Pero me tocó. Una tarde subí a Nueva York con Tom en tren, y al detenernos junto a los morros de ceniza, éste se levantó de un salto y, asiéndome del codo, literalmente me sacó del vagón.

Scott Fitzgerald, El gran Gatsby,  http://iesvelesevents.edu.gva.es/wptemp/wp-content/uploads/2013/03/Scott-Fitzgerald.-El-gran-Gatsby.pdf, capítulo II.
Sleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.