jueves, 29 de septiembre de 2011

Antígona, Sófocles

ANTÍGONA. Ni exhortaría ni tal vez, aunque estuvieses dispuesta en algún momento a intervenir, me ayudarías con agrado por mi parte. Sin embargo, resuelve como te parezca, que a aquél yo le enterraré. Es hermoso para mí morir haciendo esto. Con él iré a yacer querida, con un ser querido, tras llevar a cumplimiento un sagrado delito, porque mayor es el tiempo durante el que es preciso que dé satisfaccion a los de abajo más que a los de aquí, ya que allí estaré para siempre. Respecto a ti, si te parece, desprecia lo que es objeto de aprecio entre los dioses.
ISMENA. Yo no lo desprecio,pero de obrar contra los ciudadanos soy incapaz.
ANTÍGONA. Tú pon delante este pretexto, pero yo encaminaré mis pasos a disponer un enterramiento para mi hermano muy querido.
ISMENA. Bien,pero al menos a nadie des a conocer con antelación esta empresa,sino que trata de ocultarla, y yo tambien así.
ANTÍGONA. ¡Ay de mí! Decláralo. Mucho más odiosa me serás si te callas, si no lo proclamas a todos.
ISMENA. Caliente tienes el corazón en cosas que hielan.


Sófocles, Antígona, Madrid, ed. Alianza, año 2005, pág 174. Seleccionado por Olga Domínguez Martín, curso 2011/2012, segundo de Bachillerato

Cándido, Voltaire.

Cándido habíase traído de Cádiz un ayuda de cámara , de los que son tan comunes en las casas de España y en las colonias. Era un cuarentón español, hijo de un mestizo de Tucumán, y había sido niño de coro, sacristán, marinero, monje, comisionista, soldado y lacayo. Se llamaba Cacambo y quería mucho a su amo porque éste era un buen hombre. Ensilló a toda prisa dos caballos andaluces.
-Vamos, mi amo, sigamos el consejo de la veja: partamos y corramos sin mirar atrás.
Cándido derramó lágrimas.
-¡Oh, mi amada Cunegunda! -exclamó-; tener que abandonaros cuando el gobernador iba a disponer nuestra boda... ¿Qué va a ser de ella, aquí, en donde no conoce a nadie?
-Que se arregle como pueda -dijo Camacho-;las mujeres siempre tienen algún recurso; Dios proveerá...; corramos.
-¿Adónde me llevas? ¿Adónde vamos? ¿Qué haremos sin Cunegunda? -preguntó Cándido.
-¡Por Santiago de Compostela! -juró Camacho-, veníais a hacerle la guerra a los jesuitas, pues pasémonos al enemigo. Yo conozco bien los caminos, os guiaré a su reino y se alegrarán mucho de poder contar entre ellos con un capitán que sabe hacer el ejercicio a la búlgara. Haréis una fortuna prodigiosa; además, cuando un mundo nos niega lo que buscamos, hay que tratar de encontrarlo en otro. Y hacer cosas nuevas es siempre muy agradable.
-¿Con que ya has estado en Paraguay? -preguntóle Cándido.
-¡Ya lo creo! -contestó Cacombo-; fui fámulo en el colegio de la Asunción y conozco el gobierno de los padres como las calles de Cádiz. El gobierno de estas gentes es algo admirable. El reino tiene más de trescientas leguas de diámetro y está dividido en treinta provincias. Los curas lo poseen todo; los pueblos, nada; ésta es la obra maestra de la razón y de la justicia. En mi opinión, no hay cosa más divina que los padres; aquí hacen la guerra a los reyes de España y Portugal y en Europa lo confiesan. Aquí matan a los españoles y en Madrid los envían al cielo. Esto es sunblime...; caminemos. Seréis el más dichoso entre los hombres. ¡Qué placer tendrán los padres cuando sepan que les ha llegado un capitán que sabe hacer el ejército a la búlgara!

Voltaire, Cándido, páginas 38 y 39. UNIDAD EDITORIAL, S.A. Madrid. Año 1999. Seleccionado por Javier Muñoz Castaño, segundo de Bachillerato, curso 2011-2012.

Nana, Émile Zola.

Vandeuvres habá mirado a Faucherry. Ambos se hallaban detrás del marqués y lo olfateaban. Cuando Vandeuvres pudo cogerlo a parte, para hablarle de aquellaa agraciada persona a la que llevaba al campo, manifestó una gran sorpresa. Acaso lo habían vist con la baronesa Decker , en cuya casa pasaba a veces algunos días, en Virofly. Como única venganza preguntóle Vendeuvres bruscamente:
-Oiga, ¿por dónde ha pasado? Lleva el codo cubierto de telarañas y yeso.
-El codo -murmuró el marqués, algo turbado-. ¡Pues es verdad!... Un poco de suciedad... Se me habrá
pegado bajando de mi cuarto.
Íbanse algunas personas. Eran casi las doce . Sin hacer ruido dos criados recogían las tazas vacías y los platos de pastelillos. Las señoras habían vuelto ha formar su corrillo, más estrecho ahora, frente a la chimenea, y hablaban con más abandono que languidez de aquel final de velada. Adormilábase el mismo salón, unas sombras lentas caían de las paredes. Entoces habló Faucherry de marcharse. Sin embargo, se volvía a distraer mirando a la condesa Sabine . Descansaba ésta de sis cuidados de ama de casa, en su sitio acostumbrado, silenciosa, puestos los ojos en un tizón que se iba consumiendo en brasa, tan blanco y tan hermético el semblante, que le volvía las dudas al periodista. Con el resplandor del fuego, tomaba un matiz rubio del vello negro del lunar que tenía junto a la comisura de los labios. Era absolutamente el lunar de Nana, hasta en el color. No pudo por menos de comentárselo, al oido, a Vandeuvres. Sí que era verdad; nunca había reparado en ello. Y prosiguieron el paralelo entre Nana y la condesa. Ambos les encontraban un vago parecido en el mentón y en la boca; pero los ojos eran del todo distintos. Además Nana parecía buena chica, mientras que la condesa, cualquiera sabía, diríase una gata dormida. con las garras escondidas y las patas ligeramente agitadas por un temblor nervioso.

        Émilie Zola, Nana, Barcelona, ed. Planeta, año 1985, pág 68.
        Seleccionado por Luis Francisco Galindo Cano, curso 2011-2012, Segundo de Bachillerato.

Nadja, André Breton

Muchas veces he vuelto a ver a Nadja, su pensamiento se me ha hecho aún más inteligible, y su expresión ganó en agilidad, en originalidad, en profundidad. Es muy posible que al mismo tiempo el desastre irreparable que arrastraba consigo una parte de ella misma, la más humanamente precisa, ese desastre que advertí aquel día, me haya alejado paulatinamente de ella. Maravillado como yo continuaba estando por esta manera suya de conducirse sin más apoyos que la más pura intuición y que siempre resultaba prodigiosa, también me sentía cada vez más alarmado notando que, cuando la dejaba, volvía a ser presa del torbellino de aquella vida que continuaba en su exterior, y que se ensañaba con ella para conseguir, entre otras concesiones, que comiera o durmiera. Durante algún tiempo intenté procurarle los medios para ello, puesto que además ella tan sólo podía esperarlos de mí. Pero como algunos días parecía que vivía con mi sola presencia, sin hacer el menor caso de lo que le decía, ni tampoco darse cuenta en absoluto, cuando ella me contaba cosas intrascendentes o se callaba, de mi aburrimiento, dudo mucho de la influencia que he podido ejercer sobre ella para ayudarla a resolver normalmente esta clase de dificultades.
En vano multiplicaría yo ahora todos los ejemplos de hechos insólitos que, aparentemente, tan sólo podían concernirnos a nosotros, y que me predisponen en favor de cierta clase de finalismo que permitiría explicar la particularidad de cada acontecimiento del mismo modo que algunos han pretendido, irrisoriamente, explicar la particularidad de cada cosa, de hechos, insisto, de los que Nadja y yo hayamos sido testigos simultáneamente o de los que uno solo de los dos haya sido testigo. Solo quiero recordar, al hilo de los días, algunas frases pronunciadas ante mí o escritas de un tirón ante mis ojos por ella, frases en las que mejor vuelvo a encontrar el tono de su voz y cuya resonancia se mantiene tan fuerte en mi interior.



André Breton, Nadja, Madrid, ed. Catedra, año 1997, pág. 196
Seleccionado por Olga Domínguez Martín, curso 2011-2012. segundo de Bachillerato.