viernes, 1 de marzo de 2013

De ratones y hombres, sección I. John Steinbeck.

Unas millas al sur de la soledad, el río Salinas se ahonda junto a la margen de la ladera y discurre verde y profundo. El agua es tibia porque ha pasado centelleante por arenas soleadas y amarillas antes de llegar a la estrecha charca. A un lado del río, las doradas pendientes de las estribaciones se curvan hacia arriba hasta los enhiestos y rocosos montes Gabilan, pero por la parte del valle, el agua está bordeada de árboles: de sauces verdes y frescos cada primavera, con depósitos de la crecida del invierno prendidos en las junturas de sus hojas más bajas, y de plátanos de troncos blancos y veteados, unos recostados, otros arqueándose por encima de la charca. En la margen arenosa, bajo los árboles, hay tal espesor de hojarasca que las lagartijas arman gran ruido al correr por ella. Los conejos salen de la maleza a sentarse en la arena al anochecer, y la franja llana y húmeda se cubre de huellas nocturnas de mapache, de rastros en forma de almohadillas de los perros de las ranchos, y de las marcas en forma de cuña partida de los ciervos que acuden a beber amparados en la oscuridad.
Hay un sendero a través de los sauces y entre los plátanos , un sendero muy hollado por los chicos que vienen de los ranchos a nadar en la profunda charca y por los vagabundos que, al anochecer, bajan cansinos de la carretera a acampar cerca del agua, Delante de la rama baja y horizontal de un plátano gigantesco, hay un montón de ceniza, producto de numerosas hogueras; la rama se ha alisado de tanto sentarse los hombres en ella.



John Steinbeck, De hombres y ratones, sección II, Aula de Literatura Vicens Vives. Seleccionado por Natalia Sánchez Martín,  segundo de Bachillerato, curso 2012/2013.

La Perla, capítulo II. John Steinbeck

La ciudad estaba situada en un ancho estuario, y sus viejos edificios de fachadas amarillas bordeaban la playa. Y, sobre la playa, se varaban las canoas blancas y azules que venían de Nayarit, canoas perversas durante generaciones por un emplasto impermeable y duro, a modo de caparazón, cuya fórmula mantenían en secreto los pescadores. Eran canoas altar y elegantes, de proa y popa curvilíneas, y con un anclaje en el centro en donde se podía colocar un mástil para sostener una pequeña vela latina.
La playa era de arena dorada aunque, junto a la orilla, había montones de conchas y algas que la cubrían.Los cangrejos violín hacía burbujas y escupían en sus agujeros en la arena y, en los bajíos, las langostas más pequeñas entraban y salían de los diminutos hogares que tenían entre las rocas y la arena.
El fondo marino era rico en criaturas que reptaban y nadaban y crecían. Las algas pardas ondulaban por efecto de las suaves corrientes, las verdes ovas marinas se inclinaban mientras que los caballitos de mar se adherían a sus tallos. Los moteados botetes, peces venenosos, se encontraban en el fondo por entre las ovas marinas, y los cangrejos multicolores nadaban y se escabullían por encima de los peces.
En la plata los perros y cerdos hambrientos de toda la ciudad buscaban sin descanso cualquiera clase de pez o ave marina muertos y que la marea hubiera arrastrado hasta allí.
Aunque aún era muy temprano, el brumoso espejismo había hecho ya acto de presencia. El aire incierto que aumentaban algunas cosas y desleía otras pendía sobre el Golfo, de forma que todas las imágenes eran irreales y no se podía confiar en lo que se veía. El mar y la tierra tenían la deslumbrante claridad  y  la confusa vaguedad de un sueño. A esto podría deberse que la gente del Golfo crea en las cosas del espíritu y en las cosas de la imaginación y. sin embargo, desconfía de sus propios ojos a la hora de calcular distancias o de discernir los perfiles de las cosas o de exigir precisión a la vista.
Al otro lado del estuario, si se miraba desde la ciudad, se distinguía un terreno con mangles claramente definido, como si lo viéramos con un telescopio y, al mismo tiempo, otro bosquecillo de mangles semejaba un confuso borrón verdinegro. Una parte de la orilla opuesta desaparecía tras una luz trémula que parecía agua. No había certidumbre respecto a lo que se veía, ni prueba alguna de que lo que se vería estuviera allí en realidad o no. Y la gente del Golfo creía que en todas partes pasaba igual, y no les parecía nada extraño. Una neblina cobriza se extendía sobre el agua y el cálido sol de la mañana caía sobre ella y la hacía vibrar de un modo deslumbrante.

John Steinbeck, La Perla, capítulo II, Aula de Literatura Vicens Vives. Seleccionado por Esther Hernández Calvo, segundo de Bachillerato, curso 2012/2013.

Señales de lluvia, Kim S.Robinson

Leo Mulhouse besó a su esposa, Roxane, y abandonó el dormitorio. En el salón, la luz estaba a medio camino entre la noche y la aurora. Salió al balcón: gaviotas gritando, el estruendo del oleaje contra el acantilado de abajo. La inmensa placa gris del océano Pacífico.
   Leo se había casado con esa espectacular casa, por así decirlo: Roxanne la había heredado de su madre. A Leo le encantaba la vista que ofrecía del borde del acantilado en Leucadia, California, pero el pequeño patio de hierba del porche de la segunda planta sólo tenía unos cinco metros de ancho, y luego se abría un abismo de aire sobre el océano gris y espumoso, a veinticinco metros por debajo. Y no era un acantilado muy estable. Deseó que hubieran puesto la casa un poco más atrás.
   De nuevo en el interior, llenó de café su termo de viaje y bajó al coche. Descendió por Europa, dejó atrás Pannikin y giró a la derecha, en dirección al trabajo.
   La carretera Pacific Coast, en el condado de San Diego, constituía un bonito trayecto al amanecer. Era hermosa hiciera el tiempo que hiciera: en los días de sol, con toda la gama de azules pálidos subiendo desde el mar y nubes dispersas y ensartadas por rayos de luz, o en mañanas lluviosas o de niebla, cuando la limitada pero rica paleta de grises teñía la vista con las gradaciones más sutiles.


Kim S.Robinson, Señales de lluvia, seleccionado por Laura Mahíllo, segundo de Bachillerato, curso 2012/13, editorial minotauro.

Tortilla Flat, John Steinbeck


Cuando el sol se alejaba de los pinos y el suelo estaba cálido y el rocío de la noche se secaba en las hojas de los geranios, Danny salió al porche para sentarse y meditar bajo el calor del sol sobre algunos acontecimientos.Se quitó los zapatos dejándolos caer y meneó los dedos del pie sobre las tablas calientes del porche. Había estado paseando por la mañana temprano y había observado el cuadrado negro de cenizas y las cañerías retorcidas de lo que había sido su otra cosa. Se había dejado llevar por un enfado convencional contra sus descuidados amigos y se había lamentado momentáneamente de la esencia transitoria de las propiedades espirituales. Había pensado en la ruina de su posición como hombre que posee una casa de alquiler; y después de haber satisfecho y alejado todo este alboroto de emociones necesarias y decentes, pudo al fin recobrar su  verdadero sentimiento, el de alivio por haberse librado por fin de una de sus cargas.
- Si la casa estuviera allí todavía, sentiría codicia por el alquiler- pensó- . Mis amigos han estado distantes conmigo porque me debían dinero. Ahora podemos volver a ser libres y felices.
Pero Danny sabía que debía disciplinar un poco a sus amigos, o le considerarían blando. Por tanto, al sentarse en el porche espantado las moscas con un movimiento de la mano, que suponía más un aviso que una amenza para las moscas, repasó las cosas que tenía que decir a sus amigos antes de permitirles volver al corral de su afecto . Debía indicarles que él no era un hombre del que podían aprovecharse. Pero que anhelaba acabar con todo el pasado y volver a ser el Danny al que todos querían, el Danny a quien la gente buscaba cuando tenía un galón de vino y un trozo de carne. Como propietario de dos casas, se le había considerado rico, y se había perdido muchas buenas oportunidades.


John Steinbeck, Tortilla Flat, pág 55-56,  editorial Acento, seleccionado por Beatriz Iglesias, segundo de Bachillerato , curso 2012/2013