lunes, 24 de marzo de 2014

Anna Karénina, Leon Tolstoi


                                                   Capítulo XIV

      Pero en aquel instante entró la princesa. El espanto se pintó en su rostro al ver a su hija y a Lievin solos con los semblante alterados. Lievin se inclinó sobre ella sin proninciar palabra. Kiti guardó silencio y no se atrevió a levantar la vista. "Gracias a Dios, le ha dicho que no", pensó la princesa, y reapareció en sus labios la sonrisa con que acogía a sus invitados de los jueves. Se sentó y hizo preguntas a Lievin sobre su vida en el campo. Lievin tomó asiento, a su vez, resuelto a esperar hasta que llegaran otras personas para irse él sin llamar la atención.
      Cinco minutos después anunciaron a la condesa Nordston,que era amiga de Kiti que se había casado el invierno pasado.
      Era una mujer muy delgada, de tez amarillenta y brillantes ojos negros, nerviosa y enfermiza. Quería a Kiti, y el afecto que profesaba a ésta, como el que siente toda mujer casada por una joven soltera, se traducía en un vivo deseo de casarla según su ideal. Le gustaba Vronski para marido de Kiti, Lievin, a quien había hallado muchas veces en casa de los Scharbatski a principios de invierno, le era profundamente atinpático, y aprovechaba todas las ocasiones que se le ofrecían para burlarse de él. "Me gusta verle cuando me mira con ese aire de superioridad suyo e interrumpe su bello discurso, porque me cree muy tonta. Pocas veces se digna a dirigirme la palabra. ¡Mejor! ¡Me alegro de que me deteste!"
     En efecto, Lievin la odiaba y la despreciaba lo que ella creía eran sus méritos: sus nervios, su sutil desdén, la indiferencia que mostraba por todo lo que ella juzgaba que era material y grosero. Habíase, pues, establecido entre ambos un género de relaciones bastante común en la sociedad. Bajo apariencias amistosas, se despreciaban hasta el punto de no poder tomarse algo en serio el uno al otro ni ofenderse mutuamente.
     La condesa recordó que, en cierta ocasión Lienvin comparó Moscú con Babilonia y se dispuso a mortificarle.
    -Veo que el amigo Konstantín Dmítrich ha vuelto a nuestra abobinable Babilonia-dijo, teniendo a Lievin su manita amarillenta-. ¿Es porque se ha purificado Babilonia o porque se a pervertido usted?
    -Mucho me halaga, condesa, que recuerde mis palabras-respondió Lievin en el tono agridulce que solía hablar a la condesa-. Habré de cree que le impresionan profundamente.
    -¡Figúrese! ¡Hasta me las apunto! ¿Has patinado hoy, Kiti?




Tolstoi Lev, Anna Karénina, capítulo XIV, ed catedra, páginas 110-111. Seleccionado por Laura Tovar García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.



Moby Dick, Herman Melville

                                           CAPÍTULO XXII
                                         
                                          FELIZ NAVIDAD

      Al fin, hacia mediodía, después de despedir por último a los aparejadores del barco, y después que el Pequod fue halado del muelle, y después que la siempre preocupada Caridad nos alcanzó en una lancha ballenera con su último regalo -un gorro de dormir para Stubb, el segundo oficial, cuñado suyo, y una Biblia de repuesto para el mayordomo-, después de todo eso, los dos capitanes Peleg y Bildad salieron de la cabina, y Peleg, dirigiéndose al primer oficial, dijo:
       -Buebo, señor Starbuck, ¿está usted seguro de que todo está bien? El capitán Ahab está preparado: acabo de hablar con él. ¿No hay más que recibir de tierra, eh? Bueno, llame a todos a cubierta, entonces. Póngalos aquí para pasar revista, ¡ malditos sean !
       -No hay necesidad de palabras profanas, aunque haya mucha prisa, Peleg -dijo Bildad-, pero ve allá, amigo Starbuck, y cumple nuestro deseo.
      ¡Cómo era eso! Aquí, a punto mismo de partir para el viaje, el capitán Bildad andaban por la toldilla como unos señores, igual que si fueran a ser conjuntamente los capitanes de la travesía, como para todo lo demás lo eran en el puerto. Y, en cuanto al capitán Ahab, todavía no se veía ni señal de él; solamente decían que estaba en la cabina. Pero, entonces, había que pensar que su presencia no era en absoluto necesaria para que el barco levara el ancla y saliesen con facilidad al mar.


Herman Melvilles, Moby Dick, editorial Planeta, colección Clásicos Universales Planeta, páginas 132-133, seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de Bachillerato curso 2013-2014.

Guerra y paz, León Tolstoi



Capítulo IV


Pierre estaba sentado frente a Dólojov y a Nikolai Rostov. Como de costumbre, comía y bebía mucho y con avidez. Pero quienes le conocían bien, notaban en él una gran transformación. Guardó silencio durante toda la comida; entornando los ojos y fruncindo el ceño, mientras miraba en derredor o a veces, con la mirada perdida en el espacio, e acariciaba el puente de la nariz. Su rostro estaba triste y sombrío: Diríase que ni veía ni escuchaba nada de cuanto ocurría a su alrededor y que estaba sumergido en algún pensamiento tan penoso como dificil de resolver.
El problema que le atormentaba era la alusión de la princesa a las intimidades de Dólojov con su mujer y una carta anónima recibida aquella mañana, en la que se le decía -con la vileza festiva propia de todas las cartas anónimas- que veía mal aunque usara lentes y que las relaciones de su mujer con Dólojov no eran secretas más que para él. Pierre no creyó en absoluto ni las alusiones de la princesa ni la carta, pero le resultaba violentísimo mirar en aquel momento a Dólojov, sentado frente por frente. Cada vez que por casualidad se encontrab con los bellos e insolentes ojos de Dólojov, en su espíritu se levantaba algo monstruoso y terrible que le forzaba a esquivar cuanto antes aquella mirada. Recordando el pasado de su mujer y las relaciones con Dólojov, Pierre se daba cuenta de que lo que decía la carta podía ser verdad, o al menos podía parecer verosímil, si no se tratara de su mujer. Recordaba que Dólojov, repuesto en su grado y destino después de la cmpaña, al volver a San Petesburgo había acudido a su casa. Aprovechándose de que antes habían sido compañeros de francachelas, Dólojov había ido en su busca, y Pierre le había ofrecido albergue y prestado dinero. Recordaba ahora el desagrado de Elena,que se quejaba sonriente de que Dólojov estuviera en su casa, y las cínicas alabanzas que el huésped hacía de la belleza de su mujer y que, por último, desde entonces, hasta su viaje a Moscú, no se había separado de ellos ni un solo instante.


León Tolstoi, Guerra y paz. Libro segundo, Primera parte, Capítulo IV, Editorial Planeta, Barcelona 1988, página 377. Seleccionado por Adrián Hernández García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

Los hermanos Karamázov, Fiódor Dostoievski

        La casa de Fiódor Pávlovich Karamázov no estaba situada, ni mucho menos, en el centro de la ciudad, pero tampoco se encontraba en los extremos. Era bastante vieja, aunque su aspecto exterior resultaba agradable: era una casa de una planta, con desván, pintada de gris, tachada con planchas de hierro pintadas de rojo. De todos modos, aún había casa para mucho tiempo y era espaciosa y confortable. Tenía muchas pequeñas piezas para guardar trastos, escondrijos diversos e inesperadas escaleritas. Había ratas, pero a Fiódor Pávlovich las ratas no le molestaban mucho: "Así no resultan tan aburridas las veladas, cuando uno se queda solo". En efecto, tenía la costumbre de mandar a los criados a que pasaran la noche en un pabellón aparte y él se encerraba solo en la casa. Dicho pabellón se levantaba en el patio, era vasto y sólido; en él mandó construir Fiódor Pávlovich la cocina, aunque también tenía una cocina en casa, pero el olor de los guisos le desagradaba, y tanto en invierno como en verano se hacía llevar la comida a través del patio. La casa había sido construida para una gran familia y habrían podido acomodarse en ella en número cinco veces mayor señores y criados. En la época de nuestro relato, en la casa no vivían más que Fiódor Pávlovich e Iván Fiódorovich, y el pabellón de la servidumbre lo ocupaban sólo tres criados: el viejo Grigori, la vieja Marfa, su mujer, y Smerdiákov, todavía joven. 



  Dostoievski Fiódor, Los hermanos Karamázov. ed. Planeta, col. Clásicos Universales Planeta, Barcelona, 1988, página 118.
     Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.

Los tres mosqueteros, Alexandre Dumas


XXIII.-LA CITA

       D´Artagnan volvió a su casa corriendo, y , aunque eran más de las tres de la mañana y debía atravesar los peores barrios de París, no tuvo ningún mal encuentro. Como es sabio, siempre hay una Providencia para los borrachos y para los enamorados.
       Encontró la puerta principal de su casa entreabierta, subió por la escalera y llamó suavemente de la forma convenida entre él y su lacayo. Planchet, al que había despedido dos horas antes del Palacio de la Villa diciéndole que le esperase en casa, salió a abrir la puerta.
       -¿Ha traído alguien una carta para mí? -pregunto con vivo interés D´Artagnan.
       -Nadie ha traído ninguna carta, señor -respondió Planchet-: pero hay una que ha venido sola.
       -¿Qué quieres decir, necio?
       - Quiero decir que, al regresar, a pesar de llevar la llave de vuestra casa en el bolsillo y no haberme separado de ella, encontré una carta sobre el tapete verde de la mesa de vuestra alcoba.
       -¿Y dónde está esa carta?
       -La dejé donde estaba, señor. No es normal que las cartas entren así en las casas de la gente. Si aún la ventana hubiese estado abierta, o sólo entreabierta, no diría nada; pero no: todo estaba herméticamente cerrado. Señor, tened cuidado, porque no hay duda de que existe un misterio en todo esto.
       Mientras tanto, el joven se había precipitado en la alcoba y estaba abriendo la carta; era de la señora Bonacieux y estaba escrita en estos términos:

       "Alguien os está profundamente agradecido y quiere hacéroslo saber personalmente. Aguarda esta noche sobre las diez en San Claudio, frente al edificio levantado en el ángulo de la casa del señor Estrées.
                       
                                                                                                                                               C . B ."

       Al leer esta carta, D´Artagnan sentía que su corazón se dilataba y se encogía con ese dulce espasmo que tortura y acaricia el corazón de los amantes.
       Era la primera carta de amor que recibía, la primera cita que se le concertaba. Su corazón, ebrio de dicha, estaba a punto de desfallecer en el umbral de ese paraíso terreno al que llamamos amor.
       -¿Lo veis,señor? -comentó Planchet, que había visto a su amo enrojecer y palidecer sucesivamente-. ¿Veis cómo adiviné que sería algún asunto molesto?
       -Te equivocas, Planchet -respondió D´Artagnan-,y, en prueba de ello, aquí tienes un escudo para que bebas a mi salud.
       -Doy las gracias al señor por el escudo que me da y le prometo seguir exactamente sus instrucciones; pero no por eso es menos verdad que las cartas que entran así en casas cerradas...
       -Caen del cielo, amigo mío, caen del cielo.
       -Entonces ¿el señor está contento?-preguntó Planchet.
       -Querido Planchet: ¡soy el más feliz de los hombres!
       -Y ¿puedo aprovechar la felicidad del señor para irme a acostar?
       -Sí, ve.
       -Que todas las bendiciones del cielo caigan sobre el señor, pero no me parece menos cierto que esa carta...
       Y Planchet se retiró sacudiendo la cabeza con semblante de duda, una duda que la liberalidad de D´Artagnan leyó y releyó la nota: luego besó una y  veinte veces esas líneas trazadas por la mano de su bella amada. Finalmente, se acostó, se durmió y tuvo sueños dorados.
       A las siete de la mañana, se levantó y llamó a Planchet, quien, a la segunda llamada, abrió la puerta y apareció con el rostro aún algo ensombrecido por las inquietudes de la víspera.
       -Planchet -le dijo D´Artagnan-, me voy quizás para todo el día. Así pues, estás libre hasta las siete de la tarde; pero, a las siete, estate preparado con dos caballos.
       -¡Ya estamos! -comentó Planchet-. Parece que iremos otra vez a que nos atraviesen la piel por varios sitios.
       -Tomarás tu mosquetón y tus pistolas.
       -¡Vaya!¿ Qué decía yo? -exclamó Planchet-. No podía ser de otro modo. ¡Maldita carta!
       -Pero, tranquilízate, necio: se trata de simplemente un viaje de placer.
       -¡Sí! Como los viajes de placer del otro día, cuando llovían las balas y menudeaban las emboscadas.
       -Claro que, si tenéis miedo, señor Planchet -replicó D´Artagnan-, iré sin vos; prefiero viajar solo a llevar un compañero que tiemble.
       -El señor me ofende -dijo Planchet- , porque creo que ya me ha visto en acción.
       -Sí, pero pensé que habías agotado todo tu coraje en aquella ocasión.
       -El señor comprobará que todavía me queda; únicamente ruego al señor que no lo utilice demasiado a ,menudo, si quiere que me dure mucho tiempo.
       -Entonces ¿crees que te queda algo para emplearlos esta noche?
       -Así lo espero.
       -¡Muy bien! Cuento contigo.
       -A la hora fijada, yo estaré preparado: pero yo pensaba que le señor no tenía más que un caballo en el establo de la guardia.
       -Tal vez haya sólo en este preciso momento, pero, para esta noche, habrá cuatro.
       -¡Parece que hicimos un viaje de remonte!
       -Justamente -respondió D´Artagnan.
       Y, tras hacer Planchet el último gesto de recomendación, salió.
       El señor Bonacieux se hallaba ante su puerta. La primera reacción de D´Artagnan fue seguir adelante, sin hablar al digno mercero; pero éste le dedicó un saludo tan sincero y amable que su inquilino se vio forzado no sólo a devolvérselo, sino incluso a entablar conversación con él.
       Por otra parte. ¡cómo no sentirse condescendiente con un marido cuya mujer os ha concertado una cita para esa misma noche en San Claudio, frente al edificio del señor Estrées! D´Artagnan se acercó con los ademanes más amables que pudo adoptar.
       La conversación recayó, como es natural, sobre el encarcelamiento del pobre hombre. El señor Bonacieux, ignorante de que D´Artagnan hubiese escuchado su conversación con el desconocido de Meung, relató a su joven inquilino las persecuciones de ese monstruo del señor Laffemas, a quien no cesó de calificar durante todo su relato con el apelativo de verdugo de cardenal, y se extendió ampliamente sobre la Bastilla, sus cerrojos, sus calabozos, sus carceleros, sus tragaluces, sus rejas y sus instrumentos de tortura.


       Dumas Alexandre, Los tres mosqueteros, capítulo XXIII. "La cita", editorial Everest, León, 2006, páginas 143-144. Seleccionado por Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato curso, 2013-2014