lunes, 24 de marzo de 2014

Los tres mosqueteros, Alexandre Dumas


XXIII.-LA CITA

       D´Artagnan volvió a su casa corriendo, y , aunque eran más de las tres de la mañana y debía atravesar los peores barrios de París, no tuvo ningún mal encuentro. Como es sabio, siempre hay una Providencia para los borrachos y para los enamorados.
       Encontró la puerta principal de su casa entreabierta, subió por la escalera y llamó suavemente de la forma convenida entre él y su lacayo. Planchet, al que había despedido dos horas antes del Palacio de la Villa diciéndole que le esperase en casa, salió a abrir la puerta.
       -¿Ha traído alguien una carta para mí? -pregunto con vivo interés D´Artagnan.
       -Nadie ha traído ninguna carta, señor -respondió Planchet-: pero hay una que ha venido sola.
       -¿Qué quieres decir, necio?
       - Quiero decir que, al regresar, a pesar de llevar la llave de vuestra casa en el bolsillo y no haberme separado de ella, encontré una carta sobre el tapete verde de la mesa de vuestra alcoba.
       -¿Y dónde está esa carta?
       -La dejé donde estaba, señor. No es normal que las cartas entren así en las casas de la gente. Si aún la ventana hubiese estado abierta, o sólo entreabierta, no diría nada; pero no: todo estaba herméticamente cerrado. Señor, tened cuidado, porque no hay duda de que existe un misterio en todo esto.
       Mientras tanto, el joven se había precipitado en la alcoba y estaba abriendo la carta; era de la señora Bonacieux y estaba escrita en estos términos:

       "Alguien os está profundamente agradecido y quiere hacéroslo saber personalmente. Aguarda esta noche sobre las diez en San Claudio, frente al edificio levantado en el ángulo de la casa del señor Estrées.
                       
                                                                                                                                               C . B ."

       Al leer esta carta, D´Artagnan sentía que su corazón se dilataba y se encogía con ese dulce espasmo que tortura y acaricia el corazón de los amantes.
       Era la primera carta de amor que recibía, la primera cita que se le concertaba. Su corazón, ebrio de dicha, estaba a punto de desfallecer en el umbral de ese paraíso terreno al que llamamos amor.
       -¿Lo veis,señor? -comentó Planchet, que había visto a su amo enrojecer y palidecer sucesivamente-. ¿Veis cómo adiviné que sería algún asunto molesto?
       -Te equivocas, Planchet -respondió D´Artagnan-,y, en prueba de ello, aquí tienes un escudo para que bebas a mi salud.
       -Doy las gracias al señor por el escudo que me da y le prometo seguir exactamente sus instrucciones; pero no por eso es menos verdad que las cartas que entran así en casas cerradas...
       -Caen del cielo, amigo mío, caen del cielo.
       -Entonces ¿el señor está contento?-preguntó Planchet.
       -Querido Planchet: ¡soy el más feliz de los hombres!
       -Y ¿puedo aprovechar la felicidad del señor para irme a acostar?
       -Sí, ve.
       -Que todas las bendiciones del cielo caigan sobre el señor, pero no me parece menos cierto que esa carta...
       Y Planchet se retiró sacudiendo la cabeza con semblante de duda, una duda que la liberalidad de D´Artagnan leyó y releyó la nota: luego besó una y  veinte veces esas líneas trazadas por la mano de su bella amada. Finalmente, se acostó, se durmió y tuvo sueños dorados.
       A las siete de la mañana, se levantó y llamó a Planchet, quien, a la segunda llamada, abrió la puerta y apareció con el rostro aún algo ensombrecido por las inquietudes de la víspera.
       -Planchet -le dijo D´Artagnan-, me voy quizás para todo el día. Así pues, estás libre hasta las siete de la tarde; pero, a las siete, estate preparado con dos caballos.
       -¡Ya estamos! -comentó Planchet-. Parece que iremos otra vez a que nos atraviesen la piel por varios sitios.
       -Tomarás tu mosquetón y tus pistolas.
       -¡Vaya!¿ Qué decía yo? -exclamó Planchet-. No podía ser de otro modo. ¡Maldita carta!
       -Pero, tranquilízate, necio: se trata de simplemente un viaje de placer.
       -¡Sí! Como los viajes de placer del otro día, cuando llovían las balas y menudeaban las emboscadas.
       -Claro que, si tenéis miedo, señor Planchet -replicó D´Artagnan-, iré sin vos; prefiero viajar solo a llevar un compañero que tiemble.
       -El señor me ofende -dijo Planchet- , porque creo que ya me ha visto en acción.
       -Sí, pero pensé que habías agotado todo tu coraje en aquella ocasión.
       -El señor comprobará que todavía me queda; únicamente ruego al señor que no lo utilice demasiado a ,menudo, si quiere que me dure mucho tiempo.
       -Entonces ¿crees que te queda algo para emplearlos esta noche?
       -Así lo espero.
       -¡Muy bien! Cuento contigo.
       -A la hora fijada, yo estaré preparado: pero yo pensaba que le señor no tenía más que un caballo en el establo de la guardia.
       -Tal vez haya sólo en este preciso momento, pero, para esta noche, habrá cuatro.
       -¡Parece que hicimos un viaje de remonte!
       -Justamente -respondió D´Artagnan.
       Y, tras hacer Planchet el último gesto de recomendación, salió.
       El señor Bonacieux se hallaba ante su puerta. La primera reacción de D´Artagnan fue seguir adelante, sin hablar al digno mercero; pero éste le dedicó un saludo tan sincero y amable que su inquilino se vio forzado no sólo a devolvérselo, sino incluso a entablar conversación con él.
       Por otra parte. ¡cómo no sentirse condescendiente con un marido cuya mujer os ha concertado una cita para esa misma noche en San Claudio, frente al edificio del señor Estrées! D´Artagnan se acercó con los ademanes más amables que pudo adoptar.
       La conversación recayó, como es natural, sobre el encarcelamiento del pobre hombre. El señor Bonacieux, ignorante de que D´Artagnan hubiese escuchado su conversación con el desconocido de Meung, relató a su joven inquilino las persecuciones de ese monstruo del señor Laffemas, a quien no cesó de calificar durante todo su relato con el apelativo de verdugo de cardenal, y se extendió ampliamente sobre la Bastilla, sus cerrojos, sus calabozos, sus carceleros, sus tragaluces, sus rejas y sus instrumentos de tortura.


       Dumas Alexandre, Los tres mosqueteros, capítulo XXIII. "La cita", editorial Everest, León, 2006, páginas 143-144. Seleccionado por Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato curso, 2013-2014

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