lunes, 29 de septiembre de 2014

El tambor de hojalata, Günter Grass

LA MARIPOSA Y LA BOMBILLA

       Leí a Bruno una parte de mi relato de la balsa, rogándole que fuera objetivo, le formulé mi pregunta.
       -¡Hermosa suerte! -dijo Burno entusiasmado, y acto seguido empezó, sirviéndose de sus cordeles, a plasmar a mi abuelo ahogado en uno de sus muñecos de nudos. Debería darme por satisfecho con su respuesta y no permitir que mis pensamientos temerarios emigren a América en pos de una herencia.
        Mis amigos Klepp y Vittlar vinieron a verme. Klepp me trajo un disco de jazz con King Oliver en las dos caras; Vittlar me ofreció con mucha afectación un corazón de chocolate suspendido de una cinta de color de rosa. Hicieron toda clase de bromas, parodiaron algunas escenas de mi proceso, y yo, por mi parte, para ponerlos contentos, me mostré de buen humor y me reí aun con sus chanzas más estúpidas. Pero como sin querer, y antes de Klepp pudiera dar comienzo a su inevitable conferencia didáctica sobre las conexiones entre el jazz y el marxismo, conté la historia de un hombre que el año trece, osea antes de que todo el lío empezara, fue a parar bajo una balsa interminable y no volvió a aparecer, sin que nunca llegara a hallarse su cadáver.




       Günter Grass, El tambor de hojalata. Editorial, Santillana Ediciones Generales, S.L. página, 44.
       Seleccionado por Alejandro López Sánchez. Segundo de bachillerato, curso 2014/2015

El niño con el pijama de rayas, John Boyne

CAPÍTULO DIECINUEVE

      Miró hacia abajo e hizo algo poco propio de él: le tomó una diminuta mano y se la apretó con fuerza.
      -Tú eres mi mejor amigo- dijo-. Mi mejor amigo para toda la vida.
      Es posible que Shmuel abriera la boca para contestar, pero Bruno nunca escuchó lo que dijo porque en aquel momento se oyó una fuerte exclamación de asombro de todas las personas del pijama de rayas que habían entrado allí, y al mismo tiempo la puerta se cerró con un resonante sonido metálico.
      Bruno arqueó una ceja; no entendía qué pasaba, pero dedujo que tenía que ver con protegerlos de la lluvia para que la gente no se resfriara.
        Y entonces la larga habitación quedó a oscuras.
      Pese al caos que se produjo, de algún modo Bruno logró seguir sujetando la mano de Shmuel; no la habría soltado por nada del mundo.
      


     
John Boyne, El niño con el pijama de rayas, Barcelona, ed. Salamandra, S.A., páginas 212,213. Seleccionado por Andrea González García. Segundo de bachillerato, curso 2014-2015.


El libro de las tierras virgenes, Rudyard Kipling

Los perros jaros 

  No se metió Mowgli en este asunto, porque, como él dijo, ya sabía lo que eran frutas agrias y en qué árboles se cogían; pero cuando Fao, hijo de Faona ( cuyo padre era el que indicaba las pistas en los tiempos de la jefatura de Akela ) ganó en buena lid el derecho de dirigir la manada, de acuerdo con la ley de la Selva, y cuando, a la luz de las estrellas, resonaron una vez más los antiguos gritos y canciones, Mowgli volvió a asistir al Consejo de la Peña, como en memoria de tiempos que pasaron. Si se le antojaba hablar, la manada guardaba hasta que hubiera terminado, y se sentaba en la Peña al lado de Akela, más arriba del sitio ocupado por Fao. Eran, aquéllos, días en que se cazaba bien y se dormía mejor. Ningún forastero se atrevía a entrar en las selvas que pertenecían al pueblo de Mowgli, como llamaban a la manada; los lobos más jóvenes crecían fuertes y gordos, y abundaban los lobatos en la inspección que había que hacer de ellos al llevarlos a la Peña. Iba siempre Mowgli a estas reuniones, acordándose de aquella noche en que una pantera negra compró a la manada la vida de un chiquillo moreno y desnudo, y al prolongado grito de: " ¡ Mirad, mirad bien, lobos!", latía con fuerza su corazón. Otras veces se alejaba, internándose en la selva con los que él consideraba como sus cuatro hermanos, probando, tocando y viendo toda clase de cosas nuevas. 







El libro de las tierras vírgenes, Rudyard Kipling, Madrid, ed. Alianza,  1993, Página 150.
 Seleccionado por Rosa María Perianes Calle, Segundo de bachilerato, curso 2014-2015.

Otra vuelta de tuerca "Capítulo 7", Henry James

                    


         Abordé a la señora Grose tan pronto como pude encontrarla.
 - ¡Es terrible, señora Grose, terrible! - le decía mientras lloriqueaba en sus brazos -.¡Pero lo saben todo!¡Todo!
 -¿Que es lo que saben? - la señora Grose me miraba con incredulidad.
 - Saben todo lo que nosotras sabemos.¡Y sabe Dios cuántas cosas más!
 Poco a poco, mientras me desprendía de sus brazos, pude reunir el valor suficiente para decirle:
 - Hace  apenas dos horas...en el jardín...la pequeña Flora... -apenas podía articular las palabras -...lo vio todo.
 Mis palabras fueron como un golpe bajo para la buena señora.Su rostro se encrespó al preguntarme:
 -¿Acaso se lo has dicho?
 - Ni una palabra...¡De eso me quejo!Una criatura que apenas tiene ocho años ¡y ya ha aprendido a disimular!
 Ni yo misma podía dar crédito a lo que estaba diciendo.
 La señora Grose estaba cada vez más asombrada.
 - Si no se lo ha dicho,¿cómo es que usted lo sabe?
 - Porque lo vi con mis propios ojos...,vi cómo ella se daba cuenta...
-¿Se daba cuenta de la presencia de él?
 -No era él...¡era ella! -durante unos instantes pude observar el impacto que mis palabras habían causado en el rostro de mi interlocutora.





Henry James,Otra vuelta de tuerca,Getafe(Madrid), Anaya, 1999,página 65, Guillermo Arjona Fernández.Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.

La quimera del oro, Jack London

CAPÍTULO SEGUNDO

     -Carmen no durará más de un par de días.
     Mason escupió un trozo de hielo y observó compasivamente al pobre animal. Luego se llevó una de sus patas a la boca y la comenzó a arrancar a bocados el hielo que cruelmente se apiñaba entre los dedos del animal.
     -Nunca vi un perro de nombre presuntuoso que valiera algo -dijo, concluyendo su tarea y apartando a un lado al animal-. Se extinguen y mueren bajo el peso de la responsabilidad. ¿Viste alguna vez a uno que acabase mal llamándose Cassiar, Siwash o Huskey? ¡No, señor! Echale una ojeada a Shookum, es...
     ¡Zas! El flaco animal se lanzó contra él y los blancos dientes casi alcanzaron la garganta de Mason.
     -Conque sí, ¿eh?
     Un hábil golpe detrás de la oreja con la empuñadura del látigo tendió al animal sobre la nieve, temblando débilmente, mientras una baba amarilla le goteaba por los colmillos.
     -Como iba diciendo, mira a Shookum, tiene brío. Apuesto a que se come a Carmen antes de que acabe la semana.
     -Yo añadiré otra apuesta contra ésa -contestó Malemute Kid, dándole la vuelta al pan helado puesto junto al fuego para descongelarse -. Nosotros nos comeremos a Shookum antes de que termine el viaje. ¿Qué te parece, Ruth?
     La india aseguró la cafetera con un trozo de hielo, paseó la mirada de Malemute Kid a su esposo, luego los perros, pero no se dignó a responder. Era una verdad tan palpable, que no requería respuesta. La perspectiva de doscientas millas de camino sin abrir, con apenas comida para seis días para ellos y sin nada para los perros, no admitía otra alternativa. Los dos hombres y la mujer se agruparon en torno al fuego y empezaron su parca comida. Los perros yacían tumbados en sus arneses, pues era el descanso de medio día, y observaba con envidia cada bocado. 



Jack London, La quimera del oro, Pinto (Madrid), ed. Anaya, 1991, página 23.
Seleccionador por Alain Presentación Muñoz. Segundo de bachillerato. Curso 2014/2015