viernes, 12 de febrero de 2010

Himnos a la noche II, Novalis.

¿Ha de volver siempre la mañana? ¿No tendrá nunca fin el poder de la tierra? Siniestra agitación devora el vuelo celestial de la noche que se acerca. ¿No va a arder para siempre la ofrenda secreta del amor? Los días de la luz están contados; pero fuera del tiempo y del espacio está el imperio de la noche. El sueño dura eternamente. Sagrado sueño — no escatimes la felicidad a los que en esta jornada terrena se consagran a la noche. Sólo los insensatos te ignoran y no conocen otro sueño que el de la sombra que tú, compasiva, arrojas sobre nosotros en el crepúsculo de la noche verdadera. Ellos no te sienten en el dorado mosto de las uvas — ni en el aceite milagroso del almendro, ni en la parda savia de la amapola. No saben que eres tú la que envuelve los pechos de la tierna muchacha y convierte su regazo en un edén — no sospechan siquiera que tú, desde antiguas historias, sales a nuestro encuentro abriéndonos las puertas del cielo, trayendo la llave de las moradas de los bienaventurados, silenciosa mensajera de infinitos misterios.

Novalis, Himnos a la noche, http://www.lucernario.org/alcalis/antologia/antoanto/cuad1_12.htm. Seleccionado por Cristina Perianes Calle, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

La isla del tesoro, Robert Louis Stevenson

Capítulo 26

El viento, sirviendo a nuestros deseos, cambió al oeste. Podíamos navegar con más facilidad desde el extremo noreste de la isla hasta la entrada de la Cala del Norte. Pero como no había forma de poder anclar, y yo no me atrevía a varar la goleta hasta que la marea estuviera alta, durante largo tiempo no tuvimos nada que hacer a bordo. El contramaestre me indicó cómo fachear el barco; y, tras muchos intentos, al fin logré hacerlo y los dos nos sentamos silenciosos a comer.

-Capitán -me dijo, con aquella misma inquietante sonrisa-, ¿qué hacemos con mi viejo camarada O'Brien? ¿Por qué no lo coge usted y lo arroja al agua? Yo no soy particularmente melindroso, sí me duele haberlo liquidado, pero no considero que esté bien ahí en cubierta... Feo ornamento, ¿no cree usted?

-Ni tengo fuerzas yo solo ni me apetece la tarea -le contesté-. Por mí, ahí se queda.

-Este es un barco sin suerte, Jim -siguió, haciéndome un guiño de complicidad-. Un puñado de hombres ha caído ya en esta Hispaniola, pobres marineros que se ha tragado el otro mundo desde que embarcamos en Bristol. No, nunca he visto un barco con peor suerte. Mira a este O'Brien... y ahora está muerto, ¿no es verdad? Pues bien, yo no soy hombre de letras y tú eres un mozo que sabe leer y entiende esas cosas de la pluma; y para decirlo sin rodeos, ¿tú crees que, cuando uno se muere, lo hace para siempre o que vuelve otra vez?

-Se puede matar el cuerpo, señor Hands, pero no el espíritu; ya debía saberlo -repliqué-. O'Brien está en el otro mundo, y hasta puede que nos esté mirando.

-¡Oh! -exclamó-. Pues es de lamentar, porque así es como si matar a uno no fuera más que matar el tiempo. De todos modos, los espíritus no cuentan mucho, por lo que yo sé. No me asusta tener que vérmelas con ellos, Jim. Y ahora que estamos hablando con confianza, te agradecería mucho que bajases al camarote y me trajeras un... bueno, un... ¡cómo crujen mis cuadernas!, no doy con el nombre; bien, tú traeme una botella de vino, Jim, porque este brandy es demasiado fuerte para mi cabeza.

Todo aquello no me parecía natural, y desde luego que prefiriese el vino al aguardiente no podía yo creerlo. Aquello no era más que un pretexto. Quería alejarme de la cubierta, de eso no había duda, pero ignoraba con qué propósito. Su mirada esquivaba la mía; sus ojos miraban de soslayo y hacia todas partes, lo mismo hacia los cielos que, furtivamente, hacia el cadáver de O'Brien. Seguía sonriendo sin cesar y se relamía tan gustosamente, que hasta un niño hubiera podido percatarse de que maquinaba alguna artimaña. Pero yo conocía mi terreno, y con alguien en el fondo tan torpe no me resultaba difícil ocultar mis sospechas; y le dije sin vacilar:

-¿Vino? Estupendo. ¿Lo quieres blanco o tinto?

-Calculo que viene a ser la misma cosa para mí, compañero -replicó-; con tal que sea fuerte y abundante, ¿qué importa lo demás?

-De acuerdo -le contesté-. Voy a traerte Oporto, amigo Hands. Pero me va a costar trabajo dar con la botella.

Y diciendo esto me alejé hacia la escala del camarote, haciendo el mayor ruido posible; y entonces me quité los zapatos, di vuelta por el pasillo, subí por la escala del castillo de proa y asomé la cabeza a ras de la cubierta. Yo sabía que él no podía ni imaginarse que yo apareciera allí, pero de todas formas fui lo más cauteloso posible; y en verdad que mis sospechas quedaron confirmadas.

Hands abandonó su postración, incorporándose dificultosamente; y a pesar de notarse que la pierna le producía un dolor intenso -pues le oí quejarse-, cruzó sin embargo la cubierta rápidamente hasta la banda de babor y de un rollo de maroma sacó un largo cuchillo, o quizás fuera corto, pero estaba hasta la empuñadura tinto en sangre. Lo examinó por unos instantes acercándoselo a los ojos, probó el filo y la punta en la palma de su mano, y después lo escondió apresuradamente en el bolsillo interior de su casaca. Y volvió a arrastrarse hasta el lugar que antes ocupaba apoyado en la amurada.

Yo no precisé saber más. Israel podía moverse, estaba armado, y, si tenía las lógicas intenciones de deshacerse de mí, sin duda que fácilmente yo me convertiría en su víctima. Cómo pensara arreglárselas después, atravesando la isla a rastras desde la Cala del Norte hasta la ciénaga donde estaban sus compañeros, o confiando en que éstos acudirían en su ayuda, no lo podía imaginar.

Pero a pesar de todo tenía la seguridad de que al menos en. una cosa podía fiarme de él, puesto que nuestros intereses coincidían, y era en poner a salvo la golera. Ambos queríamos embarrancarla con el menor daño posible en un lugar seguro, con el fin de que en su momento pudiera ser puesta a flote de nuevo sin demasiado trabajo; y hasta tanto consiguiéramos vararla, mi vida, así lo creía, estaría segura.

Al mismo tiempo que meditaba en todas estas cosas, me deslicé de nuevo hasta el camarote, me calcé mis zapatos y cogí la primera botella de vino que encontré a mano; aparecí con ella en cubierta.

Hands seguía tumbado como un guiñapo donde lo había dejado, y tenía los ojos casi cerrados como si estuviera tan débil que no pudiera resistirla luz del sol. En cuanto me vio, alzó su mirada, tomó la botella, rompió el cuello con la maestría del que está habituado a hacerlo, y dio un largo trago que solemnizó con un brindis.

-¡Suerte!

Después se quedó un rato tranquilo, y luego, sacando un pedazo de tabaco, me pidió que le cortase un trozo.

-Córtame un cacho -me dijo-, porque no tengo navaja ni fuerzas. Ojalá las tuviera. ¡Ay, Jim, Jim, creo que he perdido mis fuerzas! Córtame un cacho, porque me temo que no vas a cortarme muchos más, muchacho; voy a hacer mi último viaje y no hay que engañarse.

-Bien -le dije-, te cortaré el tabaco; pero, si yo estuviera en tu lugar y me creyera tan condenado, me pondría a rezar como un buen cristiano.

-¿Por qué? -me contestó-. Dime por qué.

-¿Por qué? -exclamé-. Hace poco me hablabas de los muertos. Tú has traicionado, has vivido en pecado y has vertido sangre; a tus pies hay ahora mismo un hombre a quien has asesinado. ¡Y me preguntas por qué! ¡Por Dios, Hands, ése es el porqué!

Le dije esto bastante enfurecido, pensando además en el cuchillo que llevaba oculto en su bolsillo y que destinaba, y de sus malos pensamientos no tenía yo dudas, a terminar conmigo. El, por su parte, bebió un largo trago de vino y me dijo con extraña e inesperada solemnidad:

-Treinta años llevo navegando los mares. Y he visto de todo, bueno y malo, he sufrido los peores temporales y sé lo que es acabarse las provisiones y tener que defenderse a cuchillo, y todo lo que haya que ver. Pero te voy a decir algo: no he visto nunca nada bueno que venga de lo que llamáis virtud. Hay que pegar el primero; los muertos no muerden. Esa es mi opinión, amén. Y ahora escucha esto -añadió, cambiando bruscamente su tono-: ya está bien de niñerías. La marea está subiendo y podemos pasar. Obedece mis órdenes, capitán Hawkins, y embarranquemos el barco y acabemos de una vez.

Sólo teníamos que salvar unas dos millas, pero la navegación era difícil: la entrada a la Cala del Norte era angosta y de poco calado, y además formaba un recodo, de manera que la goleta debía ser gobernada con mucha habilidad para conseguir que llegara a su destino. Yo era un buen subalterno, que cumplía con eficacia las órdenes, y estoy seguro de que Hands era un magnífico piloto; así que fuimos sorteando los bancos sin el menor problema y con tal precisión, que contemplar la maniobra hubiera procurado un inmenso placer.

En cuanto atravesamos los dos pequeños cabos que cerraban la entrada, nos encontramos en el centro de una bahía. Las costas de la Cala del Norte estaban cubiertas por bosques tan espesos como los que yo había visto en el otro fondeadero; pero éste era más estrecho, con forma alargada, que le daba el aspecto de un estuario. Frente a nosotros, en el extremo sur, vimos los restos de un buque hundido, que estaba en su última fase de ruina. Debía haber sido un navío de tres palos, pero llevaba seguramente tantos años expuesto a la injuria del tiempo, que por todas partes estaba cubierto como por inmensas telarañas de algas, que, al bajar la marea, surgían en sus mástiles chorreando agua. Sobre la cubierta ahora visible habían arraigado los mismos matorrales que en la costa veíamos cubiertos de flores. Era un espectáculo triste, pero nos aseguraba que aquel fondeadero era un buen abrigo.

-Ahora -dijo Hands-, ten cuidado; hay un trozo de playa que es perfecto para varar el barco. Arena fina, seguro que nunca hace viento y está rodeado de árboles, y mira las flores que crecen como en un jardín sobre ese viejo barco.

-Cuando embarranquemos -pregunté-, ¿cómo podremos volver a sacarlo a flote?

-Ah -replicó-, tú tomas una maroma y la llevas a tierra, cuando la marea ya esté baja; la fijas en uno de aquellos grandes pinos; la traes a bordo y le das otra vuelta en el cabestrante, y ya no hay más que esperar la pleamar, y sale a flote el solo como la cosa más natural. Y ahora, muchacho, pon atención. Estamos ya sobre el sitio justo y el barco navega demasiado rápido. ¡Un poco a estribor! ¡Ahí! ¡Sostén firme! ¡A estribor! ... ¡Ahora un poco a babor! ¡Sostén firme!

Seguía dando órdenes que yo obedecía inmediatamente. De pronto, gritó:

-¡Ahora, muchacho... orza!

Yo fijé el timón, y la Hispaniola viró rápidamente y avanzó de proa hacia la costa baja y frondosa.

La excitación por toda la maniobra me impidió, desde luego, estar pendiente del contramaestre como con anterioridad. Y hasta en aquel momento la seguía yo con tan vivo interés, esperando el instante en que el barco embarrancase, que me olvidé del peligro que me amenazaba y sólo tenía ojos para mirar por la borda cómo la proa cortaba las olas. Y allí hubiera perecido sin siquiera luchar por mi vida, si no hubiera sido porque un presentimiento me sobrecogió y me hizo volver la cabeza. Quizá fue un ruido, o que vi la sombra de Hands con el rabillo del ojo; acaso un instinto como el de los gatos; pero el caso es que, cuando miré hacia atrás, allí estaba Hands ya casi sobre mí con el cuchillo en su mano derecha.

Recuerdo que los dos gritamos cuando nuestros ojos se encontraron; pero, si el mío fue un grito de terror, el suyo era una especie de bufido salvaje, como el de un toro al embestir. Saltó sobre mí al mismo tiempo que daba aquel furioso alarido, y yo salté como pude hacia el castillo de proa. Al precipitarme para esquivar su golpe, solté el timón, y la rueda empezó a girar violentamente a sotavento; creo que eso fue lo que me salvó la vida, porque, al girar, dio a Hands en el pecho con tal violencia, que quedó parado en seco.

Antes de que él se recobrara, ya me había puesto a salvo, escapando de aquel rincón donde podría acorralarme; ahora tenía toda la cubierta libre para esquivar sus ataques. Me protegí tras el palo mayor y saqué mi pistola; él venía directamente hacia mí blandiendo el cuchillo. Apunté con serenidad y apreté el gatillo. Pero no se produjo el disparo; el agua del mar había inutilizado mi arma. Me maldije a mí mismo por ese descuido. ¿Cómo no se me había ocurrido cebar de nuevo la pistola y comprobar su carga? En aquellas circunstancias yo no era más que una oveja esperando a su carnicero.

Aunque Hands estaba herido, era increíble la agilidad con que se movía, y parecía un demonio con el pelo aceitoso cayéndole sobre su rostro y las mejillas encendidas por la agitación o por la furia. Yo no tenía tiempo de probar la otra pistola, ni demasiada confianza en que no estuviera inservible. Una cosa era clara para mí: si continuaba retrocediendo, no tardaría en acorralarme contra la proa, como antes había estado apunto de conseguirlo en popa. Y si lograba cercarme, lo único que yo podía esperar de este lado de la eternidad eran nueve o diez pulgadas de acero ensangrentado dentro de mi cuerpo. Me escondí tras el palo mayor, que era de un respetable grosor, y esperé con todos mis nervios en tensión.

Cuando vio que yo me defendía con aquella especie de juego del esquinazo, se detuvo; y durante unos momentos intentó alcanzarme con rápidos golpes de su cuchillo, a los que yo respondía esquivando a un lado y otro del mástil. Era un juego que a menudo había yo practicado en mi tierra, entre los peñascos del Cerro Negro; pero nunca pensé que tendría que utilizarlo de aquel modo. De otras formas no hice quizá otra cosa que seguirlo imaginando que tenía que vérmelas con un marino viejo y además herido en una pierna. Eso pareció acrecentar mi valor, hasta el punto que incluso aventuré pronósticos sobre el desenlace; pero, si empezaba a considerar la posibilidad de prolongarlo mucho tiempo, no alcanzaba ninguna esperanza sobre su resultado.

Y así estaban las cosas, cuando de repente la Hispaniola embarrancó, escoró con violencia y quedó varada en el arenal con una inclinación de cuarenta y cinco grados a babor; penetró un poco de agua por los imbornales, que hizo pequeños charcos entre la cubierta y la amurada.

Hands y yo fuimos derribados al mismo tiempo y rodamos casi juntos hasta la banda; el cadáver del pirata del gorro rojo, que aún conservaba los brazos en cruz, rodó, rígido, junto a nosotros. Yo di con la cabeza contra un pie del timonel, y sentí el golpe resonar en mi boca. Pese a ello, me levanté inmediatamente, antes que Hands, al que le había caído encima el cadáver. La inclinación del barco no era a propósito para poder correr en cubierta; era preciso que yo buscara un medio de escapar, y lo antes posible, porque mi enemigo estaba a punto de lanzarme el cuchillo. Rápido como el pensamiento, salté a un obenque de mesana, trepé por él todo lo rápido que mis manos me permitían y no respiré hasta verme sentado en la cruceta.

Mi ligereza me salvó; el cuchillo se clavó a menos de medio pie por debajo de mí, cuando empecé a trepar a toda velocidad. Vi a Israel Hands con gesto de perplejidad, su rostro levantado, mirándome con la boca abierta.

Aproveché aquel instante de sosiego para cebar de nuevo mis pistolas, y, cuando ya tuve una dispuesta, preparé la otra convenientemente.

Hands se quedó desconcertado e indeciso; se daba cuanta de que con aquellos dados no ganaría nunca; y después de visibles vacilaciones, trató de encaramarse por el cabo, con el cuchillo entre sus dientes. Pero trepar no era empresa fácil para él; mucho tiempo gastó en ello y cuántos ayes, con aquella pierna colgando herida. Ya tenía yo mis dos pistolas preparadas cuando aún no había él trepado ni una tercera parte del obenque. Entonces, mirándolo, y con una pistola en cada mano le grité:
-¡Un palmo más, señor Hands, y le salto los sesos! Los muertos no muerden, ¿no es eso lo que dijo? -añadí, riendo entre dientes. Se detuvo. Vi, por su gesto, que trataba de pensar, lo que para él era empresa harto lenta y dificultosa, y yo, crecido por mi superioridad en aquel momento, solté una carcajada. El tragó saliva varias veces, y trató de hablar, aunque sin perder aquella expresión de perplejidad. Para poder hacerlo se quitó el cuchillo de su boca, pero no hizo ningún otro movimiento.

Jim -me dijo-, calculo que los dos estamos en un mal paso, y que no tenemos otra salida que firmar un pacto. Si no hubiera sido por el bandazo, te habría atrapado; pero ya te dije que este barco trae mala suerte, sí, señor; y creo que tendré que rendirme, aunque sea duro, ya lo ves, para un buen marinero, siendo tú un grumete, Jim.

Saboreaba yo estas palabras, tan sonriente y ufano como un gallo en su corral, cuando de improviso vi a Hands que echó la mano atrás por encima del hombro. Algo silbó en el aire como una flecha; sentí un golpe y después un agudo dolor, y quedé clavado por mi hombro contra el mástil. Ni lo pensé; el dolor era muy fuerte y no menos mi sorpresa; nunca he sabido si quise disparar o no, pero apreté los dos gatillos. Ambas pistolas cayeron de mis manos, y junto a ellas, con un grito ahogado, el timonel Israel Hands se soltó del obenque y cayó de cabeza al mar.

           Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro,              http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/OtrosAutoresdelaLiteraturaUniversal/Stevenson/Laisladeltesoro/VMiaventuraenlamar/XXVI.asp.
           Seleccionado por Beatriz Curiel, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010

Decamerón. Los tres anillos. Giovanni Boccaccio

Años atrás vivió un hombre llamado Saladino, cuyo valor era tan grande que llegó a sultán de Babilonia y alcanzó muchas victorias sobre los reyes sarracenos y cristianos. Habiendo gastado todo su tesoro en diversas guerras y en sus incomparables magnificencias, y como le hacía falta, para un compromiso que le había sobrevenido, una fuerte suma de dinero, y no veía de dónde lo podía sacar tan pronto como lo necesitaba, le vino a la memoria un acaudalado judío llamado Melquisedec, que prestaba con usura en Alejandría, y creyó que éste hallaría el modo de servirle, si accedía a ello; mas era tan avaro, que por su propia voluntad jamás lo habría hecho, y el sultán no quería emplear la fuerza; por lo que, apremiado por la necesidad y decidido a encontrar la manera de que el judío le sirviese, resolvió hacerle una consulta que tuviese las apariencias de razonable. Y habiéndolo mandado llamar, lo recibió con familiaridad y lo hizo sentar a su lado, y después le dijo:

-Buen hombre, a muchos he oído decir que eres muy sabio y muy versado en el conocimiento de las cosas de Dios, por lo que me gustaría que me dijeras cuál de las tres religiones consideras que es la verdadera: la judía, la mahometana o la cristiana.

El judío, que verdaderamente era sabio, comprendió de sobra que Saladino trataba de atraparlo en sus propias palabras para hacerle alguna petición, y discurrió que no podía alabar a una de las religiones más que a las otras si no quería que Saladino consiguiera lo que se proponía. Por lo que, aguzando el ingenio, se le ocurrió lo que debía contestar y dijo:

-Señor, intrincada es la pregunta que me haces, y para poderte expresar mi modo de pensar, me veo en el caso de contarte la historia que vas a oír. Si no me equivoco, recuerdo haber oído decir muchas veces que en otro tiempo hubo un gran y rico hombre que entre otras joyas de gran valor que formaban parte de su tesoro, poseía un anillo hermosísimo y valioso, y que queriendo hacerlo venerar y dejarlo a perpetuidad a sus descendientes por su valor y por su belleza, ordenó que aquel de sus hijos en cuyo poder, por legado suyo, se encontrase dicho anillo, fuera reconocido como su heredero, y debiera ser venerado y respetado por todos los demás como el mayor. El hijo a quien fue legada la sortija mantuvo semejante orden entre sus descendientes, haciendo lo que había hecho su antecesor, y en resumen: aquel anillo pasó de mano en mano a muchos sucesores, llegando por último al poder de uno que tenía tres hijos bellos y virtuosos y muy obedientes a su padre, por lo que éste los amaba a los tres de igual manera. Y los jóvenes, que sabían la costumbre del anillo, deseoso cada uno de ellos de ser el honrado entre los tres, por separado y como mejor sabían, rogaban al padre, que era ya viejo, que a su muerte les dejase aquel anillo. El buen hombre, que de igual manera los quería a los tres y no acertaba a decidirse sobre cuál de ellos sería el elegido, pensó en dejarlos contentos, puesto que a cada uno se lo había prometido, y secretamente encargó a un buen maestro que hiciera otros dos anillos tan parecidos al primero que ni él mismo, que los había mandado hacer, conociese cuál era el verdadero. Y llegada la hora de su muerte, entregó secretamente un anillo a cada uno de los hijos, quienes después que el padre hubo fallecido, al querer separadamente tomar posesión de la herencia y el honor, cada uno de ellos sacó su anillo como prueba del derecho que razonablemente lo asistía. Y al hallar los anillos tan semejantes entre sí, no fue posible conocer quién era el verdadero heredero de su padre, cuestión que sigue pendiente todavía. Y esto mismo te digo, señor, sobre las tres leyes dadas por Dios Padre a los tres pueblos que son el objeto de tu pregunta: cada uno cree tener su herencia, su verdadera ley y sus mandamientos; pero en esto, como en lo de los anillos, todavía está pendiente la cuestión de quién la tenga.

Saladino conoció que el judío había sabido librarse astutamente del lazo que le había tendido, y, por lo tanto, resolvió confiarle su necesidad y ver si le quería servir; así lo hizo, y le confesó lo que había pensado hacer si él no le hubiese contestado tan discretamente como lo había hecho. El judío entregó generosamente toda la suma que el sultán le pidió, y éste, después, lo satisfizo por entero, lo cubrió de valiosos regalos y desde entonces lo tuvo por un amigo al que conservó junto a él y lo colmó de honores y distinciones.

       BOCCACCIO,Giovanni. Decameron, Los tres anillos.            
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/bocca/tres.htm
       Seleccionado por Cristina Martin Bonifacio, Segundo de Bachillerato, Curso 2009/2010).

Oda "En la fuentes del Danubio", Friedrich Hölderlin

¡A ti, Madre Asia, te saludo!
...bajo la sombra de los bosques legendarios
descansas y rememoras tus hazañas.
Yo también, Asia, ebrio de fuerzas
Y no tan sólo por mi fuerza, cuando plena del fuego celestial
Lanzabas, milenaria, un inmenso grito de alegría,
Tan poderoso
Que en nuestros oídos todavía resuena
Aquella voz ¡Oh Milenaria!...
...pues para rendirte homenaje
recibí el genio de aquellos antes quienes
como del monte sagrado...
Mas hoy descansas y esperas
Que algún pecho viviente
Te haga llegar el eco de su amor
...con las ondas del Danubio
cuando desde la cima baja y va
hacia el Oriente, buscando un cauce
y transportando las embarcaciones.
Impulsado por este oleaje poderoso
Llego a tu lado
Y antes de que ocurra lo debido,
Yo te lo anuncio desde lejos y te digo: ...

Pues igual que el órgano
De majestuosos acordes brota
En pura ondas de los inagotables tubos,
En la sagrada nave,
Así el Preludio, desde la mañana,
Resuena y nos despierta,
Y luego, poco a poco, de bóveda en bóveda,
El melódico torrente derrama su frescura
Hasta que lleno de entusiasmo,
Aún en sus rincones de fría sombra,
Esta Casa por fin se despierta,
Y a su encuentro subiendo
Como hacia el sol de esta fiesta,
Responde el coro de los fieles;
Así el Verbo nos llegó del Oriente.
Y en los peñascos del Parnaso,
Sobre las laderas del Citerón,
Escucho el eco de tu voz ¡Oh Asia!,
Que en el Capitolio se rompe.
Y de pronto, desde lo alto de los Alpes,
Se despeña sobre nosotros
la Extranjera,
la que Despierta
la Voz que forma a los humanos.
Al principio el estupor heló las almas
de todos los presentes y la sombra
cubrió los ojos de los mejores.
Pero grande es el poder del hombre
y con su arte domina el oleaje, las rocas
y el ímpetu del fuego,
y aunque la espada no rehuye en su audacia,
el fuerte cae de rodillas
ante la presencia del divino

y casi semejando a la fiera
que llevada por su gozosa juventud
ronda sin tregua en la montaña,
sintiendo en el ardiente mediodía
la plenitud de su pujanza.
Pero cuando declina la sagrada luz
entre los jugueteos de las brisas,
y cuando su alegre espíritu
llega a la tierra venturosa, entonces
el animal cae vencido
por el cúmulo de bellezas repentinas
y se adormece a medias,
antes de que aparezcan las estrellas.
Tal como a nosotros nos ocurre.
Pues más de uno ha visto
apagarse la luz de sus ojos
antes de la llegada de esos dones divinos;

regalos de los dioses, traídos
de Jonia y también de Arabia. Y las almas
de esos dormidos
nunca disfrutaron de las caras enseñanzas
ni de los cantos deliciosos.
Algunos, sin embargo, velaban.
Y a menudo se complacían caminando
entre vosotros -¡oh habitantes de bellas ciudades!-
en los torneos, donde el héroe de antaño,
tomaba invisible asiento
y misteriosamente con los poetas
contemplaba los gladiadores,
y él, el celebrado,
con una sonrisa celebrada [celebraba?]
los graves juegos de estos niños.
Era, y es todavía,
un inmenso intercambio de amor.
Y aunque separados, unos a otros
el pensamiento nos reúne,
-oh dichosos habitantes del Istmo-
y en las orillas del Cefiso
y en las pendientes del Taigeto,
nuestro pensamiento va hacia vosotros,
antiquísimos valles del Cáucaso,
distantes paraísos,
y a tus patriarcas y profetas
y a tus valientes -¡oh Madre Asia!-,
que sin temer los presagios del universo
y cargando sobre los hombros
el cielo y todo el peso del destino,
día tras día se arraigaron en la montañas
y lo primeros
supieron hablar
a solas con Dios. ¡Que descansen!
Pero si vosotros, los antiguos,
y hay que decirlo,
no supisteis de dónde os vino ese mensaje,
nosotros, obligados por necesidad divina,
-¡oh Naturaleza!- te diremos
de dónde surge fresco,
como al salir del baño lustral,
cuanto hay en el mundo de divino.

Pues vamos casi como huérfanos.
Y aunque todo está como antes,
ya no hay igual solicitud. Pero los jóvenes
que guardaron el recuerdo de la infancia,
no se sienten extraños en la casa.
Viven de modo triple, como viven
Los primogénitos del cielo,
Y no en vano
La lealtad [fidelidad, Treue] fue implantada en nuestras almas[1].
Vela por nosotros, pero también
por lo que os pertenece, santuarios,
armas del Verbo, que al separaros
nos habéis dejado,
hijos del Destino, ¡a nosotros, los más torpes!

como que estáis presentes –oh amables Genios-.
Y a menudo, cuando la santa nube rodea
a uno de nosotros, estupefactos,
no adivinamos el sentido.
Mas vosotros endulzáis nuestro aliento
con vuestro néctar y así
lanzamos gritos de alegría o bien
una ensoñación se apodera de nosotros.

Pero si hay uno a quien amáis en demasía,
no descansará hasta llegar hasta vosotros.
Entonces, genios bienhechores,
envolvedme con tenues velos
para que pueda demorarme un poco más,
pues todavía hay muchas cosas que cantar.
Y ahora, entre deliciosas lágrimas,
mi canto se termina
como una fábula de amor.
Tal es lo que sentí, enrojeciendo
y palideciendo, desde las primeras notas.
Pero así ocurre siempre.
Johann Christian Friedrich Hölderlin, Poesía completa, Barcelona: Río Nuevo, 1979. Edición bilingüe, trad. Federico Gorbea. Tomo II, pp.87-93. Seleccionado por Cristina Perianes Calle, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010)

Don Juan , Lord Byron. George Gordon

DON JUAN Bah! ¿Qué necesitas que agregue? Tú no entiendes que cuando estuve cara a cara con una mujer cada fibra en mi claro y critico cerebro me advirtió que se lo ahorrara a ella y me salvara a mi mismo. Mi moral me decía no. Mi consciencia decía no. Mi caballerosidad y mi piedad hacia ella me decían que no, mi respeto y prudencia me decía que no. Mi oído, practicó cientos de canciones y sintonías. Mi ojo ejercitó cientos de pinturas; rasgo su voz sus características y sus fragmentos de color. Atrapé todas las semejanzas de su padre y madre por lo cual supe que ella podía tener alrededor de 30 años. Note el destello de oro de un diente muerto en su sonriente boca. Hice una curiosa observación de extraños olores de los químicos de los nervios. Las visiones de mis ensueños románticos me abandonaron en aquella hora suprema. Los recordaba desesperadamente, se esforzaron por recuperar su ilusión pero ahora parecían los más vacíos de invenciones. Mi juicio no debería ser corrompido; mi cerebro todavía dijo no en cada edición. Y mientras estaba en el acto de enmarcar mis disculpas para esa dama, la vida me agarro y me tiró a sus brazos como un marino tira los desechos de pescado en la boca de las aves marinas.

Lord Byron, Don Juan en los infiernos, http://donjuanenelcieloyelinfierno.blogspot.com/2009/05/traduccion-al-espanol-del-fragmento-de.html. Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, segundo de Bachillerato.

Soneto para Helena

Cuando seas anciana, de noche, junto a la vela
hilando y devanando, sentada junto al fuego,
dirás maravillada, mientras cantas mis versos:
«Ronsard me celebraba, cuando yo era hermosa»,

Ya no tendrás sirvienta que tales nuevas oiga
y que medio dormida ya por la labor
se despierte al oír el sonido de mi nombre,
bendiciendo el tuyo con inmortal alabanza.

Yo estaré bajo tierra, y fantasma sin huesos
reposaré junto a la sombra de los mirtos,
y tú serás una anciana junto al hogar encogida.

Lamentando mi amor y tu desdén altivo
Vive, créeme, no aguardes a mañana:
Coge desde hoy las rosas de la vida.

Pierre de Ronsard, Soneto para Helena, http://www.ciudadseva.com/textos/poesia/fran/ronsard/helena.htm, Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, Sengundo de Bachillerato.

El sueño de una noche de verano "Acto III", William Shakespeare

FONDÓN
¿Estamos todos?
MEMBRILLO
Y a la hora. Este sitio es formidable para ensayar. El césped será la escena; esta mata de espino, el
vestuario, y actuaremos igual que después ante el duque.
FONDÓN
¡Membrillo!
MEMBRILLO
¿Qué quiere mi gran Fondón?
FONDÓN
En esta comedia de Píramo y Tisbe hay cosas que no gustarán. Primera, Píramo desenvaina y se mata: las
damas no pueden soportarlo. ¿Qué me dices?
MORROS
Diantre, es para temerlo.
HAMBRóN
Al final tendremos que quitar las muertes.
FONDÓN
Nada de eso: con mi idea quedará bien. Escribid un prólogo en el que se diga que no haremos daño con
las espadas y que Píramo no muere de verdad; y, para más seguridad, decidles que yo, Píramo, no soy
Píramo, que soy Fondón el tejedor. Esto los tranquilizará.
MEMBRILLO
Bien, escribiremos el prólogo, y en versos de ocho y seis sílabas.
FONDÓN
No, añádeles dos: en versos de ocho y ocho.
MORROS
¿Y el león no asustará a las damas?
HAMBRÓN
Me lo temo, os lo aseguro.

FONDÓN
Señores, tenéis que pensarlo bien. Meter un león entre damas (¡Dios nos libre!) es cosa de espanto, pues
no hay pájaro salvaje más terrible que el león. Habría que llevar cuidado.
MORROS
Pues, nada: otro prólogo diciendo que no es un león.
FONDÓN
Sí, y dando el nombre del actor, y que se le vea media cara por el cuello del león, y que hable él mismo,
diciendo esto o algo de su parecencia: «Damas...», o «Bellas damas, desearía...», o «Yo os rogaría...», o
«Yo os suplicaría que no temáis, que no tembléis: mi vida por la vuestra. Si creéis que vengo aquí como
león, no merezco vivir. No, no soy tal cosa: soy un hombre como otro cualquiera.» Y entonces que diga
su nombre, y les diga claramente que es Ajuste el ebanista.
MEMBRILLO
Muy bien, se hará. Quedan dos dificultades: una es meter la luz de la luna en el salón. Ya sabéis que
Píramo y Tisbe se encuentran a la luz de la luna.
MORROS
¿Habrá luna la noche de la función?
FONDÓN
¡Un calendario, un calendario! Míralo en el almanaque. Mira cuándo hay luna, cuándo hay luna.
MEMBRILLO
Sí, esa noche hay luna.
FoNDóN
Entonces se puede dejar abierta una hoja de la ventana del salón donde actuaremos, y la luz de la luna
podrá entrar por la ventana.
MEMBRILLO
Eso o, si no, que entre alguno con un manojo de espinos y una lámpara diciendo que viene a empersonar
o representar la luz de la luna. La otra cosa que necesitamos es un muro en el salón, pues, según la
historia, Píramo y Tisbe se hablaron por la grieta de un muro.
MORROS
Un muro no se puede meter. ¿Tú qué dices, Fondón?
FONDÓN
Pues que alguien tendrá que hacer de muro. Que venga con yeso, argamasa o revoque para indicar que es
un muro. O que ponga los dedos así y por este hueco pueden musitar Píramo y Tisbe .
MEMBRILLO
Si puede hacerse, todo irá bien. Vamos, todo hijo de vecino a sentarse y ensayar su papel. Píramo, tú empiezas. Al acabar tu recitado, te metes en ese matorral. Y así los demás, según os toque.


Wlliam Shakespeare,El sueño de una noche de verano,"Acto III",http://www.google.es/search?hl=es&client=firefox&rls=org.mozilla%3Aes-ES%3Aunoffic.

Seleccionado por Fabiola Muñoz, Segundo bachillerato, curso 2009/2010

William Shakespeare, "Soneto de Amor LXV"

Si la muerte domina al poderío
de bronce, roca, tierra y mar sin límites,
¿cómo le haría frente la hermosura
cuando es más débil que una flor su fuerza?
Con su hálito de miel, ¿podrá el verano
resistir el asedio de los días,
cuando peñascos y aceradas puertas
no son invulnerables para el Tiempo?
¡Atroz meditación! ¿Dónde ocultarte,
joyel que para su arca el Tiempo quiere?
¿Qué mano detendrá sus pies sutiles?
Y ¿quién prohibirá que te despojen?
Ninguno a menos que un prodigio guarde
el brillo de mi amor en negra tinta.

William Shakespeare, "Soneto de Amor LXV", http://www.foroamor.com/soneto-de-amor-lxv-de-william-shakespeare-38032/#post337167
Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, Segundo de Bachillerato.

Las desventuras de joven Werther "libro primero, 19 de julio", Johann Wolfgang von Goethe

Wilhem, ¿qué sería sin amor el mundo para nuestro corazón? ¡Una linterna mágica sin luz! ¡Apenas pones la lamparilla aparecen sobre tu blanca pared imágenes de todos los colores! ¡Y aun cuando no fueran más que eso, fantasmas pasajeros, constituyen nuestra felicidad si los contemplamos como niños pequeños y nos extasiamos ante esas maravillosas apariciones! Hoy no he podido ver a Lotte, me retuvo una visita ineludible. ¿Qué hacer?. Le envié mi criado solamente por tener a mi alrededor alguien que hoy hubiera estado cerca de ella. ¡Con que impaciencia le estuve esperando, con que alegría volví a verlo! Si no me hubiera dado vergüenza me habría gustado tomar su cabeza y la habría besado.
Cuentan de la piedra de Bolonia que si se la pone al sol absorbe rayos y resplandece algún tiempo durante la noche. Lo mismo me sucedió a mí con el criado. La sensación de los ojos de ella se habían posado en su rostro, en sus mejillas, en sus botones y en el cuello de su casaca ¡hacíamelo tan sagrado, tan valioso!. En aquel instante no hubiera cambiado mi criado por mil táleros. ¡Me sentía tan a gusto en su presencia...! ¡Dios te libre de reírte! Wilhem , ¿será la felicidad producto de la fantasía?


Goethe, Las desventuras de joven Werther, libro primero, 19 de julio, Madrid, Cátedra, Letras Universales, 1986, págs. 90-91. Seleccionado por Cristina Perianes Calle, segundo de bachillerato, curso 2009-2010.