" Emma, que le daba el brazo, se apoyaba un poco sobre su hombro, y miraba el disco del sol que irradiaba a lo lejos, en la bruma, su palidez deslumbrante; pero volvió la cabeza: Carlos estaba allí. Llevaba la gorra hundida hasta las cejas, y sus gruesos labios temblequeaban, lo cual añadía a su cara algo de estúpido; su espalda incluso, su espalda tranquila resultaba irritante a la vista, y Emma veía aparecer sobre la levita toda la simpleza del personaje. Mientras que ella lo contemplaba, gozando así en su irritación de una especie de voluptuosidad depravada, León se adelantó un paso. El frío que le palidecía parecía depositar sobre su cara una languidez más suave; el cuello de la camisa, un poco flojo, dejaba ver la piel; un pedazo de oreja asomaba entre un mechón de cabellos y sus grandes ojos azules, levantados hacia las nubes, le parecieron a Emma más límpidos y más bellos que esos lagos de las montañas en los que se refleja el cielo.
(...)
Tantas veces le había oído decir estas cosas, que no tenían ninguna novedad para él. Emma se parecía a las amantes; y el encanto de la novedad, cayendo poco a poco como un vestido, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión que tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje. Aquel hombre con tanta práctica no distinguía la diferencia de los sentimientos bajo la igualdad de las expresiones. Porque labios libertinos o venales le habían murmurado frases semejantes, no creía sino débilmente en el candor de las mismas; había que rebajar, pensaba él, los discursos exagerados que ocultan afectos mediocres; como si la plenitud del alma no se desbordara a veces por las metáforas más vacías, puesto que nadie puede jamás dar la exacta medida de sus necesidades, ni de sus conceptos, ni de sus dolores, y la palabra humana es como un caldero cascado en el que tocamos melodías para hacer bailar a los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas.
Gustave Flaubert, Madame Bovary
Seleccionado por Eustaquia García Sánchez Primero de Bachillerato, curso 2005/2006
Un lugar común de los estudiantes de Literatura Universal donde publicamos una antología de textos seleccionados por nosotros mismos con el fin de aprender a conocernos mejor a través de los más variados personajes que pueblan el universo literario.
viernes, 12 de marzo de 2010
Crimen y castigo "Capítulo VI", Fiódor Dostoyevski
Momentos después ya estaba en la calle. Eran alrededor de las ocho y el sol se había puesto. La atmósfera era asfixiante, pero él aspiró ávidamente el polvoriento aire, envenenado por las emanaciones pestilentes de la ciudad. Sintió un ligero vértigo, pero sus ardientes ojos y todo su rostro, descarnado y lívido, expresaron de súbito una energía salvaje. No llevaba rumbo fijo, y ni siquiera pensaba en ello. Sólo pensaba en una cosa: que era preciso poner fin a todo aquello inmediatamente y de un modo definitivo, y que si no lo conseguía no volvería a su casa, pues no quería seguir viviendo así. Pero ¿cómo lograrlo? Del modo de «terminar», como él decía, no tenía la menor idea. Sin embargo, procuraba no pensar en ello; es más, rechazaba este pensamiento, porque le torturaba. Sólo tenía un sentimiento y una idea: que era necesario que todo cambiara, fuera como fuere y costara lo que costase. «Sí, cueste lo que cueste», repetía con una energía desesperada, con una firmeza indómita.
Dejándose llevar de una arraigada costumbre, tomó maquinalmente el camino de sus paseos habituales y se dirigió a la plaza del Mercado Central. A medio camino, ante la puerta de una tienda, en la calzada, vio a un joven que ejecutaba en un pequeño órgano una melodía sentimental. Acompañaba a una jovencita de unos quince años, que estaba de pie junto a él, en la acera, y que vestía como
una damisela. Llevaba miriñaque, guantes, mantilla y un sombrero de paja con una pluma de un rojo de fuego, todo ello viejo y ajado.
Estaba cantando una romanza con una voz cascada, pero fuerte y agradable, con la esperanza de que le arrojaran desde la tienda una moneda de dos kopeks. Raskolnikof se detuvo junto a los dos o tres papanatas que formaban el público, escuchó un momento, sacó del bolsillo una moneda de cinco kopeks y la puso en la mano de la muchacha. Ésta interrumpió su nota más aguda y patética como si le hubiesen cortado la voz.
-¡Basta! -gritó a su compañero. Y los dos se trasladaron a la tienda siguiente.
-¿Le gustan las canciones callejeras? -preguntó de súbito Raskolnikof a un transeúnte de cierta edad que había escuchado a los músicos ambulantes y tenía aspecto de paseante desocupado.
El desconocido le miró con un gesto de asombro.
-A mí -continuó Raskolnikof, que parecía hablar de cualquier cosa menos de canciones- me gusta oír cantar al son del órgano en un atardecer otoñal, frío, sombrío y húmedo, húmedo sobre todo; uno de esos atardeceres en que todos los transeúntes tienen el rostro verdoso y triste, y especialmente cuando cae una nieve aguda y vertical que el viento no desvía. ¿Comprende? A través de la nieve se
percibe la luz de los faroles de gas...
Fiódor Dostoyevski, Crimen y castigo, http://www.librosgratisweb.com/html/dostoiewski-fedor/crimen-y-castigo/index.htm
Texto seleccionado por Cristina Martín, segundo bachillerato, curso 2009/2010)
Dejándose llevar de una arraigada costumbre, tomó maquinalmente el camino de sus paseos habituales y se dirigió a la plaza del Mercado Central. A medio camino, ante la puerta de una tienda, en la calzada, vio a un joven que ejecutaba en un pequeño órgano una melodía sentimental. Acompañaba a una jovencita de unos quince años, que estaba de pie junto a él, en la acera, y que vestía como
una damisela. Llevaba miriñaque, guantes, mantilla y un sombrero de paja con una pluma de un rojo de fuego, todo ello viejo y ajado.
Estaba cantando una romanza con una voz cascada, pero fuerte y agradable, con la esperanza de que le arrojaran desde la tienda una moneda de dos kopeks. Raskolnikof se detuvo junto a los dos o tres papanatas que formaban el público, escuchó un momento, sacó del bolsillo una moneda de cinco kopeks y la puso en la mano de la muchacha. Ésta interrumpió su nota más aguda y patética como si le hubiesen cortado la voz.
-¡Basta! -gritó a su compañero. Y los dos se trasladaron a la tienda siguiente.
-¿Le gustan las canciones callejeras? -preguntó de súbito Raskolnikof a un transeúnte de cierta edad que había escuchado a los músicos ambulantes y tenía aspecto de paseante desocupado.
El desconocido le miró con un gesto de asombro.
-A mí -continuó Raskolnikof, que parecía hablar de cualquier cosa menos de canciones- me gusta oír cantar al son del órgano en un atardecer otoñal, frío, sombrío y húmedo, húmedo sobre todo; uno de esos atardeceres en que todos los transeúntes tienen el rostro verdoso y triste, y especialmente cuando cae una nieve aguda y vertical que el viento no desvía. ¿Comprende? A través de la nieve se
percibe la luz de los faroles de gas...
Fiódor Dostoyevski, Crimen y castigo, http://www.librosgratisweb.com/html/dostoiewski-fedor/crimen-y-castigo/index.htm
Texto seleccionado por Cristina Martín, segundo bachillerato, curso 2009/2010)
Etiquetas:
Dostoievski_Fiodor Mijailovski (1821-1881)
Corazón herido, Charles Baudelaire
Esta noche la luna sueña con más pereza,
Cual si fuera una bella hundida entre cojines
Que acaricia con mano discreta y ligerísima,
Antes de adormecerse, el contorno del seno.
Sobre el dorso de seda de deslizantes nubes,
Moribunda, se entrega a prolongados éxtasis,
Y pasea su mirada sobre visiones blancas,
Que ascienden al azul igual que floraciones.
Cuando sobre este globo, con languidez ociosa,
Ella deja rodar una furtiva lágrima,
Un piadoso poeta, enemigo del sueño,
De su mano en el hueco, coge la fría gota
como un fragmento de ópalo de irisados reflejos.
Y la guarda en su pecho, lejos del sol voraz.
(Charles Baudelaire, Corazón herido, http://fragmentosdelcorazon.blogspot.com/2008/08/charles-baudelaire.html . Seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo bachillerato, curso 2009/2010)
Cual si fuera una bella hundida entre cojines
Que acaricia con mano discreta y ligerísima,
Antes de adormecerse, el contorno del seno.
Sobre el dorso de seda de deslizantes nubes,
Moribunda, se entrega a prolongados éxtasis,
Y pasea su mirada sobre visiones blancas,
Que ascienden al azul igual que floraciones.
Cuando sobre este globo, con languidez ociosa,
Ella deja rodar una furtiva lágrima,
Un piadoso poeta, enemigo del sueño,
De su mano en el hueco, coge la fría gota
como un fragmento de ópalo de irisados reflejos.
Y la guarda en su pecho, lejos del sol voraz.
(Charles Baudelaire, Corazón herido, http://fragmentosdelcorazon.blogspot.com/2008/08/charles-baudelaire.html . Seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo bachillerato, curso 2009/2010)
David Copperfield "Capítulo VII.Charles Dickens
Las clases empezaron en serio al día siguiente. Recuerdo cómo me impresionó el ruido de las voces en la sala de estudio, trocada de pronto en un silencio de muerte cuando míster Creakle entró, después del desayuno, y desde la puerta nos miró a todos como el gigante de los cuentos de hadas contempla a sus cautivos.
Tungay entró con él, y a mí me pareció que no había motivo para gritar de aquel modo:
«¡Silencio!», pues estábamos todos petrificados, mudos e inmóviles.
-Se le vio a míster Creakle mover los labios y se oyó a Tungay.
-Muchachos: empezamos el curso; cuidado con lo que se hace, y tomad con afán vuestros estudios, os lo aconsejo, porque yo también vengo decidido a tomar con afán los castigos. Y no tendré piedad. Y os prometo que por mucho que os restreguéis después no lograréis quitaros las huellas de mis golpes. Ahora ¡al trabajo todos!
Cuando terminó este terrible exordio y Tungay se marchó, mister Creakle se acercó a mi pupitre y me dijo que si yo era célebre por morder, también él era una especialidad en aquel arte. Y enseñándome su bastón, me preguntó qué me parecía aquel diente. ¿Era bastante duro? ¿Era fuerte? ¿Tenía las puntas afiladas? ¿Mordía bien? ¿Mordía? Y a cada pregunta me daba tal palo, que me hacía retorcerme. Aquella fue mi confirmación en Salem House, según decía Steerforth; había sido confirmado pronto; igual de pronto estuve deshecho en lágrimas.
Y no vaya a creerse que aquellas demostraciones de atención las recibía yo solo. Al contrario, casi todos los niños (sobre todo los que eran pequeños) se veían favorecidos con igual suerte cada vez que míster Creakle recorría la clase. La mitad del colegio ya estaba retorciéndose antes de que empezasen las tareas del día, y ¡cuántos se retorcían y gritaban antes de que el trabajo del día terminase! Realmente lo recuerdo asustado; pero si contara más detalles, no querrían creerme.
Pienso que no he visto en mi vida un hombre a quien gustase más su oficio que mister Creakle. Se veía que gozaba pegándonos, como si satisficiera un apetito imperioso. Estoy convencido de que no podía resistir el deseo de azotarnos; sobre todo los que éramos gorditos ejercíamos una especie de fascinación sobre él, que no le dejaba descansar hasta que nos marcaba para todo el día. Yo era gordito entonces, y lo he experimentado. Estoy seguro de que ahora, cuando pienso en aquel hombre, la sangre hierve en mis venas con la misma desinteresada indignación que sentiría si hubiera visto sus cosas sin haberlas sufrido, y me indigna porque estoy convencido de que era un malvado sin ningún derecho a cuidar del tesoro que se le confiaba, menos derecho que a ese gran mariscal o general en jefe... Es más, quizá en cualquiera de esos otros dos casos habría hecho infinitamente menos daño.
Miserables, pequeñas víctimas de un ídolo sin piedad, ¡qué abyectos éramos! ¡Qué comienzo en la vida (pienso ahora) el aprender a arrastrarse de aquel modo ante un hombre así!
Todavía me parece estar sentado en mi pupitre y espiando sus ojos, observándolos humildemente, mientras él raya el cuaderno de otra de sus víctimas a quien acaba de cruzar las manos con la regla y que trata de aliviar sus heridas envolviéndoselas en el pañuelo. Tengo mucho que hacer, y si observo sus ojos no es por holgazanería: es una especie de atracción morbosa, un deseo imperioso de saber qué va a hacer, y si me tocará el turno de sufrir o le tocará a otro. Delante de mí hay una fila de los más pequeños, que también está pendiente de sus ojos con el mismo interés. Yo creo que él lo sabe; pero finge no verlo, y gesticula de un modo terrorífico mientras raya el cuaderno; después nos mira de soslayo, y todos nos inclinamos temblorosos sobre los libros; pero al momento volvemos a fijar los ojos en él. Un desgraciado, culpable de haber hecho mal un ejercicio, se acerca a su llamada, balbuciendo excusas y propósitos de hacerlo bien mañana. Míster Creakle hace un chiste cuando le va a pegar. Todos se lo reírnos, ¡miserables perrillos!, se lo reímos, con los rostros más blancos que la muerte y el corazón encogido de miedo.
Todavía me veo sentado en el pupitre en una calurosa tarde de verano. Un rumor sordo me rodea, como si los chicos fueran moscones. Tengo una desagradable sensación de lo que hemos comido (comimos hace una hora o dos) y me siento la cabeza pesada, como si fuera de plomo. Daría el mundo entero por poderme dormir. Tengo los ojos fijos en míster Creakle y abiertos como los de una lechuza. Cuando el sueño me vence demasiado, sigo viéndole a través de una bruma, siempre rayando los cuadernos .... hasta que suavemente llega detrás de mí y me hace tener una percepción más clara de su existencia dándome un bastonazo en la espalda.
Estamos en el patio de recreo, y yo sigo con los ojos fascinados por él, aunque no puedo verle. Allí está la ventana de la habitación donde debe de estar comiendo. Sé que está allí y miro a la ventana. Si pasa por ella su sombra, al instante mi cara adopta una expresión sumisa y resignada. ¡Y si nos mira a través del cristal, hasta los más traviesos (exceptuando Steerforth), se interrumpen en medio de sus gritos para tomar una actitud contemplativa! Un día, Traddles (el chico más desgraciado del colegio) rompió accidentalmente el cristal con su pelota. Aún hoy me estremezco al recordar la tremenda impresión del momento, cuando pensábamos que la pelota habría rebotado en la sagrada cabeza de míster Creakle.
¡Pobre Traddles! Con su traje azul celeste, que le estaba pequeño y hacía que sus brazos y piernas parecieran salchichas alemanas, era el más alegre y el más desgraciado del colegio. Ni un día dejaban de pegarle, creo que ni un solo día, exceptuando un lunes, que fue fiesta, y nada más le dio con la regla en las manos. Siempre estaba diciendo que iba a escribir a su tío quejándose de ello; pero nunca lo hacía. Cuando le habían pegado tenía la costumbre de inclinar la cabeza encima del pupitre durante unos minutos; después se enderezaba alegre y empezaba a reírse, cubriendo la pizarra de esqueletos antes de que sus ojos estuvieran secos. Al principio me extrañaba bastante el consuelo que encontraba dibujando esqueletos, y durante cierto tiempo le consideré como una especie de asceta que trataba de recordar por medio de aquel símbolo de mortalidad lo limitado de todas las cosas, consolándole el pensar que tampoco los palos podían durar siempre. Después supe que si lo hacía así era por ser más fácil, pues no tenía que ponerlos cara.
Traddles era un chico muy bueno y de gran corazón. Consideraba como un deber sagrado para todos los niños el sostenerse unos a otros, y sufrió en muchas ocasiones por este motivo. Una vez Steerforth se echó a reír en la iglesia, y el bedel, creyendo que había sido Traddles, lo arrojó a la calle. Le veo todavía saliendo custodiado bajo las indignadas miradas de los fieles. Nunca dijo quién había sido el verdadero culpable, aunque le castigaron duramente y lo tuvieron preso tantas horas, que al salir del encierro traía un cementerio completo de esqueletos dibujados en su diccionario de latín. En verdad sea dicho que tuvo su compensación. Steerforth dijo de él que era un chico valiente, y a nuestros ojos aquel elogio valía más que nada. Por mi parte, habría sido capaz de soportarlo todo (aunque no era tan bravo como Traddles y además más pequeño) por una recompensa semejante.
Una de las mayores felicidades de mi vida era ver a Steerforth dirigirse a la iglesia delante de nosotros dando el brazo a miss Creakle.
Miss Creakle no me parecía tan bonita como Emily ni estaba enamorado de ella, no me hubiera atrevido; pero la encontraba extraordinariamente atractiva, y en cuanto a gentileza, me parecía que nadie podía comparársela. Cuando Steerforth, con sus pantalones blancos, llevaba su sombrilla, me sentía orgulloso de ser amigo suyo y pensaba que miss Creakle no podía por menos que adorarle. Míster Sharp y míster Mell eran dos personajes muy importantes a mis ojos; pero Steerforth los eclipsaba como el sol eclipsa a las estrellas.
Steerforth continuaba protegiéndome y su amistad me ayudaba mucho, pues nadie se atrevía a meterse con los que él protegía. No podía, ni lo intentó siquiera, defenderme de míster Creakle, que era muy severo conmigo; pero cuando me había tratado con dureza, Steerforth me decía que yo necesitaba algo de su valor; que él no hubiera consentido nunca que le trataran mal, y aquello me animaba y me hacía quererle. Una ventaja saqué, la única que yo sepa, de la severidad con que me trataba míster Creakle, pues pareciéndole que mi letrero le estorbaba al pasar entre los bancos, cuando tenía ganas de pegarme, me lo mandó quitar, y no lo volví a ver.
Una circunstancia fortuita aumentó más aún la intimidad entre Steerforth y yo, de una manera que me causó mucho orgullo y satisfacción, aunque no dejaba de tener sus inconvenientes. En una ocasión en que me hacía el honor de charlar conmigo en el patio de recreo me atreví a hacerle observar que algo o alguien se parecía a algo o a alguien de Peregrine Pickle. Él no me dijo nada entonces; pero cuando nos fuimos a la cama me preguntó si tenía aquel libro.
Le contesté que no, y le expliqué cómo lo había leído, igual que los demás de que ya he hablado.
-¿Y los recuerdas bien? -me preguntó Steerforth.
-¡Oh, sí, perfectamente! -repliqué- Tengo buena memoria, y creo que los recuerdo muy bien todos.
-Entonces ¿quieres que hagamos una cosa, pequeño Copperfield? Me los vas a contar. Yo no puedo dormirme tan temprano, y por lo general me despierto casi de madrugada. Me irás contando uno después de otro y será lo mismo que Las mil y una noches.
La proposición me halagó de un modo extraordinario, y aquella misma noche la pusimos en práctica. ¿Qué mutilaciones cometería yo con mis autores favoritos en el curso de mi interpretación? No estoy en condiciones de decirlo, y además prefiero no saberlo; pero tenía fe profunda en ellos, y, además, lo mejor que creo que tenía era el modo sencillo y grave de contarlos. Con esas cualidades se va lejos.
El reverso de la medalla era que muchas noches tenía un sueño horrible o estaba triste y sin ganas de reanudar la historia. En esas ocasiones era un trabajo duro; pero hubiera sido incapaz de defraudar a Steerforth. También había días en que por la mañana me sentía cansado y me habría gustado una hora más de sueño, y en aquellos momentos no era muy agradable el ser despabilado igual que la sultana Sheerezade y forzado a contar durante largo rato antes de que sonara la campana. Pero Steerforth estaba decidido, y como él me explicaba mis problemas y todo aquello de mis deberes que yo no entendía, no perdía en el cambio. Sin embargo, debo hacerme justicia: ni por un momento me movió el interés ni el egoísmo, ni tampoco el temor. Admiraba a Steerforth y le amaba, y su aprobación lo compensaba todo. Y el sentimiento aquel era tan precioso a mis ojos, que aún ahora, al pensar en aquellas chiquilladas, me duele el corazón.
Steerforth era también muy considerado conmigo y me demostraba mucho interés; sobre todo en una ocasión lo demostró de un modo inflexible. Sospecho que en aquella ocasión debió de ser un poco de suplicio de Tántalo para el pobre Traddles y todos los demás. La prometida carta de Peggotty (¡qué carta tan alegre y animadora era!) llegó en las primeras semanas del semestre, y con ella un bizcocho perfectamente rodeado de naranjas y con dos botellas de vellorita. Este tesoro, como es natural, me apresuré a ponerlo a los pies de Steerforth, rogándole que lo distribuyese.
-Bueno; pero has de saber, pequeño Copperfield, que el vino lo guardaremos para remojarte el gaznate cuando cuentes historias.
Enrojecí ante aquel interés, y, en mi modestia, le supliqué que no pensara semejante cosa. Pero él insistió, diciendo que había observado que algunas veces me ponía ronco, y que, por lo tanto, aquel vino se emplearía desde la primera hasta la última gota en lo que había dicho. En consecuencia, lo guardó en su caja y echó un poco en un frasco, y me lo administraba gota a gota por medio de un palito cuando le parecía que lo necesitaba. A veces lo hacía exprimiendo en el vino jugo de naranja y echándole ginebra. No estoy muy seguro de que el sabor mejorase con aquello ni de que resultara un licor muy estomacal para tomar a las altas horas de la noche y de madrugada; pero yo lo bebía con agradecimiento y era muy sensible a aquellas atenciones.
Me parece que tardé varios meses en contarle la historia de Peregrine Pickle, y más tiempo todavía en las otras novelas. La institución nunca flaqueó por falta de una historia, y el vino duró casi tanto como los relatos. ¡Pobre Traddles! No puedo pensar en él sin una extraña predisposición a reír y a llorar. Por las noches coreaba las historias y afectaba convulsiones de risa en los pasajes cómicos y un miedo mortal en los más peligrosos. A veces casi me cortaba el hilo. Recuerdo que uno de sus grandes gestos era hacer como que no podía por menos de castañetear los dientes cuando mencionaba a los alguaciles en las aventuras de Gil Blas; y recuerdo que cuando Gil Blas se encuentra en Madrid con el capitán de los ladrones, el desgraciado Traddles lanzó tales alaridos de terror, que lo oyó mister Creakle y le dio una soberana paliza.
Yo tenía ya espontáneamente una imaginación romántica y soñadora, y se me acentuaba cada día más con aquellas historias contadas en la oscuridad, por lo que dudo de que aquella práctica me haya resultado beneficiosa; pero el verme mimado por todos, como un juguete, en el dormitorio, y el darme cuenta de la importancia y el atractivo que tenía entre los otros niños (a pesar de ser yo el más pequeño) me estimulaba mucho. En una escuela regida con la crueldad de aquella, por grande que sea el mérito del que la preside no hay cuidado de que se aprenda mucho. Nosotros, en general, éramos los colegiales más ignorantes que pueden existir; estábamos demasiado atormentados y preocupados para poder estudiar, pues nada se consigue hacer en una vida de perpetua intranquilidad y tristeza. Sin embargo, a mí, mi pequeña vanidad, estimulada por Steerforth, me hacía trabajar, y aunque no me salvaba de castigos, evitó, mientras estuve allí, que me hundiera en la pereza general y me hizo asimilar de aquí y de allá algunas briznas de conocimientos.
En esto me ayudaba mucho míster Mell. Me tenía cariño, lo recuerdo con agradecimiento. Observaba con pena cómo Steerforth le trataba con un desprecio sistemático, y no perdía ninguna ocasión de herirle ni de inducir a los demás a hacerlo. Esto me preocupó durante mucho tiempo, porque yo ya le había contado (no hubiera podido dejarle sin participar de un secreto, como de ninguna otra posesión material) lo de las dos ancianas del hospicio que mister Mell había visitado, y temía que Steerforth se aprovechara de ello para hacerle sufrir.
¡Qué poco podíamos imaginar míster Mell y yo, cuando estuve desayunando y durmiendo, escuchando su flauta, las consecuencias que traería la visita al hospicio de mi insignificante personilla! Tuvo las más inesperadas y graves consecuencias.
Sucedió que un día míster Creakle no salió de sus habitaciones por estar indispuesto; esto, naturalmente, nos puso tan contentos, que armamos la mayor algarabía. La enorme satisfacción que experimentábamos nos hacía muy difíciles de manejar, y aunque Tungay apareció dos o tres veces con su pierna de palo y tomó nota con su voz estentórea de los más revoltosos, no causó la menor impresión en los niños. Estaban tan seguros de que hicieran lo que hicieran al día siguiente los castigaban, que preferían divertirse y aprovechar el día.
Era sábado y, por consiguiente, medio día de fiesta; pero el tiempo no estaba para ir de paseo, y para que el ruido en el patio no molestara a míster Creakle, se nos ordenó continuar en clase por la tarde haciendo unos deberes más ligeros, que había preparados para estas ocasiones. Era el día de la semana en que míster Sharp salía siempre a rizar su peluca. Por lo tanto, fue míster Mell, a quien siempre tocaban las cosas más difíciles, quien tuvo que quedarse a pelear con todos aquel día.
Si pudiera asociarse la imagen de un toro, de un oso o de algo semejante a la de míster Mell, yo la compararía con alguno de aquellos animales acosados por un millar de perros, aquella tarde, cuando el ruido era más fuerte. Lo recuerdo apoyando la cabeza en sus delgadas manos, sentado en su pupitre, inclinado sobre un libro y esforzándose en proseguir su cansada labor a través de aquel ruido que habría vuelto loco hasta al presidente de la Cámara de los Comunes. Había chicos que se habían levantado de sus sitios y jugaban a la gallina ciega en un rincón; los había que se reían, que cantaban, que hablaban, que bailaban, que rugían; los había que patinaban; otros saltaban formando corro alrededor del maestro y gesticulaban, le hacían burla por detrás y hasta delante de sus ojos, parodiando su pobreza, sus botas, su traje, hasta a su madre; se burlaban de todo, hasta de lo que más hubieran debido respetar.
-¡Silencio! -gritó de pronto míster Mell, levantándose y dando un golpe en el pupitre con el libro- ¿Qué significa esto? No es posible tolerarlo. ¡Es para volverse loco! ¿Por qué se portan así conmigo, señores?
El libro con que había dado en el pupitre era el mío, y como yo estaba de pie a su lado, siguiendo su mirada vi a los chicos pararse sorprendidos de pronto, quizá algo asustados y también un poco arrepentidos.
El pupitre de Steerforth era el mejor de la clase y estaba al final de la habitación, en el lado opuesto al del maestro. En aquel momento estaba Steerforth recostado en la pared, con las manos en los bolsillos, y cada vez que míster Mell le miraba adelantaba los labios como para silbar.
-¡Silencio, míster Steerforth! -dijo míster Mell.
-Cállese usted primero! -replicó Steerforth, poniéndose muy rojo- ¿Con quién cree usted que está hablando?
-¡Siéntese usted! -replicó míster Mell.
-¡Siéntese usted si quiere! --dijo Steerforth-, y métase donde le llamen.
Hubo cuchicheos y hasta algunos aplausos; pero míster Mell estaba tan pálido, que el silencio se restableció inmediatamente, y un chico que se había puesto detrás de él a imitar a su madre cambió de parecer a hizo como que había ido a preguntarle algo.
-Si piensa usted, Steerforth -continuó míster Mell que no sé la influencia que tiene aquí sobre algunos espíritus (sin darse cuenta, supongo, puso la mano sobre mi cabeza) o que no le he observado hace pocos minutos provocando a los pequeños para que me insultasen de todas las maneras imaginables, se equivoca.
-No me tomo la molestia de pensar en usted -dijo Steerforth fríamente-; por lo tanto, no puedo equivocarme.
-Y cuando abusa usted de su situación de favorito aquí para insultar a un caballero...
-¿A quién? ¿Dónde está? -dijo Steerforth.
En esto alguien gritó:
-¡Qué vergüenza, Steerforth; eso está muy mal!
Era Traddles, a quien míster Mell ordenó inmediatamente silencio.
-Cuando insulta usted así a alguien que es desgraciado y que nunca le ha hecho el menor daño; a quien tendría usted muchas razones para respetar ya que tiene usted edad suficiente, tanto como inteligencia, para comprender -dijo mister Mell con los labios cada vez más temblorosos-; cuando hace usted eso, mister Steerforth, comete usted una cobardía y una bajeza. Puede usted sentarse o continuar de pie, como guste. Copperfield, continúe.
-Pequeño Copperfield --dijo Steerforth, avanzando hacia el centro de la habitación-, espérate un momento. Tengo que decirle, míster Mell, de una vez para siempre, que cuando se torna usted la libertad de llamarme cobarde o miserable o algo semejante, es usted un mendigo desvergonzado. Usted sabe que siempre es un mendigo; pero cuando hace eso es un mendigo desvergonzado.
No sé si Steerforth iba a pegar a míster Mell, o si mister Mell iba a pegar a Steerforth, ni cuáles eran sus respectivas intenciones; pero de pronto vi que una rigidez mortal caía sobre la clase entera, como si se hubieran vuelto todos de piedra, y encontré a míster Creakle en medio de nosotros, con Tungay a su lado. Miss y mistress Creakle se asomaban a la puerta con caras asustadas.
Míster Mell, con los codos encima del pupitre y el rostro entre las manos, continuaba en silencio.
-Mister Mell -dijo míster Creakle, sacudiéndole un brazo, y su cuchicheo era ahora tan claro que Tungay no juzgó necesario repetir sus palabras-. ¿Espero que no se habrá usted olvidado?
-No, señor, no -contestó míster Mell levantando su rostro, sacudiendo la cabeza y restregándose las manos con mucha agitación-; no, señor, no; me he acordado..., no, mister Creakle; no me he olvidado... Yo... he recordado.... yo... desearía que usted me recordase a mí un poco más, mister Creakle... Sería más generoso, más justo, y me evitaría ciertas alusiones.
Mister Creakle, mirando duramente a mister Mell, apoyó su mano en el hombro de Tungay, subió al estrado y se sentó en su mesa. Después de mirar mucho tiempo a mister Mell desde su trono, mientras él seguía sacudiendo la cabeza y restregándose las manos, en el mismo estado de agitación, mister Creakle se volvió hacia Steerforth y dijo:
-Steerforth, puesto que mister Mell no se digna explicarse, ¿quiere usted decirme qué sucede?
Steerforth eludió durante unos minutos la pregunta, mirando con desprecio y cólera a su contrario. Recuerdo que en aquel intervalo no pude por menos de pensar en lo noble y lo hermoso del aspecto de Steerforth comparado con mister Mell.
-¡Bien! Veamos qué ha querido decir al hablar de favoritos -dijo por fin Steerforth.
-¿Favoritos? -repitió mister Creakle con las venas de la frente a punto de estallar- ¿Quién se ha atrevido a hablar de favoritos?
-Él -dijo Steerforth.
-¿Y qué entiende usted por eso, caballero? Haga el favor -pregunto mister Creakle volviéndose furioso hacia el profesor.
-Me refería, mister Creakle -respondió en voz muy baja-, quería decir que ninguno de los alumnos tenía derecho a abusar de su situación de favorito degradándome.
-¿Degradándole? -repitió mister Creakle-. ¡Dios mío! Pero bueno, mister no sé cuántos (y aquí mister Creakle cruzó los brazos, con bastón y todo, sobre el pecho, y frunció tanto las cejas, que sus ojillos eran casi invisibles), ¿quiere usted decirme si al hablar de favoritos me demuestra el respeto que me debe? Que me debe -repitió mister Creakle adelantando la cabeza y retirándola enseguida-, a mí, que soy el director de este establecimiento, del que usted no es más que un empleado.
-En efecto, hice mal en decirlo; estoy dispuesto a reconocerlo --contestó míster Mell-; y no lo habría hecho si no me hubieran empujado a ello.
Aquí Steerforth intervino.
-Me ha llamado cobarde y miserable, y entonces yo le he dicho que él era un mendigo. Si no hubiera estado encolerizado no le habría llamado mendigo; pero lo he hecho, y estoy dispuesto a soportar las consecuencias de ello.
Quizá sin darme cuenta de si aquello podría tener o no consecuencias para Steerforth, me sentí orgulloso de aquellas nobles palabras, y en todos los niños produjo la misma impresión, pues hubo un murmullo; pero nadie pronunció una palabra.
-Me sorprende, Steerforth, aunque su ingenuidad le hace honor, ¡le hace honor, es evidente! Repito que me sorprende, Steerforth, que usted haya podido calificar así a un profesor empleado y pagado en Salem House.
Steerforth soltó una carcajada.
-Eso no es contestar a mi observación, caballero -dijo míster Creakle-; espero más de usted, Steerforth.
Si míster Mell me había parecido vulgar al lado de Steerforth, sería imposible decir lo que me parecía míster Creakle.
---Que lo niegue --dijo Steerforth.
-¿Que niegue que es un mendigo, Steerforth? -exclamó míster Creakle-. ¿Acaso va pidiendo por las calles?
-Si él no es un mendigo, lo es su pariente más cercana --dijo Steerforth-. Por lo tanto, es lo mismo.
Me lanzó una mirada, y la mano de míster Mell me acarició cariñosamente el hombro. Le miré con rubor en mi rostro y remordimiento en el corazón; pero los ojos de míster Mell estaban fijos en Steerforth. Continuaba acariciándome con dulzura en el hombro; pero le miraba a él.
-Puesto que espera usted de mí, míster Creakle, que me justifique -dijo Steerforth- y que diga a lo que me refiero, lo que tengo que decir es que su madre vive de caridad en un asilo.
Míster Mell seguía mirándole y seguía acariciándome con dulzura en el hombro. Me pareció que se decía a sí mismo en un murmullo: «Sí; es lo que me temía».
Míster Creakle se volvió hacia el profesor con cara severa y una amabilidad forzada:
-Ahora, míster Mell, ya ha oído usted lo que dice este caballero. ¿Quiere tener la bondad, haga el favor, de rectificar ante la escuela entera?
-Tiene razón, señor; no hay que rectificar -contestó míster Mell en medio de un profundo silencio-; lo que ha dicho es verdad.
-Entonces tenga la bondad de declarar públicamente, se lo ruego -contestó míster Creakle, poniendo la cabeza de lado y paseando la mirada sobre todos nosotros-, si he sabido yo nunca semejante cosa antes de este momento.
-Directamente, creo que no -contestó míster Mell.
-¡Cómo! ¿No lo sabe usted? ¿Qué quiere decir eso?
-Supongo que nunca se ha figurado usted que mi posición era ni siquiera un poquito desahogada -dijo el profesor-, puesto que sabe usted cuál ha sido siempre mi situación aquí.
-Al oírle hablar de ese modo, temo -contestó míster Creakle con las venas más hinchadas que nunca- que ha estado usted aquí en una situación falsa y ha tomado esto por una escuela de caridad o algo semejante. Míster Mell, debemos separarnos cuanto antes.
-No habrá mejor momento que ahora mismo --dijo míster Mell levantándose.
-¡Caballero! -exclamó míster Creakle.
-Me despido de usted, míster Creakle, y de todos ustedes -pronunció míster Mell mirándonos a todos y acariciándome de nuevo el hombro-. James Steerforth, lo mejor que puedo desearle es que algún día se avergüence de lo que ha hecho hoy. Por el momento, prefiero que no sea mi amigo ni de nadie por quien yo me interese.
Una vez más apoyó su mano en mi hombro con dulzura y, después, cogiendo la flauta y algunos libros de su pupitre y dejando la llave en él para su sucesor, salió de la escuela. Míster Creakle hizo entonces una alocución por medio de Tungay, en que daba las gracias a Steerforth por haber defendido (aunque quizá con demasiado calor) la independencia y respetabilidad de Salem House; después le estrecho la mano, mientras nosotros lanzábamos tres vivas. Yo no supe por qué; pero suponiendo que eran para Steerforth, me uní a ellos con entusiasmo, aunque en el fondo me sentía triste. Al salir, míster Creakle le pegó un bastonazo a Tommy Traddles porque estaba llorando en lugar de adherirse a nuestros vivas, y después se volvió a su diván o a su cama; en fin, adonde fuera.
Cuando nos quedamos solos estábamos todos muy desconcertados y no sabíamos qué decir. Por mi parte, sentía mucho y me reprochaba, arrepentido, la parte que había tenido en lo sucedido; pero no hubiera sido capaz de dejar ver mis lágrimas, por temor a que Steerforth, que me estaba mirando, se pudiera enfadar o le pareciese poco respetuoso, teniendo en cuenta nuestras respectivas edades y el sentimiento de admiración con que yo le miraba. Steerforth estaba muy enfadado con Traddles, y decía que habían hecho muy bien en pegarle.
El pobre Traddles, pasado ya su primer momento de desesperación, con la cabeza encima del pupitre, se consolaba, como de costumbre, pintando un regimiento de esqueletos, y dijo que le tenía sin cuidado lo que a él le pareciera, y que se habían portado muy mal con míster Mell.
-¿Y quién se ha portado mal con él, señorita? -dijo Steerforth.
-Tú -dijo Traddles.
-¿Pues qué le he hecho? -insistió Steerforth.
-¿Cómo que qué le has hecho? -replicó Traddles-. Herir todos sus sentimientos y hacerle perder la colocación que tenía.
-¡Sus sentimientos! -repitió Steerforth desdeñosamente-. Sus sentimientos se repondrán pronto. ¿O es que crees que son como los tuyos, señorita Traddles? En cuanto a su colocación, ¡era tan estupenda! ¿Pensáis que no voy a escribir a mi madre diciéndole que le mande dinero?
Todos admiramos las nobles intenciones de Steerforth, cuya madre era una viuda rica y dispuesta según decía él, a hacer todo lo que su hijo quisiera. Estábamos encantados de ver cómo había puesto a Traddles en su puesto, y le exaltamos hasta las estrellas, especialmente cuando nos dijo que se había decidido a hacerlo y lo había hecho exclusivamente por nosotros y por nuestra causa, y que no había tenido en ello ni el menor pensamiento de egoísmo.
Pero debo decir que aquella noche, mientras estaba contando mi novela en la oscuridad del dormitorio, me parecía oír en mi oído tristemente la flauta de míster Mell; y cuando, por último, Steerforth se durmió y yo me dejé caer en la cama, al pensar que quizá en aquel momento aquella flauta estaría sonando dolorosamente, me sentí desgraciado por completo.
Pronto lo olvidé todo, en mi constante admiración por Steerforth, que como interesado y sin abrir un libro (a mí me parecía que los sabía todos de memoria) repasaba sus clases mientras venía un nuevo profesor. El que vino salía de una escuela elemental, y antes de entrar en funciones fue invitado a comer por míster Creakle un día, para serle presentado a Steerforth. Steerforth lo aprobó y nos dijo que era un Brick, y aunque yo no entendía exactamente lo que quería decir aquello, le respeté al momento, y no se me ocurrió dudar de su saber, aunque nunca se tomó por mí el interés que se había tomado míster Mell.
Sólo hubo otro acontecimiento en aquel semestre de la vida escolar que me impresionara de un modo persistente. Fue por varias razones.
Una tarde en que estábamos en la mayor confusión, y míster Creakle pegándonos sin descansar, se asomó Tungay gritando con su terrible voz de trueno:
-Visita para Copperfield.
Cambió unas breves palabras con míster Creakle sobre la habitación a que los pasaría y diciéndole quiénes eran. Entre tanto, yo estaba de pie y a punto de ponerme malo por la sorpresa. Me dijeron que subiera a ponerme un cuello limpio antes de aparecer en el salón. Obedecí estas órdenes en un estado de emoción distinta a todo lo que había sentido hasta entonces, y al llegar a la puerta, pensando que quizá fuese mi madre (hasta aquel momento sólo había pensado en miss o míster Murdstone), me detuve un momento sollozando.
Al entrar no vi a nadie, pero sentí que estaban detrás de la puerta. Miré y con gran sorpresa me encontré con míster Peggotty y con Ham, que se quitaban ante mí el sombrero y se inclinaban para saludarme. No pude por menos de echarme a reír; pero era más por la alegría de verlos que por sus reverencias.
Nos estrechamos las manos con gran cordialidad, y yo me reía, me reía, hasta que tuve que sacar el pañuelo para secar mis lágrimas.
Míster Peggotty (recuerdo que no cerró la boca durante todo el tiempo que duró la visita) pareció conmoverse cuando me vio llorar, y le hizo señas a Ham de que dijera algo.
-Vamos, más alegría, señorito Davy --dijo Ham en su tono cariñoso-. Pero ¡cómo ha crecido!
-¿He crecido? -dije enjugándome los ojos.
No sé por qué lloraba. Debía de ser la alegría de verlos.
-¿Que si ha crecido el señorito Davy? ¡Ya lo creo que ha crecido! -dijo Ham.
-¡Ya lo creo que ha crecido! -dijo míster Peggotty.
Empezaron a reírse de nuevo uno y otro, y los tres terminamos riendo hasta que estuve a punto de volver a llorar.
-¿Y sabe usted cómo está mamá, míster Peggotty? -dije- ¿Y cómo mi querida Peggotty?
-Están divinamente -dijo míster Peggotty.
-¿Y la pequeña Emily y mistress Gudmige?
-Divinamente están -dijo míster Peggotty.
Hubo un silencio. Para romperlo, míster Peggotty sacó dos prodigiosas langostas y un enorme cangrejo; además, una bolsa repleta de gambas, y lo fue amontonando en los brazos de Ham.
-¿Sabe usted, señorito? Nos hemos tomado la libertad de traerle estas pequeñeces acordándonos de lo que le gustaban cuando estuvo usted en Yarmouth. La vieja comadre es quien las ha cocido. Sí, las ha cocido ella, mistress Gudmige -dijo míster Peggotty muy despacio; parecía que se agarraba a aquel asunto, no encontrando otro a mano- Se lo aseguro; las ha cocido ella.
Les dije cómo lo agradecía, y míster Peggotty, después de mirar a Ham, que no sabía qué hacer con los crustáceos, y sin tener la menor intención de ayudarle, añadió:
-Hemos venido, con el viento y la marea a nuestro favor, en uno de los barcos desde Yarmouth a Gravesen. Mi hermana me había escrito el nombre de este sitio, diciéndome que si la casualidad me traía hacia Gravesen no dejara de ver al señorito Davy para darle recuerdos y decirle que toda la familia está divinamente. Ve usted. Cuando volvamos, Emily escribirá a mi hermana contándole que le hemos visto a usted y que le hemos encontrado también divinamente. Resultará un gracioso tiovivo.
Tuve que reflexionar un rato antes de comprender lo que míster Peggotty quería decir con su metáfora expresiva respecto a la vuelta que darían así las noticias. Le di las gracias de todo corazón, y dije, consciente de que me ruborizaba, que suponía que la pequeña Emily también habría crecido desde la época en que corríamos juntos por la playa.
-Está haciéndose una mujer; eso es lo que está haciéndose -dijo míster Peggotty-. Pregúnteselo a él.
Me señalaba a Ham, que me hizo un alegre signo de afirmación por encima de la bolsa de gambas.
-¡Y qué cara tan bonita tiene! -dijo míster Peggotty con la suya resplandeciente de felicidad.
-¡Y es tan estudiosa! -dijo Ham.
-Pues ¿y la escritura? Negra como la tinta, y tan grande que podrá leerse desde cualquier distancia.
Era un espectáculo encantador el entusiasmo de míster Peggotty por su pequeña favorita.
Le veo todavía ante mí con su rostro radiante de cariño y de orgullo, para el que no encuentro descripción. Sus honrados ojos se encienden y se animan, lanzando chispas. Su ancho pecho respira con placer. Sus manos se juntan y estrechan en la emoción, y el enorme brazo con que acciona ante mi vista de pigmeo me parece el martillo de una fragua.
Ham estaba tan emocionado como él. Y creo que habrían seguido hablando mucho de Emily si no se hubieran cortado con la inesperada aparición de Steerforth, quien al verme en un rincón hablando con extraños detuvo la canción que tarareaba y dijo.
-No sabía que estuvieras aquí, pequeño Copperfield (no estaba en la sala de visitas), y cruzó ante nosotros.
No estoy muy seguro de si era que estaba orgulloso de tener un amigo como Steerforth, o si sólo deseaba explicarle cómo era que estaba con un amigo como míster Peggotty, el caso es que le llamé y le dije con modestia (¡Dios mío qué presente tengo todo esto después de tanto tiempo!):
-No te vayas, Steerforth, hazme el favor. Son dos pescadores de Yarmouth, muy buenas gentes, parientes de mi niñera, que han venido de Gravesen a verme.
-¡Ah, ah! -dijo Steerforth acercándose- Encantado de verles. ¿Cómo están ustedes?
Tenía una soltura en los modales, una gracia espontánea y clara, que atraía. Todavía recuerdo su manera de andar, su alegría, su dulce voz, su rostro y su figura, y sé que tenía un poder de atracción que muy pocos poseen, que le hacía doblegar a todo lo que era más débil, y que había muy pocos que se le resistieran. También a ellos les conquistó al momento, y estuvieron dispuestos a abrir su corazón desde el primer instante.
-Haga usted el favor de decir en mi casa, míster Peggotty, cuando escriba, que míster Steerforth es muy bueno conmigo y que no sé lo que habría sido de mí aquí sin él.
-¡Qué tontería! -dijo Steerforth-. ¡Haga el favor de no decir nada de eso!
-Y si míster Steerforth viniera alguna vez a Norfolk o Sooffolk mientras esté yo allí, puede usted estar seguro, míster Peggotty, de que lo llevaré a Yarmouth a enseñarle su casa. Nunca habrás visto nada semejante, Steerforth. Está hecha en un barco.
-¿Está hecha en un barco? -dijo Steerforth-. Entonces es la casa más a propósito para un marino de pura raza.
-Eso es, señorito, eso es -exclamó Ham riendo-. Este caballero tiene mucha razón, señorito Davy. De un marino de pura raza; eso es, eso es. ¡Ah! ¡Ah!
Míster Peggotty no estaba menos halagado que su sobrino; pero su modestia no le permitía aceptar un cumplido personal de un modo tan ruidoso,
-Bien, señorito -dijo inclinándose y metiéndose las puntas de la corbata en el chaleco-; se lo agradezco mucho. Yo nada más trato de cumplir mi deber en mi oficio, señorito.
-¿Qué más puede pedirse, míster Peggotty? -le contestó Steerforth. (Ya sabía su nombre.)
-Estoy seguro de que usted hará lo mismo --dijo míster Peggotty moviendo la cabeza- Y hará usted bien, muy bien. Estoy muy agradecido de su acogida; soy rudo, señorito, pero soy franco; al menos me creo que lo soy, ¿comprende usted? Mi casa no tiene nada que merezca la pena, señorito; pero está a su disposición si alguna vez se le ocurre ir a verla con el señorito Davy. ¡Bueno! Estoy aquí como un caracol -dijo míster Peggotty, refiriéndose a que tardaba en irse, pues lo había intentado después de cada frase sin conseguirlo-. ¡Vamos, les deseo que sigan con tan buena salud y que sean felices!
Ham se unió a sus votos y nos separamos con mucho cariño. Aquella noche estuve casi a punto de hablarle a Steerforth de la pequeña Emily; pero era tan tímido, que no me atrevía ni a nombrarla; además tuve miedo de que fuera a reírse. Recuerdo que me preocupaba mucho y de un modo molesto lo que me habían dicho de que se estaba haciendo una mujer; pero al fin decidí que era una tontería.
Transportamos aquellas «porquerías», como las había llamado modestamente míster Peggotty, al dormitorio, sin que nadie lo viera, y tuvimos banquete aquella noche. Pero Traddles no podía salir felizmente de nada. Tenía la desgracia de no poder soportar ni una comida extraordinaria como otro cualquiera y se puso muy malo, tan malo, a consecuencia de la langosta, que le hicieron beber cosas negras y tragar unas píldoras azules, lo que, según Demple, cuyo padre era médico, habría sido suficiente para matar a un caballo. Además, recibió una paliza y seis capítulos del Testamento griego por negarse en rotundo a confesar la causa.
El resto del semestre confunde en mi memoria la monotonía diaria y triste de nuestras vidas: la huida del verano; el frío de la mañana al saltar de la cama y el frío más frío todavía de la noche cuando volvíamos a ella. Por la tarde la clase estaba mal alumbrada y peor calentada, y por la mañana, igual que una nevera; la alternativa entre la carne de vaca cocida y asada y del cordero cocido y del cordero asado; el pan con mantequilla; el jaleo de libros y de pizarras rotas, de cuadernos manchados de lágrimas, de bastonazos, de golpes dados con la regla, del corte de cabellos, de domingos lluviosos y de los puddings agrios; el todo rodeado de una atmósfera sucia, impregnada de tinta.
Recuerdo cómo la lejanía de las vacaciones, después de parecer que había estado detenida durante tanto tiempo, empezaba a acercarse a nosotros poco a poco. Y cómo de contar por meses el tiempo que faltaba llegamos a contarlo por semanas y después ya por días. El miedo que pasé pensando que quizá no fueran a buscarme, y después, cuando supe por Steerforth que me habían llamado, el temor de romperme alguna pierna o que ocurriera algo. Y ¡cómo iba cambiando de sitio el bendito día señalado! Después de ser dentro de quince días, era a la otra semana; después, ya en esta misma; luego, pasado mañana; luego, mañana, y, por fin, hoy, esta noche, subo a la diligencia de Yarmouth y ya estoy camino de mi casa.
Dormí, con varias interrupciones, en el coche de Yarmouth, y tuve muchos sueños incoherentes sobre aquellos recuerdos. Me despertaba a intervalos, y el musgo que veía al asomarme no era ya el del patio de recreo de Salem House, y los golpes que oían mis oídos no eran los de míster Creakle castigando al buen Traddles, sino los latigazos que el cochero arreaba a los caballos.
Charles Dickens, David Copperfield, capítulo VII, Mi primer semestre en Salem House,http://es.wikisource.org/wiki/David_Copperfield_-_Primera_Parte_-_Cap%C3%ADtulo_VII.
Tungay entró con él, y a mí me pareció que no había motivo para gritar de aquel modo:
«¡Silencio!», pues estábamos todos petrificados, mudos e inmóviles.
-Se le vio a míster Creakle mover los labios y se oyó a Tungay.
-Muchachos: empezamos el curso; cuidado con lo que se hace, y tomad con afán vuestros estudios, os lo aconsejo, porque yo también vengo decidido a tomar con afán los castigos. Y no tendré piedad. Y os prometo que por mucho que os restreguéis después no lograréis quitaros las huellas de mis golpes. Ahora ¡al trabajo todos!
Cuando terminó este terrible exordio y Tungay se marchó, mister Creakle se acercó a mi pupitre y me dijo que si yo era célebre por morder, también él era una especialidad en aquel arte. Y enseñándome su bastón, me preguntó qué me parecía aquel diente. ¿Era bastante duro? ¿Era fuerte? ¿Tenía las puntas afiladas? ¿Mordía bien? ¿Mordía? Y a cada pregunta me daba tal palo, que me hacía retorcerme. Aquella fue mi confirmación en Salem House, según decía Steerforth; había sido confirmado pronto; igual de pronto estuve deshecho en lágrimas.
Y no vaya a creerse que aquellas demostraciones de atención las recibía yo solo. Al contrario, casi todos los niños (sobre todo los que eran pequeños) se veían favorecidos con igual suerte cada vez que míster Creakle recorría la clase. La mitad del colegio ya estaba retorciéndose antes de que empezasen las tareas del día, y ¡cuántos se retorcían y gritaban antes de que el trabajo del día terminase! Realmente lo recuerdo asustado; pero si contara más detalles, no querrían creerme.
Pienso que no he visto en mi vida un hombre a quien gustase más su oficio que mister Creakle. Se veía que gozaba pegándonos, como si satisficiera un apetito imperioso. Estoy convencido de que no podía resistir el deseo de azotarnos; sobre todo los que éramos gorditos ejercíamos una especie de fascinación sobre él, que no le dejaba descansar hasta que nos marcaba para todo el día. Yo era gordito entonces, y lo he experimentado. Estoy seguro de que ahora, cuando pienso en aquel hombre, la sangre hierve en mis venas con la misma desinteresada indignación que sentiría si hubiera visto sus cosas sin haberlas sufrido, y me indigna porque estoy convencido de que era un malvado sin ningún derecho a cuidar del tesoro que se le confiaba, menos derecho que a ese gran mariscal o general en jefe... Es más, quizá en cualquiera de esos otros dos casos habría hecho infinitamente menos daño.
Miserables, pequeñas víctimas de un ídolo sin piedad, ¡qué abyectos éramos! ¡Qué comienzo en la vida (pienso ahora) el aprender a arrastrarse de aquel modo ante un hombre así!
Todavía me parece estar sentado en mi pupitre y espiando sus ojos, observándolos humildemente, mientras él raya el cuaderno de otra de sus víctimas a quien acaba de cruzar las manos con la regla y que trata de aliviar sus heridas envolviéndoselas en el pañuelo. Tengo mucho que hacer, y si observo sus ojos no es por holgazanería: es una especie de atracción morbosa, un deseo imperioso de saber qué va a hacer, y si me tocará el turno de sufrir o le tocará a otro. Delante de mí hay una fila de los más pequeños, que también está pendiente de sus ojos con el mismo interés. Yo creo que él lo sabe; pero finge no verlo, y gesticula de un modo terrorífico mientras raya el cuaderno; después nos mira de soslayo, y todos nos inclinamos temblorosos sobre los libros; pero al momento volvemos a fijar los ojos en él. Un desgraciado, culpable de haber hecho mal un ejercicio, se acerca a su llamada, balbuciendo excusas y propósitos de hacerlo bien mañana. Míster Creakle hace un chiste cuando le va a pegar. Todos se lo reírnos, ¡miserables perrillos!, se lo reímos, con los rostros más blancos que la muerte y el corazón encogido de miedo.
Todavía me veo sentado en el pupitre en una calurosa tarde de verano. Un rumor sordo me rodea, como si los chicos fueran moscones. Tengo una desagradable sensación de lo que hemos comido (comimos hace una hora o dos) y me siento la cabeza pesada, como si fuera de plomo. Daría el mundo entero por poderme dormir. Tengo los ojos fijos en míster Creakle y abiertos como los de una lechuza. Cuando el sueño me vence demasiado, sigo viéndole a través de una bruma, siempre rayando los cuadernos .... hasta que suavemente llega detrás de mí y me hace tener una percepción más clara de su existencia dándome un bastonazo en la espalda.
Estamos en el patio de recreo, y yo sigo con los ojos fascinados por él, aunque no puedo verle. Allí está la ventana de la habitación donde debe de estar comiendo. Sé que está allí y miro a la ventana. Si pasa por ella su sombra, al instante mi cara adopta una expresión sumisa y resignada. ¡Y si nos mira a través del cristal, hasta los más traviesos (exceptuando Steerforth), se interrumpen en medio de sus gritos para tomar una actitud contemplativa! Un día, Traddles (el chico más desgraciado del colegio) rompió accidentalmente el cristal con su pelota. Aún hoy me estremezco al recordar la tremenda impresión del momento, cuando pensábamos que la pelota habría rebotado en la sagrada cabeza de míster Creakle.
¡Pobre Traddles! Con su traje azul celeste, que le estaba pequeño y hacía que sus brazos y piernas parecieran salchichas alemanas, era el más alegre y el más desgraciado del colegio. Ni un día dejaban de pegarle, creo que ni un solo día, exceptuando un lunes, que fue fiesta, y nada más le dio con la regla en las manos. Siempre estaba diciendo que iba a escribir a su tío quejándose de ello; pero nunca lo hacía. Cuando le habían pegado tenía la costumbre de inclinar la cabeza encima del pupitre durante unos minutos; después se enderezaba alegre y empezaba a reírse, cubriendo la pizarra de esqueletos antes de que sus ojos estuvieran secos. Al principio me extrañaba bastante el consuelo que encontraba dibujando esqueletos, y durante cierto tiempo le consideré como una especie de asceta que trataba de recordar por medio de aquel símbolo de mortalidad lo limitado de todas las cosas, consolándole el pensar que tampoco los palos podían durar siempre. Después supe que si lo hacía así era por ser más fácil, pues no tenía que ponerlos cara.
Traddles era un chico muy bueno y de gran corazón. Consideraba como un deber sagrado para todos los niños el sostenerse unos a otros, y sufrió en muchas ocasiones por este motivo. Una vez Steerforth se echó a reír en la iglesia, y el bedel, creyendo que había sido Traddles, lo arrojó a la calle. Le veo todavía saliendo custodiado bajo las indignadas miradas de los fieles. Nunca dijo quién había sido el verdadero culpable, aunque le castigaron duramente y lo tuvieron preso tantas horas, que al salir del encierro traía un cementerio completo de esqueletos dibujados en su diccionario de latín. En verdad sea dicho que tuvo su compensación. Steerforth dijo de él que era un chico valiente, y a nuestros ojos aquel elogio valía más que nada. Por mi parte, habría sido capaz de soportarlo todo (aunque no era tan bravo como Traddles y además más pequeño) por una recompensa semejante.
Una de las mayores felicidades de mi vida era ver a Steerforth dirigirse a la iglesia delante de nosotros dando el brazo a miss Creakle.
Miss Creakle no me parecía tan bonita como Emily ni estaba enamorado de ella, no me hubiera atrevido; pero la encontraba extraordinariamente atractiva, y en cuanto a gentileza, me parecía que nadie podía comparársela. Cuando Steerforth, con sus pantalones blancos, llevaba su sombrilla, me sentía orgulloso de ser amigo suyo y pensaba que miss Creakle no podía por menos que adorarle. Míster Sharp y míster Mell eran dos personajes muy importantes a mis ojos; pero Steerforth los eclipsaba como el sol eclipsa a las estrellas.
Steerforth continuaba protegiéndome y su amistad me ayudaba mucho, pues nadie se atrevía a meterse con los que él protegía. No podía, ni lo intentó siquiera, defenderme de míster Creakle, que era muy severo conmigo; pero cuando me había tratado con dureza, Steerforth me decía que yo necesitaba algo de su valor; que él no hubiera consentido nunca que le trataran mal, y aquello me animaba y me hacía quererle. Una ventaja saqué, la única que yo sepa, de la severidad con que me trataba míster Creakle, pues pareciéndole que mi letrero le estorbaba al pasar entre los bancos, cuando tenía ganas de pegarme, me lo mandó quitar, y no lo volví a ver.
Una circunstancia fortuita aumentó más aún la intimidad entre Steerforth y yo, de una manera que me causó mucho orgullo y satisfacción, aunque no dejaba de tener sus inconvenientes. En una ocasión en que me hacía el honor de charlar conmigo en el patio de recreo me atreví a hacerle observar que algo o alguien se parecía a algo o a alguien de Peregrine Pickle. Él no me dijo nada entonces; pero cuando nos fuimos a la cama me preguntó si tenía aquel libro.
Le contesté que no, y le expliqué cómo lo había leído, igual que los demás de que ya he hablado.
-¿Y los recuerdas bien? -me preguntó Steerforth.
-¡Oh, sí, perfectamente! -repliqué- Tengo buena memoria, y creo que los recuerdo muy bien todos.
-Entonces ¿quieres que hagamos una cosa, pequeño Copperfield? Me los vas a contar. Yo no puedo dormirme tan temprano, y por lo general me despierto casi de madrugada. Me irás contando uno después de otro y será lo mismo que Las mil y una noches.
La proposición me halagó de un modo extraordinario, y aquella misma noche la pusimos en práctica. ¿Qué mutilaciones cometería yo con mis autores favoritos en el curso de mi interpretación? No estoy en condiciones de decirlo, y además prefiero no saberlo; pero tenía fe profunda en ellos, y, además, lo mejor que creo que tenía era el modo sencillo y grave de contarlos. Con esas cualidades se va lejos.
El reverso de la medalla era que muchas noches tenía un sueño horrible o estaba triste y sin ganas de reanudar la historia. En esas ocasiones era un trabajo duro; pero hubiera sido incapaz de defraudar a Steerforth. También había días en que por la mañana me sentía cansado y me habría gustado una hora más de sueño, y en aquellos momentos no era muy agradable el ser despabilado igual que la sultana Sheerezade y forzado a contar durante largo rato antes de que sonara la campana. Pero Steerforth estaba decidido, y como él me explicaba mis problemas y todo aquello de mis deberes que yo no entendía, no perdía en el cambio. Sin embargo, debo hacerme justicia: ni por un momento me movió el interés ni el egoísmo, ni tampoco el temor. Admiraba a Steerforth y le amaba, y su aprobación lo compensaba todo. Y el sentimiento aquel era tan precioso a mis ojos, que aún ahora, al pensar en aquellas chiquilladas, me duele el corazón.
Steerforth era también muy considerado conmigo y me demostraba mucho interés; sobre todo en una ocasión lo demostró de un modo inflexible. Sospecho que en aquella ocasión debió de ser un poco de suplicio de Tántalo para el pobre Traddles y todos los demás. La prometida carta de Peggotty (¡qué carta tan alegre y animadora era!) llegó en las primeras semanas del semestre, y con ella un bizcocho perfectamente rodeado de naranjas y con dos botellas de vellorita. Este tesoro, como es natural, me apresuré a ponerlo a los pies de Steerforth, rogándole que lo distribuyese.
-Bueno; pero has de saber, pequeño Copperfield, que el vino lo guardaremos para remojarte el gaznate cuando cuentes historias.
Enrojecí ante aquel interés, y, en mi modestia, le supliqué que no pensara semejante cosa. Pero él insistió, diciendo que había observado que algunas veces me ponía ronco, y que, por lo tanto, aquel vino se emplearía desde la primera hasta la última gota en lo que había dicho. En consecuencia, lo guardó en su caja y echó un poco en un frasco, y me lo administraba gota a gota por medio de un palito cuando le parecía que lo necesitaba. A veces lo hacía exprimiendo en el vino jugo de naranja y echándole ginebra. No estoy muy seguro de que el sabor mejorase con aquello ni de que resultara un licor muy estomacal para tomar a las altas horas de la noche y de madrugada; pero yo lo bebía con agradecimiento y era muy sensible a aquellas atenciones.
Me parece que tardé varios meses en contarle la historia de Peregrine Pickle, y más tiempo todavía en las otras novelas. La institución nunca flaqueó por falta de una historia, y el vino duró casi tanto como los relatos. ¡Pobre Traddles! No puedo pensar en él sin una extraña predisposición a reír y a llorar. Por las noches coreaba las historias y afectaba convulsiones de risa en los pasajes cómicos y un miedo mortal en los más peligrosos. A veces casi me cortaba el hilo. Recuerdo que uno de sus grandes gestos era hacer como que no podía por menos de castañetear los dientes cuando mencionaba a los alguaciles en las aventuras de Gil Blas; y recuerdo que cuando Gil Blas se encuentra en Madrid con el capitán de los ladrones, el desgraciado Traddles lanzó tales alaridos de terror, que lo oyó mister Creakle y le dio una soberana paliza.
Yo tenía ya espontáneamente una imaginación romántica y soñadora, y se me acentuaba cada día más con aquellas historias contadas en la oscuridad, por lo que dudo de que aquella práctica me haya resultado beneficiosa; pero el verme mimado por todos, como un juguete, en el dormitorio, y el darme cuenta de la importancia y el atractivo que tenía entre los otros niños (a pesar de ser yo el más pequeño) me estimulaba mucho. En una escuela regida con la crueldad de aquella, por grande que sea el mérito del que la preside no hay cuidado de que se aprenda mucho. Nosotros, en general, éramos los colegiales más ignorantes que pueden existir; estábamos demasiado atormentados y preocupados para poder estudiar, pues nada se consigue hacer en una vida de perpetua intranquilidad y tristeza. Sin embargo, a mí, mi pequeña vanidad, estimulada por Steerforth, me hacía trabajar, y aunque no me salvaba de castigos, evitó, mientras estuve allí, que me hundiera en la pereza general y me hizo asimilar de aquí y de allá algunas briznas de conocimientos.
En esto me ayudaba mucho míster Mell. Me tenía cariño, lo recuerdo con agradecimiento. Observaba con pena cómo Steerforth le trataba con un desprecio sistemático, y no perdía ninguna ocasión de herirle ni de inducir a los demás a hacerlo. Esto me preocupó durante mucho tiempo, porque yo ya le había contado (no hubiera podido dejarle sin participar de un secreto, como de ninguna otra posesión material) lo de las dos ancianas del hospicio que mister Mell había visitado, y temía que Steerforth se aprovechara de ello para hacerle sufrir.
¡Qué poco podíamos imaginar míster Mell y yo, cuando estuve desayunando y durmiendo, escuchando su flauta, las consecuencias que traería la visita al hospicio de mi insignificante personilla! Tuvo las más inesperadas y graves consecuencias.
Sucedió que un día míster Creakle no salió de sus habitaciones por estar indispuesto; esto, naturalmente, nos puso tan contentos, que armamos la mayor algarabía. La enorme satisfacción que experimentábamos nos hacía muy difíciles de manejar, y aunque Tungay apareció dos o tres veces con su pierna de palo y tomó nota con su voz estentórea de los más revoltosos, no causó la menor impresión en los niños. Estaban tan seguros de que hicieran lo que hicieran al día siguiente los castigaban, que preferían divertirse y aprovechar el día.
Era sábado y, por consiguiente, medio día de fiesta; pero el tiempo no estaba para ir de paseo, y para que el ruido en el patio no molestara a míster Creakle, se nos ordenó continuar en clase por la tarde haciendo unos deberes más ligeros, que había preparados para estas ocasiones. Era el día de la semana en que míster Sharp salía siempre a rizar su peluca. Por lo tanto, fue míster Mell, a quien siempre tocaban las cosas más difíciles, quien tuvo que quedarse a pelear con todos aquel día.
Si pudiera asociarse la imagen de un toro, de un oso o de algo semejante a la de míster Mell, yo la compararía con alguno de aquellos animales acosados por un millar de perros, aquella tarde, cuando el ruido era más fuerte. Lo recuerdo apoyando la cabeza en sus delgadas manos, sentado en su pupitre, inclinado sobre un libro y esforzándose en proseguir su cansada labor a través de aquel ruido que habría vuelto loco hasta al presidente de la Cámara de los Comunes. Había chicos que se habían levantado de sus sitios y jugaban a la gallina ciega en un rincón; los había que se reían, que cantaban, que hablaban, que bailaban, que rugían; los había que patinaban; otros saltaban formando corro alrededor del maestro y gesticulaban, le hacían burla por detrás y hasta delante de sus ojos, parodiando su pobreza, sus botas, su traje, hasta a su madre; se burlaban de todo, hasta de lo que más hubieran debido respetar.
-¡Silencio! -gritó de pronto míster Mell, levantándose y dando un golpe en el pupitre con el libro- ¿Qué significa esto? No es posible tolerarlo. ¡Es para volverse loco! ¿Por qué se portan así conmigo, señores?
El libro con que había dado en el pupitre era el mío, y como yo estaba de pie a su lado, siguiendo su mirada vi a los chicos pararse sorprendidos de pronto, quizá algo asustados y también un poco arrepentidos.
El pupitre de Steerforth era el mejor de la clase y estaba al final de la habitación, en el lado opuesto al del maestro. En aquel momento estaba Steerforth recostado en la pared, con las manos en los bolsillos, y cada vez que míster Mell le miraba adelantaba los labios como para silbar.
-¡Silencio, míster Steerforth! -dijo míster Mell.
-Cállese usted primero! -replicó Steerforth, poniéndose muy rojo- ¿Con quién cree usted que está hablando?
-¡Siéntese usted! -replicó míster Mell.
-¡Siéntese usted si quiere! --dijo Steerforth-, y métase donde le llamen.
Hubo cuchicheos y hasta algunos aplausos; pero míster Mell estaba tan pálido, que el silencio se restableció inmediatamente, y un chico que se había puesto detrás de él a imitar a su madre cambió de parecer a hizo como que había ido a preguntarle algo.
-Si piensa usted, Steerforth -continuó míster Mell que no sé la influencia que tiene aquí sobre algunos espíritus (sin darse cuenta, supongo, puso la mano sobre mi cabeza) o que no le he observado hace pocos minutos provocando a los pequeños para que me insultasen de todas las maneras imaginables, se equivoca.
-No me tomo la molestia de pensar en usted -dijo Steerforth fríamente-; por lo tanto, no puedo equivocarme.
-Y cuando abusa usted de su situación de favorito aquí para insultar a un caballero...
-¿A quién? ¿Dónde está? -dijo Steerforth.
En esto alguien gritó:
-¡Qué vergüenza, Steerforth; eso está muy mal!
Era Traddles, a quien míster Mell ordenó inmediatamente silencio.
-Cuando insulta usted así a alguien que es desgraciado y que nunca le ha hecho el menor daño; a quien tendría usted muchas razones para respetar ya que tiene usted edad suficiente, tanto como inteligencia, para comprender -dijo mister Mell con los labios cada vez más temblorosos-; cuando hace usted eso, mister Steerforth, comete usted una cobardía y una bajeza. Puede usted sentarse o continuar de pie, como guste. Copperfield, continúe.
-Pequeño Copperfield --dijo Steerforth, avanzando hacia el centro de la habitación-, espérate un momento. Tengo que decirle, míster Mell, de una vez para siempre, que cuando se torna usted la libertad de llamarme cobarde o miserable o algo semejante, es usted un mendigo desvergonzado. Usted sabe que siempre es un mendigo; pero cuando hace eso es un mendigo desvergonzado.
No sé si Steerforth iba a pegar a míster Mell, o si mister Mell iba a pegar a Steerforth, ni cuáles eran sus respectivas intenciones; pero de pronto vi que una rigidez mortal caía sobre la clase entera, como si se hubieran vuelto todos de piedra, y encontré a míster Creakle en medio de nosotros, con Tungay a su lado. Miss y mistress Creakle se asomaban a la puerta con caras asustadas.
Míster Mell, con los codos encima del pupitre y el rostro entre las manos, continuaba en silencio.
-Mister Mell -dijo míster Creakle, sacudiéndole un brazo, y su cuchicheo era ahora tan claro que Tungay no juzgó necesario repetir sus palabras-. ¿Espero que no se habrá usted olvidado?
-No, señor, no -contestó míster Mell levantando su rostro, sacudiendo la cabeza y restregándose las manos con mucha agitación-; no, señor, no; me he acordado..., no, mister Creakle; no me he olvidado... Yo... he recordado.... yo... desearía que usted me recordase a mí un poco más, mister Creakle... Sería más generoso, más justo, y me evitaría ciertas alusiones.
Mister Creakle, mirando duramente a mister Mell, apoyó su mano en el hombro de Tungay, subió al estrado y se sentó en su mesa. Después de mirar mucho tiempo a mister Mell desde su trono, mientras él seguía sacudiendo la cabeza y restregándose las manos, en el mismo estado de agitación, mister Creakle se volvió hacia Steerforth y dijo:
-Steerforth, puesto que mister Mell no se digna explicarse, ¿quiere usted decirme qué sucede?
Steerforth eludió durante unos minutos la pregunta, mirando con desprecio y cólera a su contrario. Recuerdo que en aquel intervalo no pude por menos de pensar en lo noble y lo hermoso del aspecto de Steerforth comparado con mister Mell.
-¡Bien! Veamos qué ha querido decir al hablar de favoritos -dijo por fin Steerforth.
-¿Favoritos? -repitió mister Creakle con las venas de la frente a punto de estallar- ¿Quién se ha atrevido a hablar de favoritos?
-Él -dijo Steerforth.
-¿Y qué entiende usted por eso, caballero? Haga el favor -pregunto mister Creakle volviéndose furioso hacia el profesor.
-Me refería, mister Creakle -respondió en voz muy baja-, quería decir que ninguno de los alumnos tenía derecho a abusar de su situación de favorito degradándome.
-¿Degradándole? -repitió mister Creakle-. ¡Dios mío! Pero bueno, mister no sé cuántos (y aquí mister Creakle cruzó los brazos, con bastón y todo, sobre el pecho, y frunció tanto las cejas, que sus ojillos eran casi invisibles), ¿quiere usted decirme si al hablar de favoritos me demuestra el respeto que me debe? Que me debe -repitió mister Creakle adelantando la cabeza y retirándola enseguida-, a mí, que soy el director de este establecimiento, del que usted no es más que un empleado.
-En efecto, hice mal en decirlo; estoy dispuesto a reconocerlo --contestó míster Mell-; y no lo habría hecho si no me hubieran empujado a ello.
Aquí Steerforth intervino.
-Me ha llamado cobarde y miserable, y entonces yo le he dicho que él era un mendigo. Si no hubiera estado encolerizado no le habría llamado mendigo; pero lo he hecho, y estoy dispuesto a soportar las consecuencias de ello.
Quizá sin darme cuenta de si aquello podría tener o no consecuencias para Steerforth, me sentí orgulloso de aquellas nobles palabras, y en todos los niños produjo la misma impresión, pues hubo un murmullo; pero nadie pronunció una palabra.
-Me sorprende, Steerforth, aunque su ingenuidad le hace honor, ¡le hace honor, es evidente! Repito que me sorprende, Steerforth, que usted haya podido calificar así a un profesor empleado y pagado en Salem House.
Steerforth soltó una carcajada.
-Eso no es contestar a mi observación, caballero -dijo míster Creakle-; espero más de usted, Steerforth.
Si míster Mell me había parecido vulgar al lado de Steerforth, sería imposible decir lo que me parecía míster Creakle.
---Que lo niegue --dijo Steerforth.
-¿Que niegue que es un mendigo, Steerforth? -exclamó míster Creakle-. ¿Acaso va pidiendo por las calles?
-Si él no es un mendigo, lo es su pariente más cercana --dijo Steerforth-. Por lo tanto, es lo mismo.
Me lanzó una mirada, y la mano de míster Mell me acarició cariñosamente el hombro. Le miré con rubor en mi rostro y remordimiento en el corazón; pero los ojos de míster Mell estaban fijos en Steerforth. Continuaba acariciándome con dulzura en el hombro; pero le miraba a él.
-Puesto que espera usted de mí, míster Creakle, que me justifique -dijo Steerforth- y que diga a lo que me refiero, lo que tengo que decir es que su madre vive de caridad en un asilo.
Míster Mell seguía mirándole y seguía acariciándome con dulzura en el hombro. Me pareció que se decía a sí mismo en un murmullo: «Sí; es lo que me temía».
Míster Creakle se volvió hacia el profesor con cara severa y una amabilidad forzada:
-Ahora, míster Mell, ya ha oído usted lo que dice este caballero. ¿Quiere tener la bondad, haga el favor, de rectificar ante la escuela entera?
-Tiene razón, señor; no hay que rectificar -contestó míster Mell en medio de un profundo silencio-; lo que ha dicho es verdad.
-Entonces tenga la bondad de declarar públicamente, se lo ruego -contestó míster Creakle, poniendo la cabeza de lado y paseando la mirada sobre todos nosotros-, si he sabido yo nunca semejante cosa antes de este momento.
-Directamente, creo que no -contestó míster Mell.
-¡Cómo! ¿No lo sabe usted? ¿Qué quiere decir eso?
-Supongo que nunca se ha figurado usted que mi posición era ni siquiera un poquito desahogada -dijo el profesor-, puesto que sabe usted cuál ha sido siempre mi situación aquí.
-Al oírle hablar de ese modo, temo -contestó míster Creakle con las venas más hinchadas que nunca- que ha estado usted aquí en una situación falsa y ha tomado esto por una escuela de caridad o algo semejante. Míster Mell, debemos separarnos cuanto antes.
-No habrá mejor momento que ahora mismo --dijo míster Mell levantándose.
-¡Caballero! -exclamó míster Creakle.
-Me despido de usted, míster Creakle, y de todos ustedes -pronunció míster Mell mirándonos a todos y acariciándome de nuevo el hombro-. James Steerforth, lo mejor que puedo desearle es que algún día se avergüence de lo que ha hecho hoy. Por el momento, prefiero que no sea mi amigo ni de nadie por quien yo me interese.
Una vez más apoyó su mano en mi hombro con dulzura y, después, cogiendo la flauta y algunos libros de su pupitre y dejando la llave en él para su sucesor, salió de la escuela. Míster Creakle hizo entonces una alocución por medio de Tungay, en que daba las gracias a Steerforth por haber defendido (aunque quizá con demasiado calor) la independencia y respetabilidad de Salem House; después le estrecho la mano, mientras nosotros lanzábamos tres vivas. Yo no supe por qué; pero suponiendo que eran para Steerforth, me uní a ellos con entusiasmo, aunque en el fondo me sentía triste. Al salir, míster Creakle le pegó un bastonazo a Tommy Traddles porque estaba llorando en lugar de adherirse a nuestros vivas, y después se volvió a su diván o a su cama; en fin, adonde fuera.
Cuando nos quedamos solos estábamos todos muy desconcertados y no sabíamos qué decir. Por mi parte, sentía mucho y me reprochaba, arrepentido, la parte que había tenido en lo sucedido; pero no hubiera sido capaz de dejar ver mis lágrimas, por temor a que Steerforth, que me estaba mirando, se pudiera enfadar o le pareciese poco respetuoso, teniendo en cuenta nuestras respectivas edades y el sentimiento de admiración con que yo le miraba. Steerforth estaba muy enfadado con Traddles, y decía que habían hecho muy bien en pegarle.
El pobre Traddles, pasado ya su primer momento de desesperación, con la cabeza encima del pupitre, se consolaba, como de costumbre, pintando un regimiento de esqueletos, y dijo que le tenía sin cuidado lo que a él le pareciera, y que se habían portado muy mal con míster Mell.
-¿Y quién se ha portado mal con él, señorita? -dijo Steerforth.
-Tú -dijo Traddles.
-¿Pues qué le he hecho? -insistió Steerforth.
-¿Cómo que qué le has hecho? -replicó Traddles-. Herir todos sus sentimientos y hacerle perder la colocación que tenía.
-¡Sus sentimientos! -repitió Steerforth desdeñosamente-. Sus sentimientos se repondrán pronto. ¿O es que crees que son como los tuyos, señorita Traddles? En cuanto a su colocación, ¡era tan estupenda! ¿Pensáis que no voy a escribir a mi madre diciéndole que le mande dinero?
Todos admiramos las nobles intenciones de Steerforth, cuya madre era una viuda rica y dispuesta según decía él, a hacer todo lo que su hijo quisiera. Estábamos encantados de ver cómo había puesto a Traddles en su puesto, y le exaltamos hasta las estrellas, especialmente cuando nos dijo que se había decidido a hacerlo y lo había hecho exclusivamente por nosotros y por nuestra causa, y que no había tenido en ello ni el menor pensamiento de egoísmo.
Pero debo decir que aquella noche, mientras estaba contando mi novela en la oscuridad del dormitorio, me parecía oír en mi oído tristemente la flauta de míster Mell; y cuando, por último, Steerforth se durmió y yo me dejé caer en la cama, al pensar que quizá en aquel momento aquella flauta estaría sonando dolorosamente, me sentí desgraciado por completo.
Pronto lo olvidé todo, en mi constante admiración por Steerforth, que como interesado y sin abrir un libro (a mí me parecía que los sabía todos de memoria) repasaba sus clases mientras venía un nuevo profesor. El que vino salía de una escuela elemental, y antes de entrar en funciones fue invitado a comer por míster Creakle un día, para serle presentado a Steerforth. Steerforth lo aprobó y nos dijo que era un Brick, y aunque yo no entendía exactamente lo que quería decir aquello, le respeté al momento, y no se me ocurrió dudar de su saber, aunque nunca se tomó por mí el interés que se había tomado míster Mell.
Sólo hubo otro acontecimiento en aquel semestre de la vida escolar que me impresionara de un modo persistente. Fue por varias razones.
Una tarde en que estábamos en la mayor confusión, y míster Creakle pegándonos sin descansar, se asomó Tungay gritando con su terrible voz de trueno:
-Visita para Copperfield.
Cambió unas breves palabras con míster Creakle sobre la habitación a que los pasaría y diciéndole quiénes eran. Entre tanto, yo estaba de pie y a punto de ponerme malo por la sorpresa. Me dijeron que subiera a ponerme un cuello limpio antes de aparecer en el salón. Obedecí estas órdenes en un estado de emoción distinta a todo lo que había sentido hasta entonces, y al llegar a la puerta, pensando que quizá fuese mi madre (hasta aquel momento sólo había pensado en miss o míster Murdstone), me detuve un momento sollozando.
Al entrar no vi a nadie, pero sentí que estaban detrás de la puerta. Miré y con gran sorpresa me encontré con míster Peggotty y con Ham, que se quitaban ante mí el sombrero y se inclinaban para saludarme. No pude por menos de echarme a reír; pero era más por la alegría de verlos que por sus reverencias.
Nos estrechamos las manos con gran cordialidad, y yo me reía, me reía, hasta que tuve que sacar el pañuelo para secar mis lágrimas.
Míster Peggotty (recuerdo que no cerró la boca durante todo el tiempo que duró la visita) pareció conmoverse cuando me vio llorar, y le hizo señas a Ham de que dijera algo.
-Vamos, más alegría, señorito Davy --dijo Ham en su tono cariñoso-. Pero ¡cómo ha crecido!
-¿He crecido? -dije enjugándome los ojos.
No sé por qué lloraba. Debía de ser la alegría de verlos.
-¿Que si ha crecido el señorito Davy? ¡Ya lo creo que ha crecido! -dijo Ham.
-¡Ya lo creo que ha crecido! -dijo míster Peggotty.
Empezaron a reírse de nuevo uno y otro, y los tres terminamos riendo hasta que estuve a punto de volver a llorar.
-¿Y sabe usted cómo está mamá, míster Peggotty? -dije- ¿Y cómo mi querida Peggotty?
-Están divinamente -dijo míster Peggotty.
-¿Y la pequeña Emily y mistress Gudmige?
-Divinamente están -dijo míster Peggotty.
Hubo un silencio. Para romperlo, míster Peggotty sacó dos prodigiosas langostas y un enorme cangrejo; además, una bolsa repleta de gambas, y lo fue amontonando en los brazos de Ham.
-¿Sabe usted, señorito? Nos hemos tomado la libertad de traerle estas pequeñeces acordándonos de lo que le gustaban cuando estuvo usted en Yarmouth. La vieja comadre es quien las ha cocido. Sí, las ha cocido ella, mistress Gudmige -dijo míster Peggotty muy despacio; parecía que se agarraba a aquel asunto, no encontrando otro a mano- Se lo aseguro; las ha cocido ella.
Les dije cómo lo agradecía, y míster Peggotty, después de mirar a Ham, que no sabía qué hacer con los crustáceos, y sin tener la menor intención de ayudarle, añadió:
-Hemos venido, con el viento y la marea a nuestro favor, en uno de los barcos desde Yarmouth a Gravesen. Mi hermana me había escrito el nombre de este sitio, diciéndome que si la casualidad me traía hacia Gravesen no dejara de ver al señorito Davy para darle recuerdos y decirle que toda la familia está divinamente. Ve usted. Cuando volvamos, Emily escribirá a mi hermana contándole que le hemos visto a usted y que le hemos encontrado también divinamente. Resultará un gracioso tiovivo.
Tuve que reflexionar un rato antes de comprender lo que míster Peggotty quería decir con su metáfora expresiva respecto a la vuelta que darían así las noticias. Le di las gracias de todo corazón, y dije, consciente de que me ruborizaba, que suponía que la pequeña Emily también habría crecido desde la época en que corríamos juntos por la playa.
-Está haciéndose una mujer; eso es lo que está haciéndose -dijo míster Peggotty-. Pregúnteselo a él.
Me señalaba a Ham, que me hizo un alegre signo de afirmación por encima de la bolsa de gambas.
-¡Y qué cara tan bonita tiene! -dijo míster Peggotty con la suya resplandeciente de felicidad.
-¡Y es tan estudiosa! -dijo Ham.
-Pues ¿y la escritura? Negra como la tinta, y tan grande que podrá leerse desde cualquier distancia.
Era un espectáculo encantador el entusiasmo de míster Peggotty por su pequeña favorita.
Le veo todavía ante mí con su rostro radiante de cariño y de orgullo, para el que no encuentro descripción. Sus honrados ojos se encienden y se animan, lanzando chispas. Su ancho pecho respira con placer. Sus manos se juntan y estrechan en la emoción, y el enorme brazo con que acciona ante mi vista de pigmeo me parece el martillo de una fragua.
Ham estaba tan emocionado como él. Y creo que habrían seguido hablando mucho de Emily si no se hubieran cortado con la inesperada aparición de Steerforth, quien al verme en un rincón hablando con extraños detuvo la canción que tarareaba y dijo.
-No sabía que estuvieras aquí, pequeño Copperfield (no estaba en la sala de visitas), y cruzó ante nosotros.
No estoy muy seguro de si era que estaba orgulloso de tener un amigo como Steerforth, o si sólo deseaba explicarle cómo era que estaba con un amigo como míster Peggotty, el caso es que le llamé y le dije con modestia (¡Dios mío qué presente tengo todo esto después de tanto tiempo!):
-No te vayas, Steerforth, hazme el favor. Son dos pescadores de Yarmouth, muy buenas gentes, parientes de mi niñera, que han venido de Gravesen a verme.
-¡Ah, ah! -dijo Steerforth acercándose- Encantado de verles. ¿Cómo están ustedes?
Tenía una soltura en los modales, una gracia espontánea y clara, que atraía. Todavía recuerdo su manera de andar, su alegría, su dulce voz, su rostro y su figura, y sé que tenía un poder de atracción que muy pocos poseen, que le hacía doblegar a todo lo que era más débil, y que había muy pocos que se le resistieran. También a ellos les conquistó al momento, y estuvieron dispuestos a abrir su corazón desde el primer instante.
-Haga usted el favor de decir en mi casa, míster Peggotty, cuando escriba, que míster Steerforth es muy bueno conmigo y que no sé lo que habría sido de mí aquí sin él.
-¡Qué tontería! -dijo Steerforth-. ¡Haga el favor de no decir nada de eso!
-Y si míster Steerforth viniera alguna vez a Norfolk o Sooffolk mientras esté yo allí, puede usted estar seguro, míster Peggotty, de que lo llevaré a Yarmouth a enseñarle su casa. Nunca habrás visto nada semejante, Steerforth. Está hecha en un barco.
-¿Está hecha en un barco? -dijo Steerforth-. Entonces es la casa más a propósito para un marino de pura raza.
-Eso es, señorito, eso es -exclamó Ham riendo-. Este caballero tiene mucha razón, señorito Davy. De un marino de pura raza; eso es, eso es. ¡Ah! ¡Ah!
Míster Peggotty no estaba menos halagado que su sobrino; pero su modestia no le permitía aceptar un cumplido personal de un modo tan ruidoso,
-Bien, señorito -dijo inclinándose y metiéndose las puntas de la corbata en el chaleco-; se lo agradezco mucho. Yo nada más trato de cumplir mi deber en mi oficio, señorito.
-¿Qué más puede pedirse, míster Peggotty? -le contestó Steerforth. (Ya sabía su nombre.)
-Estoy seguro de que usted hará lo mismo --dijo míster Peggotty moviendo la cabeza- Y hará usted bien, muy bien. Estoy muy agradecido de su acogida; soy rudo, señorito, pero soy franco; al menos me creo que lo soy, ¿comprende usted? Mi casa no tiene nada que merezca la pena, señorito; pero está a su disposición si alguna vez se le ocurre ir a verla con el señorito Davy. ¡Bueno! Estoy aquí como un caracol -dijo míster Peggotty, refiriéndose a que tardaba en irse, pues lo había intentado después de cada frase sin conseguirlo-. ¡Vamos, les deseo que sigan con tan buena salud y que sean felices!
Ham se unió a sus votos y nos separamos con mucho cariño. Aquella noche estuve casi a punto de hablarle a Steerforth de la pequeña Emily; pero era tan tímido, que no me atrevía ni a nombrarla; además tuve miedo de que fuera a reírse. Recuerdo que me preocupaba mucho y de un modo molesto lo que me habían dicho de que se estaba haciendo una mujer; pero al fin decidí que era una tontería.
Transportamos aquellas «porquerías», como las había llamado modestamente míster Peggotty, al dormitorio, sin que nadie lo viera, y tuvimos banquete aquella noche. Pero Traddles no podía salir felizmente de nada. Tenía la desgracia de no poder soportar ni una comida extraordinaria como otro cualquiera y se puso muy malo, tan malo, a consecuencia de la langosta, que le hicieron beber cosas negras y tragar unas píldoras azules, lo que, según Demple, cuyo padre era médico, habría sido suficiente para matar a un caballo. Además, recibió una paliza y seis capítulos del Testamento griego por negarse en rotundo a confesar la causa.
El resto del semestre confunde en mi memoria la monotonía diaria y triste de nuestras vidas: la huida del verano; el frío de la mañana al saltar de la cama y el frío más frío todavía de la noche cuando volvíamos a ella. Por la tarde la clase estaba mal alumbrada y peor calentada, y por la mañana, igual que una nevera; la alternativa entre la carne de vaca cocida y asada y del cordero cocido y del cordero asado; el pan con mantequilla; el jaleo de libros y de pizarras rotas, de cuadernos manchados de lágrimas, de bastonazos, de golpes dados con la regla, del corte de cabellos, de domingos lluviosos y de los puddings agrios; el todo rodeado de una atmósfera sucia, impregnada de tinta.
Recuerdo cómo la lejanía de las vacaciones, después de parecer que había estado detenida durante tanto tiempo, empezaba a acercarse a nosotros poco a poco. Y cómo de contar por meses el tiempo que faltaba llegamos a contarlo por semanas y después ya por días. El miedo que pasé pensando que quizá no fueran a buscarme, y después, cuando supe por Steerforth que me habían llamado, el temor de romperme alguna pierna o que ocurriera algo. Y ¡cómo iba cambiando de sitio el bendito día señalado! Después de ser dentro de quince días, era a la otra semana; después, ya en esta misma; luego, pasado mañana; luego, mañana, y, por fin, hoy, esta noche, subo a la diligencia de Yarmouth y ya estoy camino de mi casa.
Dormí, con varias interrupciones, en el coche de Yarmouth, y tuve muchos sueños incoherentes sobre aquellos recuerdos. Me despertaba a intervalos, y el musgo que veía al asomarme no era ya el del patio de recreo de Salem House, y los golpes que oían mis oídos no eran los de míster Creakle castigando al buen Traddles, sino los latigazos que el cochero arreaba a los caballos.
Charles Dickens, David Copperfield, capítulo VII, Mi primer semestre en Salem House,http://es.wikisource.org/wiki/David_Copperfield_-_Primera_Parte_-_Cap%C3%ADtulo_VII.
Etiquetas:
David Copperfield,
Dickens_Charles (1812-1870),
Selectividad
Soneto al sueño, John Keats
Suave embalsamador de una aquietada noche,
que sueldas, con tus dedos de roce inadvertido,
los escudados ojos, felices bajo el broche
de sombra en la divina tiniebla del olvido.
Oh lisonjero sueño! Cierra voluntarioso mis obedientes párpados, o a que termine espera
tu himno, antes que entorno del lecho en que reposo
esparza su calmante piedad tu adormidera.
Pero sálvame entonces del día, o su presencia
renacerá en mi almohada con su pasado grave;
líbrame del suplicio de la insomne conciencia,
que como un topo mina las sombras de la calma.
Diestramente en la dócil cerradura tu llave gira y séllame el cofre acallado del alma.
John Keats, Soneto al sueño, http://www.fotolog.com/x_x_pirata_x_x/42362034. Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010
que sueldas, con tus dedos de roce inadvertido,
los escudados ojos, felices bajo el broche
de sombra en la divina tiniebla del olvido.
Oh lisonjero sueño! Cierra voluntarioso mis obedientes párpados, o a que termine espera
tu himno, antes que entorno del lecho en que reposo
esparza su calmante piedad tu adormidera.
Pero sálvame entonces del día, o su presencia
renacerá en mi almohada con su pasado grave;
líbrame del suplicio de la insomne conciencia,
que como un topo mina las sombras de la calma.
Diestramente en la dócil cerradura tu llave gira y séllame el cofre acallado del alma.
John Keats, Soneto al sueño, http://www.fotolog.com/x_x_pirata_x_x/42362034. Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010
Etiquetas:
Keats_John (1795-1821),
Selectividad,
Soneto al sueño-John Keats
Baudelaire, Las flores del mal "Semper eadem"
“¿De dónde te viene, decías, esta extraña tristeza,
Subiendo como el mar sobre la roca negra y desnuda?”
-Cuando nuestro corazón ha hecho una vez su vendimia,
el vivir nos lastima. Es un secreto de todos conocido.
Un dolor muy simple y nada misterioso,
Y, como tu alegría, brillante para todos.
Deja, pues, de buscar, ¡oh bella curiosa!
Y, aunque tu voz sea dulce ¡cállate!
¡Cállate, ignorante! ¡alma siempre enajenada!
¡Boca de risa infantil! Más aun que la Vida,
La Muerte nos atrapa a menudo con sutiles lazos.
Deja, deja que mi corazón se embriague con una mentira,
Que se sumerja en tus bellos ojos como en un bello sueño,
Y que dormite largo tiempo a la sombra de tus pestañas.
Charles Baudelaire, Las flores del mal, http://lapinzavenenosa.blogspot.com/2010/02/las-flores-del-mal-semper-eadem-charles.html
(Seleccionado por Cristina Martín, segundo de bachillerato, curso 2009/2010)
Subiendo como el mar sobre la roca negra y desnuda?”
-Cuando nuestro corazón ha hecho una vez su vendimia,
el vivir nos lastima. Es un secreto de todos conocido.
Un dolor muy simple y nada misterioso,
Y, como tu alegría, brillante para todos.
Deja, pues, de buscar, ¡oh bella curiosa!
Y, aunque tu voz sea dulce ¡cállate!
¡Cállate, ignorante! ¡alma siempre enajenada!
¡Boca de risa infantil! Más aun que la Vida,
La Muerte nos atrapa a menudo con sutiles lazos.
Deja, deja que mi corazón se embriague con una mentira,
Que se sumerja en tus bellos ojos como en un bello sueño,
Y que dormite largo tiempo a la sombra de tus pestañas.
Charles Baudelaire, Las flores del mal, http://lapinzavenenosa.blogspot.com/2010/02/las-flores-del-mal-semper-eadem-charles.html
(Seleccionado por Cristina Martín, segundo de bachillerato, curso 2009/2010)
Himno a la belleza intelectual, Percy Bysshe Shelley
La terrible sombra de algún poder oculto
Flota velada entre nosotros, -pasa por
Este mundo con alas inconstantes,
Como el viento del estío arrastrándose de flor en flor-
Como la luna demorándose en las montañas,
Que visita con su mirada impaciente
Cada rostro y corazón humano;
Como los tonos y las melodías del ocaso,
Como las amplias nubes bajo las estrellas,
Como el recuerdo de una música perdida;
Como la nada que por su gracia nos es querida,
Y sin embargo, más querida aún por su misterio.
Espíritu de Belleza, que consagras con tu sutileza,
Brillando sobre el pensamiento y la forma humana
¿Hacia dónde te has ido?
¿Por qué pasas de largo y nos dejas atrás
En este vasto valle de lágrimas, solos y desolados?
Pregunta por qué el sol no teje para siempre
Al arcoiris sobre el río joven de la montaña,
Por qué la nada debe desvanecerse y caer en lo que una vez fue,
Por qué el miedo y el sueño, la muerte y el nacimiento
Derraman sobre el día de esta tierra su oscuridad,
Por qué el hombre siente con pasión el odio y el amor,
La esperanza y la desazón.
Ninguna voz de algún mundo sublime, ni sabio
Ni poeta jamás ha elevado sus respuestas.
Por lo tanto, los nombres del Demonio, Fantasmas y Cielos
Permanecen en el recuerdo de su vano empeño,
Frágiles hechizos -cuyo encanto pronunciado no lastima-
De todo lo que vemos y oímos,
Duda, azar, cambio.
Tu luz por sí sola, como la niebla cayendo por la montaña,
O la música enviada por el viento nocturno
Que tiembla en las cuerdas de un instrumento inmóvil,
O el brillo lunar sobre el estanque en la medianoche,
Nos brinda gracia y verdad en este inquieto sueño de vida.
Amor, esperanza y autoestima, son como nubes
Que se apartan y retornan en un momento incierto.
El hombre fue inmortal, y omnipotente,
Hasta que tú, desconocida y horrible como eres,
Encerraste tu gloriosa marcha dentro de su corazón.
Tú, mensajero de simpatías,
Que resbalas y disminuyes en los ojos de los amantes,
Tú, que del pensamiento humano eres alimento,
Como la oscuridad a una llama moribunda,
No huyas como tu sombra vino,
No huyas, evitando la tumba que será,
Como la vida y el horror, una oscura realidad.
Si bien de niño he tratado con fantasmas, corriendo
A través de muchas y ansiosas cámaras, cuevas, ruinas,
Y estrellas de madera, persiguiendo con pasos temerosos
La esperanza de un diálogo con los queridos muertos.
Invoqué los nombres venenosos de los que nuestra juventud se alimenta;
No fui escuchado -Yo no los ví-
Cuando sonaba profundo en el espacio vital,
En aquel dulce momento
donde el viento confiesa todos los secretos;
De repente, tu sombra cayó sobre mí,
Me encogí, y froté mis manos en éxtasis.
Prometí que dedicaría mis facultades
A tí y sólo a tí -¿No he honrado mi voto?-
Con el corazón palpitante y los ojos luctuosos, aún ahora
Convoco a los fantasmas de un millar de horas,
Cada uno desde su tumba silenciosa: En soñadas alcobas
De celosos estudios o placenteras ternuras,
Han contemplado conmigo la envidiosa noche.
Saben que ninguna alegría iluminó mi frente,
Desencadenada con la esperanza de que habrás de liberar
Este mundo de su oscura esclavitud,
Que tú, horrible encantadora,
Nos darás todo lo que estas palabras no pueden expresar.
El día se hace más solemne y sereno
Cuando pasa el mediodía -hay una armonía
En el otoño que resplandece en el cielo,
Y que durante el verano no es vista ni oída,
Como si no pudiese ser, como si no fuese.-
Así pues, deja que tu poder, que desciende
Igual a la naturaleza de mi pasiva juventud,
Inunde mi propia vida con su calma;
A este que te adora en cada forma que te contiene,
Y a quien. Espíritu Justo, tus conjuros obligan
A temerse a sí mismo, y a amar a toda la humanidad.
Percy Bysshe Shelley, Himno a la belleza intelectual, http://elespejogotico.blogspot.com/2008/12/himno-la-belleza-intelectual-percy.html, Sleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, segundo de Bachillerato
Flota velada entre nosotros, -pasa por
Este mundo con alas inconstantes,
Como el viento del estío arrastrándose de flor en flor-
Como la luna demorándose en las montañas,
Que visita con su mirada impaciente
Cada rostro y corazón humano;
Como los tonos y las melodías del ocaso,
Como las amplias nubes bajo las estrellas,
Como el recuerdo de una música perdida;
Como la nada que por su gracia nos es querida,
Y sin embargo, más querida aún por su misterio.
Espíritu de Belleza, que consagras con tu sutileza,
Brillando sobre el pensamiento y la forma humana
¿Hacia dónde te has ido?
¿Por qué pasas de largo y nos dejas atrás
En este vasto valle de lágrimas, solos y desolados?
Pregunta por qué el sol no teje para siempre
Al arcoiris sobre el río joven de la montaña,
Por qué la nada debe desvanecerse y caer en lo que una vez fue,
Por qué el miedo y el sueño, la muerte y el nacimiento
Derraman sobre el día de esta tierra su oscuridad,
Por qué el hombre siente con pasión el odio y el amor,
La esperanza y la desazón.
Ninguna voz de algún mundo sublime, ni sabio
Ni poeta jamás ha elevado sus respuestas.
Por lo tanto, los nombres del Demonio, Fantasmas y Cielos
Permanecen en el recuerdo de su vano empeño,
Frágiles hechizos -cuyo encanto pronunciado no lastima-
De todo lo que vemos y oímos,
Duda, azar, cambio.
Tu luz por sí sola, como la niebla cayendo por la montaña,
O la música enviada por el viento nocturno
Que tiembla en las cuerdas de un instrumento inmóvil,
O el brillo lunar sobre el estanque en la medianoche,
Nos brinda gracia y verdad en este inquieto sueño de vida.
Amor, esperanza y autoestima, son como nubes
Que se apartan y retornan en un momento incierto.
El hombre fue inmortal, y omnipotente,
Hasta que tú, desconocida y horrible como eres,
Encerraste tu gloriosa marcha dentro de su corazón.
Tú, mensajero de simpatías,
Que resbalas y disminuyes en los ojos de los amantes,
Tú, que del pensamiento humano eres alimento,
Como la oscuridad a una llama moribunda,
No huyas como tu sombra vino,
No huyas, evitando la tumba que será,
Como la vida y el horror, una oscura realidad.
Si bien de niño he tratado con fantasmas, corriendo
A través de muchas y ansiosas cámaras, cuevas, ruinas,
Y estrellas de madera, persiguiendo con pasos temerosos
La esperanza de un diálogo con los queridos muertos.
Invoqué los nombres venenosos de los que nuestra juventud se alimenta;
No fui escuchado -Yo no los ví-
Cuando sonaba profundo en el espacio vital,
En aquel dulce momento
donde el viento confiesa todos los secretos;
De repente, tu sombra cayó sobre mí,
Me encogí, y froté mis manos en éxtasis.
Prometí que dedicaría mis facultades
A tí y sólo a tí -¿No he honrado mi voto?-
Con el corazón palpitante y los ojos luctuosos, aún ahora
Convoco a los fantasmas de un millar de horas,
Cada uno desde su tumba silenciosa: En soñadas alcobas
De celosos estudios o placenteras ternuras,
Han contemplado conmigo la envidiosa noche.
Saben que ninguna alegría iluminó mi frente,
Desencadenada con la esperanza de que habrás de liberar
Este mundo de su oscura esclavitud,
Que tú, horrible encantadora,
Nos darás todo lo que estas palabras no pueden expresar.
El día se hace más solemne y sereno
Cuando pasa el mediodía -hay una armonía
En el otoño que resplandece en el cielo,
Y que durante el verano no es vista ni oída,
Como si no pudiese ser, como si no fuese.-
Así pues, deja que tu poder, que desciende
Igual a la naturaleza de mi pasiva juventud,
Inunde mi propia vida con su calma;
A este que te adora en cada forma que te contiene,
Y a quien. Espíritu Justo, tus conjuros obligan
A temerse a sí mismo, y a amar a toda la humanidad.
Percy Bysshe Shelley, Himno a la belleza intelectual, http://elespejogotico.blogspot.com/2008/12/himno-la-belleza-intelectual-percy.html, Sleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, segundo de Bachillerato
El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad.
Capítulo 5.
»No he visto nunca nada semejante al cambio que se operó en sus rasgos, y espero
no volver a verlo. No es que me conmoviera. Estaba fascinado. Era como si se hubiera
rasgado un velo. Vi sobre ese rostro de marfil la expresión de sombrío orgullo, de
implacable poder, de pavoroso terror... de una intensa e irremediable desesperación.
¿Volvía a vivir su vida, cada detalle de deseo, tentación y entrega, durante ese momento
supremo de total lucidez? Gritó en un susurro a alguna imagen, a alguna visión, gritó dos
veces, un grito que no era más que un suspiro: “¡Ah, el horror! ¡El horror!”
»Apagué de un soplo la vela y salí de la cabina. Los peregrinos estaban almorzando
en el comedor, y ocupé un sitio frente al director, que levantó los ojos para dirigirme una
mirada interrogante, que yo logré ignorar con éxito. Se echó hacia atrás, sereno, con esa
sonrisa peculiar con que sellaba las profundidades inexpresadas de su mezquindad. Una
lluvia continua de pequeñas moscas corría sobre la lámpara, sobre el mantel, sobre
nuestras manos y caras. De pronto el muchacho del director introdujo su insolente cabeza
negra por la puerta y dijo en un tono de maligno desprecio: “Señor Kurtz... él, muerto.”
»Todos los peregrinos salieron precipitadamente para verlo. Yo permanecí allí, y
terminé mi cena. Creo que fui considerado como un individuo brutalmente duro. Sin
embargo, no logré comer mucho. Había allí una lámpara... luz... y afuera una oscuridad
bestial. No volví a acercarme al hombre notable que había pronunciado un juicio sobre
las aventuras de su espíritu en esta tierra. La voz se había ido. ¿Qué más había habido
allí? Pero por supuesto me enteré de que al día siguiente los peregrinos enterraron algo en
un foso cavado en el fango.
»Y luego casi tuvieron que sepultarme a mí.
Conrad Joseph, El corazón de las tieblas, p&q=el+corazon+de+las+tinieblas+
joseph+conrad&meta=&aq=0&aqi=g10&aql=&oq=el+corazon+de+las+tinieblas&fp=ae5def97ee1dda6c
Seleccionado por Cristina Martín
»No he visto nunca nada semejante al cambio que se operó en sus rasgos, y espero
no volver a verlo. No es que me conmoviera. Estaba fascinado. Era como si se hubiera
rasgado un velo. Vi sobre ese rostro de marfil la expresión de sombrío orgullo, de
implacable poder, de pavoroso terror... de una intensa e irremediable desesperación.
¿Volvía a vivir su vida, cada detalle de deseo, tentación y entrega, durante ese momento
supremo de total lucidez? Gritó en un susurro a alguna imagen, a alguna visión, gritó dos
veces, un grito que no era más que un suspiro: “¡Ah, el horror! ¡El horror!”
»Apagué de un soplo la vela y salí de la cabina. Los peregrinos estaban almorzando
en el comedor, y ocupé un sitio frente al director, que levantó los ojos para dirigirme una
mirada interrogante, que yo logré ignorar con éxito. Se echó hacia atrás, sereno, con esa
sonrisa peculiar con que sellaba las profundidades inexpresadas de su mezquindad. Una
lluvia continua de pequeñas moscas corría sobre la lámpara, sobre el mantel, sobre
nuestras manos y caras. De pronto el muchacho del director introdujo su insolente cabeza
negra por la puerta y dijo en un tono de maligno desprecio: “Señor Kurtz... él, muerto.”
»Todos los peregrinos salieron precipitadamente para verlo. Yo permanecí allí, y
terminé mi cena. Creo que fui considerado como un individuo brutalmente duro. Sin
embargo, no logré comer mucho. Había allí una lámpara... luz... y afuera una oscuridad
bestial. No volví a acercarme al hombre notable que había pronunciado un juicio sobre
las aventuras de su espíritu en esta tierra. La voz se había ido. ¿Qué más había habido
allí? Pero por supuesto me enteré de que al día siguiente los peregrinos enterraron algo en
un foso cavado en el fango.
»Y luego casi tuvieron que sepultarme a mí.
Conrad Joseph, El corazón de las tieblas, p&q=el+corazon+de+las+tinieblas+
joseph+conrad&meta=&aq=0&aqi=g10&aql=&oq=el+corazon+de+las+tinieblas&fp=ae5def97ee1dda6c
Seleccionado por Cristina Martín
En busca del tiempo perdido, Marcel Proust
Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no, pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que le causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose dee una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal.
¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo?
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa) cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va disgregando!; las formas externas -también aquélla tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos-, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.
En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar el porqué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vívonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.
Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, http://apostillasnotas.blogspot.com/2009/08/en-busca-del-tiempo-perdido-proust.html. Seleccionado opor Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.
¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo?
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa) cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va disgregando!; las formas externas -también aquélla tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos-, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.
En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar el porqué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vívonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.
Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, http://apostillasnotas.blogspot.com/2009/08/en-busca-del-tiempo-perdido-proust.html. Seleccionado opor Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.
Una mujer sin prejuicios, Anton Chejov
Maxim Kuzmich Salutov es alto, fornido, corpulento. Sin temor a exagerar, puede decirse que es de complexión atlética. Posee una fuerza descomunal: dobla con los dedos una moneda de veinte kopecs, arranca de cuajo árboles pequeños, levanta pesas con los dientes; y jura que no hay en la tierra hombre capaz de medirse con él. Es valiente y audaz. Causa pavor y hace palidecer cuando se enfada. Hombres y mujeres chillan y enrojecen al darle la mano. ¡Duele tanto! No hay modo de oír su bella voz de barítono, porque hace ensordecer. ¡El vigor en persona! No conozco a nadie que le iguale.
¡Pues esa fuerza misteriosa, sobrehumana, propia de un buey, se redujo a la nada, a la de una rata muerta, cuando Maxim Kuzmich se declaró a Elena Gavrilovna! Maxim Kuzmich palideció, enrojeció, tembló; y no hubiera sido capaz de levantar una silla en el momento en que hubo de extraer de su enorme boca el consabido «¡La amo!». Se disipó su energía y su corpachón se convirtió en un gran recipiente vacío.
Se le declaró en la pista de patinaje. Ella se deslizaba por el hielo con la grácil ligereza de una pluma, y él, persiguiéndola, temblaba, se derretía, susurraba palabras incomprensibles. Llevaba en el semblante escrito el sufrimiento... Sus piernas, ágiles y diestras, se torcían y se enredaban cada vez que debía describir en el hielo alguna curva difícil... ¿Creen ustedes que temía unas calabazas? No. Elena Gavrilovna le correspondía y ansiaba oír de sus labios la declaración de amor. Morena, menudita, guapa, ardía de impaciencia. El elegido de su corazón había cumplido ya los treinta; su rango no era nada elevado, y su fortuna tampoco tenía mucho que envidiar; pero, en cambio, ¡era tan bello, tan ingenioso, tan hábil! Bailaba admirablemente, tiraba al blanco como un as y nadie le aventajaba montando a caballo. Una vez, paseando con ella, se saltó una zanja que no la hubiera salvado el mejor corcel de Inglaterra.
¿Cómo no amar a un hombre como aquel?
Y él sabía que era amado. Estaba seguro de ello. Pero un pensamiento le hacía sufrir. Un pensamiento que le oprimía el cerebro, que le hacía desvariar, llorar, no comer, no beber, no dormir. Un pensamiento que le amargaba la vida. Mientras él hablaba de su amor, la maldita obsesión bullía en su cerebro y le martilleaba las sienes.
-¡Sea usted mi mujer! -suplicaba a Elena Gavrilovna-. ¡La amo locamente con pasión torturante!
Pero al mismo tiempo pensaba:
"¿Tengo derecho a ser su marido? ¡No, no tengo derecho! ¡Si ella conociese mi origen, si alguien le contase mi pasado, sería capaz de abofetearme! ¡Un pasado infeliz y vergonzoso! ¡Ella, de buena familia, rica e instruida, me escupiría si supiese qué clase de pájaro soy!"
Cuando Elena Gavrilovna se le lanzó al cuello, jurándole amor eterno, él no se sintió feliz. Le atormentaba el dichoso pensamiento... Mientras volvía de la pista a su casa, iba mordiéndose los labios y cavilando:
"¡Soy un canalla! De ser un hombre, se lo contaría todo, ¡todo! Antes de hacerle la declaración debí revelarle mi secreto. ¡Pero como no lo hice, soy un granuja y un infame!"
Los padres de Elena Gavrilovna dieron su consentimiento para el matrimonio. El atleta les gustaba: era respetuoso, y como funcionario hacía concebir grandes esperanzas. Elena Gavrilovna se sentía en el séptimo cielo. Era feliz. En cambio, ¡cuan desdichado era el pobre atleta! Hasta el día de la boda sufrió la misma tortura que en el momento de declararse.
También le atormentaba un amigo que conocía el pasado de Maxim Kuzmich como la palma de su mano..., y que le sacaba casi todo el sueldo.
-Convídame a comer en el Ermitage -le intimaba-. Convídame o lo cuento todo... Y, además, préstame veinticinco rublos.
El infeliz Maxim Kuzmich adelgazó a ojos vistas. Se le hundieron las mejillas, y los puños se le volvieron huesudos. Su idea fija le hizo enfermar. A no ser por la mujer amada, se hubiera pegado un tiro...
"¡Soy un bribón, un canalla! -se decía a sí mismo-. ¡Tengo que contárselo todo antes de la boda! ¡Aunque me escupa en la cara!"
Mas le faltó valor para contárselo. La idea de que después de la explicación tendría que separarse de la mujer amada, era para él la más aterradora.
Llegó el día de la boda. Bendijo el cura a los novios y todo eran felicitaciones y augurios de felicidad. El pobre Maxim Kuzmich recibía los parabienes, bebía, bailaba, reía; pero era horriblemente desdichado: "¡Confiesa, pedazo de animal! Nos han casado pero todavía estamos a tiempo. ¡Aún podemos separarnos!"
Y confesó.
Cuando llegó la hora ansiada y condujeron a los desposados al dormitorio, la conciencia y la honradez se sobrepusieron a todo... Maxim Kuzmich, pálido, tembloroso, aturdido, respirando a duras penas, se aproximó tímidamente a Elena Gavrilovna, y musitó:
-Antes de que nos pertenezcamos... el uno al otro, debo..., debo explicar...
-¿Qué te pasa, Max? ¡Estás demacrado! Te encuentro todos estos días pálido y taciturno. ¿Te sientes mal?
-Yo... debo contártelo todo, Liolia... Sentémonos... Me veo obligado a anonadarte, a malograr tu felicidad..., pero ¿qué otra cosa cabe hacer? El deber ante todo... Voy a contarte mi pasado...
Liolia abrió desmesuradamente los ojos y sonrió:
-Bueno, pues cuéntamelo... Pero acaba pronto, por favor. Y no tiembles de ese modo.
-Yo nací en Tam..., en Tam... bov. Mis padres eran humildes y muy pobres... Y ahora te diré qué clase de elemento soy. Vas a horrorizarte. Espera un poco... Ahora lo verás... Fui un mendigo. Cuando niño vendí manzanas..., peras...
-¿Tú?
-¿Te horrorizas? Pues aún te queda por oír lo peor, querida. ¡Oh, qué desgraciado soy! ¡Cuando se entere usted, me maldecirá!
-Pero ¿de qué se trata?
-A los veinte años fui..., fui... ¡Perdóneme! ¡No me arroje de su lado! ¡Fui... payaso de circo!
-¿Tú? ¿Tú fuiste payaso?
Salutov, en espera de una bofetada, se cubrió la cara con ambas manos. Le faltaba poco para desmayarse.
-¿Tú, payaso?
Liolia se cayó del sofá en que se había tendido. Se incorporó. Corrió de una parte a otra de la habitación...
¿Qué le sucedía? Se llevó las manos al vientre... Por el dormitorio se expandió una risa semejante a una carcajada histérica...
-¡Ja, ja, ja! ¿De manera que fuiste payaso? ¿Tú? Maximka, palomo mío, ejecuta para mí algún número. ¡Demuéstrame ahora que fuiste payaso! ¡Ja, ja, ja! ¡Palomito de mi alma!
Así diciendo se arrojó al cuello de Salutov y le abrazó.
-¡Haz alguna payasada, querido, rico!
-¿Te burlas, desdichada? ¿Me desprecias?
-¡Haz algo para que yo lo vea! ¿Sabes también andar por una cuerda? ¡No te creo!
Mientras hablaba cubría de besos la cara del marido, se apretaba contra él, le hacía mil zalamerías, sin la menor señal de enojo. Y él, desconcertado, sin comprender una palabra de lo que sucedía, accedió de buena gana a los ruegos de su mujer.
Se aproximó a la cama, contó hasta tres e hizo la vela, con los pies para arriba, apoyando la frente en el borde de la cama.
-¡Bravo, Max! ¡Bis, bis! ¡Ja, ja, ja! ¡Eres un tesoro! ¡Hazlo otra vez!
Max se balanceó y, en la posición anterior, saltó al suelo y se puso a andar con las manos...
Por la mañana, los padres de Liolia estaban asombradísimos.
-¿Quién dará esos golpes ahí arriba? -se preguntaban-. Los recién casados deben de estar dormidos. ¿No serán los criados bromeando? ¡Hay que ver el alboroto que arman, los muy tunos!
El padre subió al piso de arriba, pero no encontró allí a nadie de la servidumbre.
Para asombro suyo, comprobó que el ruido provenía del dormitorio de los desposados. Después de permanecer un instante junto a la puerta, la empujó ligeramente con el hombro y la entreabrió. Al mirar al interior por poco se muere del susto: Maxim Kuzmich, en medio de la habitación, estaba ejecutando un arriesgadísimo salto mortal. Y Liolia, a su lado, le aplaudía. Las caras de los dos resplandecían de felicidad.
Anton Chejov, "Una mujer sin prejuicios", http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/rus/chejov/mujer.htm, (Seleccionado por Cristina Martín Bonifacio, Curso 2009-2010, Segundo de Bachilerato)
¡Pues esa fuerza misteriosa, sobrehumana, propia de un buey, se redujo a la nada, a la de una rata muerta, cuando Maxim Kuzmich se declaró a Elena Gavrilovna! Maxim Kuzmich palideció, enrojeció, tembló; y no hubiera sido capaz de levantar una silla en el momento en que hubo de extraer de su enorme boca el consabido «¡La amo!». Se disipó su energía y su corpachón se convirtió en un gran recipiente vacío.
Se le declaró en la pista de patinaje. Ella se deslizaba por el hielo con la grácil ligereza de una pluma, y él, persiguiéndola, temblaba, se derretía, susurraba palabras incomprensibles. Llevaba en el semblante escrito el sufrimiento... Sus piernas, ágiles y diestras, se torcían y se enredaban cada vez que debía describir en el hielo alguna curva difícil... ¿Creen ustedes que temía unas calabazas? No. Elena Gavrilovna le correspondía y ansiaba oír de sus labios la declaración de amor. Morena, menudita, guapa, ardía de impaciencia. El elegido de su corazón había cumplido ya los treinta; su rango no era nada elevado, y su fortuna tampoco tenía mucho que envidiar; pero, en cambio, ¡era tan bello, tan ingenioso, tan hábil! Bailaba admirablemente, tiraba al blanco como un as y nadie le aventajaba montando a caballo. Una vez, paseando con ella, se saltó una zanja que no la hubiera salvado el mejor corcel de Inglaterra.
¿Cómo no amar a un hombre como aquel?
Y él sabía que era amado. Estaba seguro de ello. Pero un pensamiento le hacía sufrir. Un pensamiento que le oprimía el cerebro, que le hacía desvariar, llorar, no comer, no beber, no dormir. Un pensamiento que le amargaba la vida. Mientras él hablaba de su amor, la maldita obsesión bullía en su cerebro y le martilleaba las sienes.
-¡Sea usted mi mujer! -suplicaba a Elena Gavrilovna-. ¡La amo locamente con pasión torturante!
Pero al mismo tiempo pensaba:
"¿Tengo derecho a ser su marido? ¡No, no tengo derecho! ¡Si ella conociese mi origen, si alguien le contase mi pasado, sería capaz de abofetearme! ¡Un pasado infeliz y vergonzoso! ¡Ella, de buena familia, rica e instruida, me escupiría si supiese qué clase de pájaro soy!"
Cuando Elena Gavrilovna se le lanzó al cuello, jurándole amor eterno, él no se sintió feliz. Le atormentaba el dichoso pensamiento... Mientras volvía de la pista a su casa, iba mordiéndose los labios y cavilando:
"¡Soy un canalla! De ser un hombre, se lo contaría todo, ¡todo! Antes de hacerle la declaración debí revelarle mi secreto. ¡Pero como no lo hice, soy un granuja y un infame!"
Los padres de Elena Gavrilovna dieron su consentimiento para el matrimonio. El atleta les gustaba: era respetuoso, y como funcionario hacía concebir grandes esperanzas. Elena Gavrilovna se sentía en el séptimo cielo. Era feliz. En cambio, ¡cuan desdichado era el pobre atleta! Hasta el día de la boda sufrió la misma tortura que en el momento de declararse.
También le atormentaba un amigo que conocía el pasado de Maxim Kuzmich como la palma de su mano..., y que le sacaba casi todo el sueldo.
-Convídame a comer en el Ermitage -le intimaba-. Convídame o lo cuento todo... Y, además, préstame veinticinco rublos.
El infeliz Maxim Kuzmich adelgazó a ojos vistas. Se le hundieron las mejillas, y los puños se le volvieron huesudos. Su idea fija le hizo enfermar. A no ser por la mujer amada, se hubiera pegado un tiro...
"¡Soy un bribón, un canalla! -se decía a sí mismo-. ¡Tengo que contárselo todo antes de la boda! ¡Aunque me escupa en la cara!"
Mas le faltó valor para contárselo. La idea de que después de la explicación tendría que separarse de la mujer amada, era para él la más aterradora.
Llegó el día de la boda. Bendijo el cura a los novios y todo eran felicitaciones y augurios de felicidad. El pobre Maxim Kuzmich recibía los parabienes, bebía, bailaba, reía; pero era horriblemente desdichado: "¡Confiesa, pedazo de animal! Nos han casado pero todavía estamos a tiempo. ¡Aún podemos separarnos!"
Y confesó.
Cuando llegó la hora ansiada y condujeron a los desposados al dormitorio, la conciencia y la honradez se sobrepusieron a todo... Maxim Kuzmich, pálido, tembloroso, aturdido, respirando a duras penas, se aproximó tímidamente a Elena Gavrilovna, y musitó:
-Antes de que nos pertenezcamos... el uno al otro, debo..., debo explicar...
-¿Qué te pasa, Max? ¡Estás demacrado! Te encuentro todos estos días pálido y taciturno. ¿Te sientes mal?
-Yo... debo contártelo todo, Liolia... Sentémonos... Me veo obligado a anonadarte, a malograr tu felicidad..., pero ¿qué otra cosa cabe hacer? El deber ante todo... Voy a contarte mi pasado...
Liolia abrió desmesuradamente los ojos y sonrió:
-Bueno, pues cuéntamelo... Pero acaba pronto, por favor. Y no tiembles de ese modo.
-Yo nací en Tam..., en Tam... bov. Mis padres eran humildes y muy pobres... Y ahora te diré qué clase de elemento soy. Vas a horrorizarte. Espera un poco... Ahora lo verás... Fui un mendigo. Cuando niño vendí manzanas..., peras...
-¿Tú?
-¿Te horrorizas? Pues aún te queda por oír lo peor, querida. ¡Oh, qué desgraciado soy! ¡Cuando se entere usted, me maldecirá!
-Pero ¿de qué se trata?
-A los veinte años fui..., fui... ¡Perdóneme! ¡No me arroje de su lado! ¡Fui... payaso de circo!
-¿Tú? ¿Tú fuiste payaso?
Salutov, en espera de una bofetada, se cubrió la cara con ambas manos. Le faltaba poco para desmayarse.
-¿Tú, payaso?
Liolia se cayó del sofá en que se había tendido. Se incorporó. Corrió de una parte a otra de la habitación...
¿Qué le sucedía? Se llevó las manos al vientre... Por el dormitorio se expandió una risa semejante a una carcajada histérica...
-¡Ja, ja, ja! ¿De manera que fuiste payaso? ¿Tú? Maximka, palomo mío, ejecuta para mí algún número. ¡Demuéstrame ahora que fuiste payaso! ¡Ja, ja, ja! ¡Palomito de mi alma!
Así diciendo se arrojó al cuello de Salutov y le abrazó.
-¡Haz alguna payasada, querido, rico!
-¿Te burlas, desdichada? ¿Me desprecias?
-¡Haz algo para que yo lo vea! ¿Sabes también andar por una cuerda? ¡No te creo!
Mientras hablaba cubría de besos la cara del marido, se apretaba contra él, le hacía mil zalamerías, sin la menor señal de enojo. Y él, desconcertado, sin comprender una palabra de lo que sucedía, accedió de buena gana a los ruegos de su mujer.
Se aproximó a la cama, contó hasta tres e hizo la vela, con los pies para arriba, apoyando la frente en el borde de la cama.
-¡Bravo, Max! ¡Bis, bis! ¡Ja, ja, ja! ¡Eres un tesoro! ¡Hazlo otra vez!
Max se balanceó y, en la posición anterior, saltó al suelo y se puso a andar con las manos...
Por la mañana, los padres de Liolia estaban asombradísimos.
-¿Quién dará esos golpes ahí arriba? -se preguntaban-. Los recién casados deben de estar dormidos. ¿No serán los criados bromeando? ¡Hay que ver el alboroto que arman, los muy tunos!
El padre subió al piso de arriba, pero no encontró allí a nadie de la servidumbre.
Para asombro suyo, comprobó que el ruido provenía del dormitorio de los desposados. Después de permanecer un instante junto a la puerta, la empujó ligeramente con el hombro y la entreabrió. Al mirar al interior por poco se muere del susto: Maxim Kuzmich, en medio de la habitación, estaba ejecutando un arriesgadísimo salto mortal. Y Liolia, a su lado, le aplaudía. Las caras de los dos resplandecían de felicidad.
Anton Chejov, "Una mujer sin prejuicios", http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/rus/chejov/mujer.htm, (Seleccionado por Cristina Martín Bonifacio, Curso 2009-2010, Segundo de Bachilerato)
El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad.
-Me le quedé mirando, perdido en el asombro. Allí estaba delante de mí, en su traje de
colores, como si hubiera desertado de una troupe de saltimbanquis, entusiasta, fabuloso.
Su misma existencia era algo improbable, inexplicable y a la vez anonadante. Era un
problema insoluble. Resultaba inconcebible ver cómo había conseguido ir tan lejos, cómo
había logrado sobrevivir, por qué no desaparecía instantáneamente. "Fui un poco más
lejos", dijo, "cada vez un poco más lejos, hasta que he llegado tan lejos que no sé cómo
podré regresar alguna vez. No me importa. Ya habrá tiempo para ello. Puedo
arreglármelas. Usted llévese a Kurtz pronto, pronto..." El hechizo de la juventud envolvía
aquellos harapos de colores, su miseria, su soledad, la desolación esencial de sus fútiles
andanzas. Durante meses, durante años, su vida no había valido lo que uno puede adquirir
en un día, y allí estaba, galante, despreocupadamente vivo, indestructible según las
apariencias, sólo en virtud de su juventud y de su irreflexiva audacia. Me sentí seducido
por algo parecido a la admiración y la envidia. La aventura lo estimulaba, emanaba un
aire de aventura. Con toda seguridad no deseaba otra cosa que la selva y el espacio para
respirar y para transitar. Necesitaba existir, y moverse hacia adelante, hacia los mayores
riesgos posibles, y con los más mínimos elementos. Si el espíritu absolutamente puro, sin
cálculo, ideal de la aventura, había tomado posesión alguna vez de un ser humano, era de
aquel joven remendado. Casi sentí envidia por la posesión de aquella modesta y pura
llama. Parecía haber consumido todo pensamiento de sí y tan completamente que, incluso
cuando hablaba, uno olvidaba que era él (el hombre que se tenía frente a los ojos) quien
había vivido todas aquellas experiencias. Sin embargo, no envidié su devoción por Kurtz.
Él no había meditado sobre ella. Le había llegado y la aceptó con una especie de
vehemente fatalismo. Debo decir que me parecía la cosa más peligrosa de todas las que le
habían ocurrido.
Conrad Joseph, El corazón de las tinieblas, http://www.google.es/#hl=es&source=hp&q=el+corazon+de+las+tinieblas+joseph+conrad&meta=
&aq=0&aqi=g10&aql=&oq=el+corazon+de+las+tinieblas&fp=ae5def97ee1dda6c. Fragmento seleccionado por Cristina Martín.
colores, como si hubiera desertado de una troupe de saltimbanquis, entusiasta, fabuloso.
Su misma existencia era algo improbable, inexplicable y a la vez anonadante. Era un
problema insoluble. Resultaba inconcebible ver cómo había conseguido ir tan lejos, cómo
había logrado sobrevivir, por qué no desaparecía instantáneamente. "Fui un poco más
lejos", dijo, "cada vez un poco más lejos, hasta que he llegado tan lejos que no sé cómo
podré regresar alguna vez. No me importa. Ya habrá tiempo para ello. Puedo
arreglármelas. Usted llévese a Kurtz pronto, pronto..." El hechizo de la juventud envolvía
aquellos harapos de colores, su miseria, su soledad, la desolación esencial de sus fútiles
andanzas. Durante meses, durante años, su vida no había valido lo que uno puede adquirir
en un día, y allí estaba, galante, despreocupadamente vivo, indestructible según las
apariencias, sólo en virtud de su juventud y de su irreflexiva audacia. Me sentí seducido
por algo parecido a la admiración y la envidia. La aventura lo estimulaba, emanaba un
aire de aventura. Con toda seguridad no deseaba otra cosa que la selva y el espacio para
respirar y para transitar. Necesitaba existir, y moverse hacia adelante, hacia los mayores
riesgos posibles, y con los más mínimos elementos. Si el espíritu absolutamente puro, sin
cálculo, ideal de la aventura, había tomado posesión alguna vez de un ser humano, era de
aquel joven remendado. Casi sentí envidia por la posesión de aquella modesta y pura
llama. Parecía haber consumido todo pensamiento de sí y tan completamente que, incluso
cuando hablaba, uno olvidaba que era él (el hombre que se tenía frente a los ojos) quien
había vivido todas aquellas experiencias. Sin embargo, no envidié su devoción por Kurtz.
Él no había meditado sobre ella. Le había llegado y la aceptó con una especie de
vehemente fatalismo. Debo decir que me parecía la cosa más peligrosa de todas las que le
habían ocurrido.
Conrad Joseph, El corazón de las tinieblas, http://www.google.es/#hl=es&source=hp&q=el+corazon+de+las+tinieblas+joseph+conrad&meta=
&aq=0&aqi=g10&aql=&oq=el+corazon+de+las+tinieblas&fp=ae5def97ee1dda6c. Fragmento seleccionado por Cristina Martín.
Los hombres que están de más, Anton Chejov
Son las siete de la noche. Un día caluroso del mes de junio. Del apeadero de Hilkobo, una multitud de personas que ha llegado en el tren se encamina a la estación veraniega. Casi todos los viajeros son padres de familia, cargados de paquetes, carpetas y sombrereras. Todos tienen aspecto cansado, hambriento y aburrido, como si para ellos no resplandeciera el sol y no creciera la hierba.
Entre los demás anda también Davel Ivanovitch Zaikin, miembro del Tribunal del distrito, hombre alto y delgado, provisto de un abrigo barato y de una gorra desteñida.
-¿Vuelve usted todos los días a su casa? -le pregunta un veraneante, que viste pantalón rojo.
-No; mi mujer y mi hijo viven aquí, y yo vengo solamente dos veces a la semana -le contesta Zaikin con acento lúgubre-. Mis ocupaciones me impiden venir todos los días y, además, el viaje me resulta caro.
-Tiene usted razón; es muy caro -suspira el de los pantalones rojos-. No puede uno venir de la ciudad a pie, hace falta un coche; el billete cuesta cuarenta y dos céntimos...; en el camino compra uno el periódico, toma una copita... Todo son gastos pequeños, cosa de nada, pero al final del verano suben a unos doscientos rublos. Es verdad que la Naturaleza cuesta más; no lo dudo,... los idilios y el resto, pero con nuestro sueldo de empleados, cada céntimo tiene su valor. Gasta uno sin hacer caso de algunos céntimos y luego no duerme en toda la noche... Sí... Yo, señor mío, aunque no tengo el gusto de conocer su nombre y apellido, puedo decirle que percibo un sueldo de dos mil rublos al año, tengo categoría de consejero y, a pesar de esto, no puedo fumar otro tabaco que el de segunda calidad, y no me sobra un rublo para comprarme una botella de agua de Vichy, que me receta el médico contra los cálculos de la vejiga.
-En efecto; todo está mal -dice Zaikin después de una pequeña meditación-. ¿Quiere saber usted mi opinión? El veraneo ha sido inventado por las mujeres y el diablo. Al diablo lo guiaba su maldad y a las mujeres su ligereza. ¡Usted comprenderá que esto no es una vida! ¡Esto es un presidio! Hace calor, está uno sofocado, respira con dificultad y, no obstante, tiene que zarandearse como un alma en pena y carecer casi de albergue. Allá en la ciudad no quedan ni muebles ni servidumbre... Todo se lo llevaron al campo... Hay que alimentarse pésimamente. Imposible tomar el té, porque no se encuentra quién encienda el samovar. Yo no me lavo. Vengo aquí, al seno de la Naturaleza, y me cabe el gusto de andar a pie con este calor... ¡Una porquería! ¿Está usted casado?
-Sí... Tengo tres hijos... -responde el del pantalón rojo.
-¡Abominable!... Es asombroso. Parece increíble que aun estemos vivos.
Al fin, los veraneantes llegan hasta la aldea. Zaikin se despide del de los pantalones rojos y entra en su casa, donde reina un silencio mortal. Se oye solamente el zumbido de las moscas y de los mosquitos.
Delante de las ventanas cuelgan visillos de tul, ante los cuales se ven macetas con flores marchitas. En las paredes, de madera, al lado de las oleografías, dormitan las moscas. En la antesala, en la cocina, en el comedor, no hay alma viviente.
En la habitación, que sirve al mismo tiempo de sala y de recibidor, Zaikin encuentra a su hijo Petia, chicuelo de seis años. Petia está muy absorto en su trabajo. Recorta la sota de un naipe, avanza el labio inferior y sopla.
-¿Eres tú, papá? -le dice sin volver la cabeza-. ¡Buenos días!
-¡Buenos días!... ¿Dónde está tu madre?
-¿Mamá? Ha ido con Olga Cirilovna a un ensayo. Habrá representación pasado mañana. Me llevarán a mí también... ¿Y tú, irás?
-Hum... ¿No sabes cuándo volverá tu madre?
-Dijo que volvería al ser de noche.
-Y Natalia, ¿dónde está?
-Mamá se la llevó para que le ayudara a vestirse en los entreactos, y Alculina se fue a buscar setas al bosque. Papá, ¿por qué cuando los mosquitos pican, el vientre se les pone encarnado?
-No sé... Porque chupan la sangre. ¿De modo que no hay nadie en casa?
-Nadie. Yo sólo estoy en casa.
Zaikin se sienta en una butaca y mira como atontado por la ventana.
Transcurren algunos momentos.
-¿Quién nos servirá la comida? -pregunta.
-Hoy no han hecho comida. Mamá pensó que tú no vendrías y dispuso que no se guisara. Ella comerá con Olga Cirilovna después del ensayo.
-Muchas gracias. Y tú, ¿qué has comido?
-Tomé leche. Me compraron seis céntimos de leche. Papá, ¿por qué chupan la sangre los mosquitos?
Zaikin siente una pesadez que le encoge el hígado y lo aprieta.
Experimenta tal amargura y tal ofensa que quisiera saltar, tirar algo al suelo, gritar, reñir. Pero recordando que los médicos le prohibieron toda agitación hace un esfuerzo, y para calmarse se levanta silbando un aire de Los Hugonotes.
-Papá; ¿tú sabes...? -insiste Petia.
-¡Déjame en paz con tus tonterías! -responde Zaikin enfadado-. Me fastidias. Tienes seis años y eres siempre tan majadero como cuando tenías tres. ¡Eres un chiquillo tonto y malcriado! ¿Por qué estropeas los naipes? ¿Cómo te atreves a estropearlos?
-¡Estos naipes no son tuyos! Es Natalia la que me los dio -replica Petia sin levantar la vista.
-¡Mientes! ¡Mientes, mal muchacho! -exclama Zaikin-. Tú mientes siempre. ¡Hay que darte una paliza, gaznápiro! ¡Te arrancaré las orejas!
Petia salta, alarga el cuello y mira fijamente la cara purpúrea e irritada de su padre.
Sus grandes ojos están muy abiertos, luego se llenan de lágrimas y su boca se tuerce.
-¿Por qué me riñes? -chilla con voz aguda-. ¿Por qué me fastidias? ¡Estúpido! No hago nada malo, no soy travieso, obedezco lo que me ordenan y tú todavía gritas. Di, ¿por qué me riñes?
El niño habla con tanta convicción y llora tan amargamente que Zaikin se avergüenza.
-Tiene razón -piensa-; le busco las cosquillas. ¡Basta!... ¡Basta! -le dice golpeándolo en el hombro-. Anda, Petia, yo tengo la culpa; dispénsame. Tú eres un buen chico y te quiero mucho.
Petia se enjuga los ojos con la manga, vuelve a sentarse en su sitio y, con un suspiro, reanuda su tarea de recortar la sota. Zaikin se marcha a su gabinete, se extiende en el sofá y, colocándose las manos debajo de la cabeza, se pone a reflexionar. Las lágrimas del niño calmaron sus nervios, y el hígado se le alivió también. Pero el hambre y el cansancio lo acosan.
-¡Papá! -dice Petia detrás de la puerta-. ¿Quieres ver mi colección de insectos?
-Sí, tráela.
Petia entra y enseña a su padre una larga cajita verde. Zaikin oye de lejos un zumbido desesperado y el rascar de las patitas sobre las paredes de la caja.
Al levantar la tapadera ve una multitud de mariposas, escarabajos, grillos y moscas clavadas en el fondo con alfileres. Todos, a excepción de dos o tres mariposas, están vivos y se mueven.
-El grillo vive aun -dice con asombro Petia-; ayer lo cogimos y hasta ahora no se ha muerto.
-¿Quién te enseñó a clavarlos así? -le interroga Zaikin.
-Olga Cirilovna.
-Si la clavasen a ella misma así, ¿qué tal le parecería? -añade Zaikin con repugnancia-. ¡Llévatelos! ¡Es vergonzoso martirizar así a los animales! ¡Dios mío, qué mal criado está! -piensa cuando Petia desaparece.
Povel Matreievitch olvida su cansancio y hambre y no piensa sino en el porvenir de su hijo. Entretanto, la luz del día va extinguiéndose poco a poco...; se oye cómo los veraneantes tornan de los baños por grupos.
Alguien se para delante de la ventana abierta del comedor y grita:
-¿Desea usted setas?
Al cabo de un rato, no habiendo recibido contestación, se advierte el rumor de pies descalzos que se alejan... Por fin, cuando la oscuridad es casi completa y por la ventana entra el fresco de la noche, la puerta se abre ruidosamente y se oyen pasos apresurados, voces y risas...
-¡Mamá! -exclama Petia.
Zaikin mira desde su gabinete y ve a su mujer. Nodejda Steparovna está como siempre, sonrosada, rebosando salud... La acompaña Olga Cirilovna -una rubia seca, con la cara cubierta de pecas- y dos caballeros desconocidos: uno joven, largo, con cabellos rojos rizados y la nuez muy saliente; el otro, bajito, rechoncho, con la cara afeitada.
-Natalia, ¡encienda el samovar! -grita Nodejda Steparovna-. Parece que Povel Matreievitch ha llegado. Pablo, ¿dónde estás? ¡Buenos días, Pablo! -grita de nuevo. Entra corriendo en el gabinete-. ¿Has venido? ¡Me alegro mucho! Tengo conmigo dos de nuestros artistas aficionados... Ven, te voy a presentar. Aquél, el más alto, es Koromislof; tiene una voz magnífica; y el otro, el bajito, es un tal Smerkolof, un verdadero artista; declama que es una maravilla. ¡Ah, qué cansada estoy! Fui al ensayo... Todo está perfecto... Representaremos El huésped con el trombón y Ella le espera... Pasado mañana tendrá lugar el espectáculo.
-¿Para qué los has traído? -pregunta Zaikin.
-¡Era indispensable, lorito! Después del té hemos de repetir los papeles y cantar alguna que otra cosa. Tendremos que cantar un dúo con Koromislof... ¡No faltaría más sino que lo olvidara! Di a Natalia que traiga aguardiente, sardinas, queso y algo más. Seguramente se quedarán a cenar... ¡Qué cansada estoy!
-¡Cáspita!... El caso es que no tengo dinero.
-¡Imposible, lorito! ¡Qué vergüenza! ¡No me hagas ruborizar!
Media hora más tarde Natalia sale a comprar aguardiente y entremeses.
Zaikin, después de haber tomado el té y comido un pan entero, se va al dormitorio y se acuesta. Nodejda Steparovna, con risas y algazaras, empieza a ensayar sus papeles. Povel Matreievitch escucha largo rato la lectura gangosa de Koromislof y las exclamaciones patéticas de Smerkolof.
A la lectura sigue una conversación larga, interrumpida a cada momento por la risa chillona de Olga Cirilovna. Smerkolof, aprovechando su fama de actor, explica con aplomo los papeles. Luego se oye el dúo, y más tarde, el ruido de vajilla... Zaikin, medio dormido, oye cómo tratan de convencer a Smerkolof para que declame "La pecadora", y después de hacerse rogar mucho, consiente, y declama golpeándose en el pecho, llorando y riendo a la vez... Zaikin se acurruca y esconde la cabeza bajo las sábanas para no oír.
-Tienen ustedes que andar lejos para volver a su casa -observa Nodejda Steparovna-. ¿Por qué no pernoctan aquí? Koromislof dormirá en el sofá y usted, Smerkolof, en la cama de Petia... A Petia lo ponemos en el gabinete de mi marido... ¿Verdad? ¡Quédense ustedes!
Cuando el reloj da las dos todo queda silencioso... La puerta del dormitorio se abre y aparece Nodejda Steparovna.
-¡Pablo! ¿Duermes? -dice en voz baja.
-No. ¿Qué quieres?
-Ven, querido mío; acuéstate en el sofá, en tu gabinete; en tu cama se acostará Olga Cirilovna. La hubiera puesto a ella en el gabinete; pero tiene miedo de dormir sola. ¡Anda, levántate!
Zaikin se incorpora, viste la bata, y cogiendo su almohada se dirige hacia su gabinete... Al llegar a tientas hasta el sofá enciendo un fósforo y ve que en el diván está Petia. El niño no duerme, y fija sus grandes ojos en el fósforo.
-Papá, ¿por qué los mosquitos no duermen de noche?
-Porque..., porque... -murmura Zaikin- porque nosotros, tú y yo, estamos aquí de más...; no tenemos ni dónde dormir.
-Papá, ¿y por qué Olga Cirilovna tiene pecas en la cara?
-¡Déjame; me fastidias!
Zaikin reflexiona un poco, y luego se viste y sale a la calle a tomar el fresco... Mira el cielo gris de la madrugada, contempla las nubes inmóviles, oye el grito perezoso del rascón, y empieza a imaginarse lo bien que estará cuando vuelva a la ciudad, y, terminadas sus tareas en el Tribunal, se eche a dormir en su casa solitaria...
De repente, al volver de una esquina, aparece una figura humana.
«Seguramente el guardián», piensa Zaikin.
Pero, al fijarse, reconoce al veraneante del pantalón rojo.
-¡Cómo, no duerme usted? -le pregunta.
-No puedo -suspira el del pantalón rojo-. Disfruto de la Naturaleza... Tenemos huéspedes; en el tren de la noche ha llegado mi suegra..., y con ella mis sobrinas..., jóvenes muy agraciadas. Estoy muy satisfecho..., muy contento..., a pesar de... de que hay mucha humedad...
¿Y usted también, disfruta de la Naturaleza?
-Sí... -balbucea Zaikin-. Yo también disfruto de la Naturaleza... ¿No conoce usted, aquí, en la vecindad, algún restaurante o tabernita?
El de los pantalones rojos levanta los ojos hacia el cielo y se queda reflexionando.
Anton Chejov, "Los hombres que están de más", http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/rus/chejov/hombres.htm, (Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Cursos 2009-2010, Segundo de Bachillerato)
Entre los demás anda también Davel Ivanovitch Zaikin, miembro del Tribunal del distrito, hombre alto y delgado, provisto de un abrigo barato y de una gorra desteñida.
-¿Vuelve usted todos los días a su casa? -le pregunta un veraneante, que viste pantalón rojo.
-No; mi mujer y mi hijo viven aquí, y yo vengo solamente dos veces a la semana -le contesta Zaikin con acento lúgubre-. Mis ocupaciones me impiden venir todos los días y, además, el viaje me resulta caro.
-Tiene usted razón; es muy caro -suspira el de los pantalones rojos-. No puede uno venir de la ciudad a pie, hace falta un coche; el billete cuesta cuarenta y dos céntimos...; en el camino compra uno el periódico, toma una copita... Todo son gastos pequeños, cosa de nada, pero al final del verano suben a unos doscientos rublos. Es verdad que la Naturaleza cuesta más; no lo dudo,... los idilios y el resto, pero con nuestro sueldo de empleados, cada céntimo tiene su valor. Gasta uno sin hacer caso de algunos céntimos y luego no duerme en toda la noche... Sí... Yo, señor mío, aunque no tengo el gusto de conocer su nombre y apellido, puedo decirle que percibo un sueldo de dos mil rublos al año, tengo categoría de consejero y, a pesar de esto, no puedo fumar otro tabaco que el de segunda calidad, y no me sobra un rublo para comprarme una botella de agua de Vichy, que me receta el médico contra los cálculos de la vejiga.
-En efecto; todo está mal -dice Zaikin después de una pequeña meditación-. ¿Quiere saber usted mi opinión? El veraneo ha sido inventado por las mujeres y el diablo. Al diablo lo guiaba su maldad y a las mujeres su ligereza. ¡Usted comprenderá que esto no es una vida! ¡Esto es un presidio! Hace calor, está uno sofocado, respira con dificultad y, no obstante, tiene que zarandearse como un alma en pena y carecer casi de albergue. Allá en la ciudad no quedan ni muebles ni servidumbre... Todo se lo llevaron al campo... Hay que alimentarse pésimamente. Imposible tomar el té, porque no se encuentra quién encienda el samovar. Yo no me lavo. Vengo aquí, al seno de la Naturaleza, y me cabe el gusto de andar a pie con este calor... ¡Una porquería! ¿Está usted casado?
-Sí... Tengo tres hijos... -responde el del pantalón rojo.
-¡Abominable!... Es asombroso. Parece increíble que aun estemos vivos.
Al fin, los veraneantes llegan hasta la aldea. Zaikin se despide del de los pantalones rojos y entra en su casa, donde reina un silencio mortal. Se oye solamente el zumbido de las moscas y de los mosquitos.
Delante de las ventanas cuelgan visillos de tul, ante los cuales se ven macetas con flores marchitas. En las paredes, de madera, al lado de las oleografías, dormitan las moscas. En la antesala, en la cocina, en el comedor, no hay alma viviente.
En la habitación, que sirve al mismo tiempo de sala y de recibidor, Zaikin encuentra a su hijo Petia, chicuelo de seis años. Petia está muy absorto en su trabajo. Recorta la sota de un naipe, avanza el labio inferior y sopla.
-¿Eres tú, papá? -le dice sin volver la cabeza-. ¡Buenos días!
-¡Buenos días!... ¿Dónde está tu madre?
-¿Mamá? Ha ido con Olga Cirilovna a un ensayo. Habrá representación pasado mañana. Me llevarán a mí también... ¿Y tú, irás?
-Hum... ¿No sabes cuándo volverá tu madre?
-Dijo que volvería al ser de noche.
-Y Natalia, ¿dónde está?
-Mamá se la llevó para que le ayudara a vestirse en los entreactos, y Alculina se fue a buscar setas al bosque. Papá, ¿por qué cuando los mosquitos pican, el vientre se les pone encarnado?
-No sé... Porque chupan la sangre. ¿De modo que no hay nadie en casa?
-Nadie. Yo sólo estoy en casa.
Zaikin se sienta en una butaca y mira como atontado por la ventana.
Transcurren algunos momentos.
-¿Quién nos servirá la comida? -pregunta.
-Hoy no han hecho comida. Mamá pensó que tú no vendrías y dispuso que no se guisara. Ella comerá con Olga Cirilovna después del ensayo.
-Muchas gracias. Y tú, ¿qué has comido?
-Tomé leche. Me compraron seis céntimos de leche. Papá, ¿por qué chupan la sangre los mosquitos?
Zaikin siente una pesadez que le encoge el hígado y lo aprieta.
Experimenta tal amargura y tal ofensa que quisiera saltar, tirar algo al suelo, gritar, reñir. Pero recordando que los médicos le prohibieron toda agitación hace un esfuerzo, y para calmarse se levanta silbando un aire de Los Hugonotes.
-Papá; ¿tú sabes...? -insiste Petia.
-¡Déjame en paz con tus tonterías! -responde Zaikin enfadado-. Me fastidias. Tienes seis años y eres siempre tan majadero como cuando tenías tres. ¡Eres un chiquillo tonto y malcriado! ¿Por qué estropeas los naipes? ¿Cómo te atreves a estropearlos?
-¡Estos naipes no son tuyos! Es Natalia la que me los dio -replica Petia sin levantar la vista.
-¡Mientes! ¡Mientes, mal muchacho! -exclama Zaikin-. Tú mientes siempre. ¡Hay que darte una paliza, gaznápiro! ¡Te arrancaré las orejas!
Petia salta, alarga el cuello y mira fijamente la cara purpúrea e irritada de su padre.
Sus grandes ojos están muy abiertos, luego se llenan de lágrimas y su boca se tuerce.
-¿Por qué me riñes? -chilla con voz aguda-. ¿Por qué me fastidias? ¡Estúpido! No hago nada malo, no soy travieso, obedezco lo que me ordenan y tú todavía gritas. Di, ¿por qué me riñes?
El niño habla con tanta convicción y llora tan amargamente que Zaikin se avergüenza.
-Tiene razón -piensa-; le busco las cosquillas. ¡Basta!... ¡Basta! -le dice golpeándolo en el hombro-. Anda, Petia, yo tengo la culpa; dispénsame. Tú eres un buen chico y te quiero mucho.
Petia se enjuga los ojos con la manga, vuelve a sentarse en su sitio y, con un suspiro, reanuda su tarea de recortar la sota. Zaikin se marcha a su gabinete, se extiende en el sofá y, colocándose las manos debajo de la cabeza, se pone a reflexionar. Las lágrimas del niño calmaron sus nervios, y el hígado se le alivió también. Pero el hambre y el cansancio lo acosan.
-¡Papá! -dice Petia detrás de la puerta-. ¿Quieres ver mi colección de insectos?
-Sí, tráela.
Petia entra y enseña a su padre una larga cajita verde. Zaikin oye de lejos un zumbido desesperado y el rascar de las patitas sobre las paredes de la caja.
Al levantar la tapadera ve una multitud de mariposas, escarabajos, grillos y moscas clavadas en el fondo con alfileres. Todos, a excepción de dos o tres mariposas, están vivos y se mueven.
-El grillo vive aun -dice con asombro Petia-; ayer lo cogimos y hasta ahora no se ha muerto.
-¿Quién te enseñó a clavarlos así? -le interroga Zaikin.
-Olga Cirilovna.
-Si la clavasen a ella misma así, ¿qué tal le parecería? -añade Zaikin con repugnancia-. ¡Llévatelos! ¡Es vergonzoso martirizar así a los animales! ¡Dios mío, qué mal criado está! -piensa cuando Petia desaparece.
Povel Matreievitch olvida su cansancio y hambre y no piensa sino en el porvenir de su hijo. Entretanto, la luz del día va extinguiéndose poco a poco...; se oye cómo los veraneantes tornan de los baños por grupos.
Alguien se para delante de la ventana abierta del comedor y grita:
-¿Desea usted setas?
Al cabo de un rato, no habiendo recibido contestación, se advierte el rumor de pies descalzos que se alejan... Por fin, cuando la oscuridad es casi completa y por la ventana entra el fresco de la noche, la puerta se abre ruidosamente y se oyen pasos apresurados, voces y risas...
-¡Mamá! -exclama Petia.
Zaikin mira desde su gabinete y ve a su mujer. Nodejda Steparovna está como siempre, sonrosada, rebosando salud... La acompaña Olga Cirilovna -una rubia seca, con la cara cubierta de pecas- y dos caballeros desconocidos: uno joven, largo, con cabellos rojos rizados y la nuez muy saliente; el otro, bajito, rechoncho, con la cara afeitada.
-Natalia, ¡encienda el samovar! -grita Nodejda Steparovna-. Parece que Povel Matreievitch ha llegado. Pablo, ¿dónde estás? ¡Buenos días, Pablo! -grita de nuevo. Entra corriendo en el gabinete-. ¿Has venido? ¡Me alegro mucho! Tengo conmigo dos de nuestros artistas aficionados... Ven, te voy a presentar. Aquél, el más alto, es Koromislof; tiene una voz magnífica; y el otro, el bajito, es un tal Smerkolof, un verdadero artista; declama que es una maravilla. ¡Ah, qué cansada estoy! Fui al ensayo... Todo está perfecto... Representaremos El huésped con el trombón y Ella le espera... Pasado mañana tendrá lugar el espectáculo.
-¿Para qué los has traído? -pregunta Zaikin.
-¡Era indispensable, lorito! Después del té hemos de repetir los papeles y cantar alguna que otra cosa. Tendremos que cantar un dúo con Koromislof... ¡No faltaría más sino que lo olvidara! Di a Natalia que traiga aguardiente, sardinas, queso y algo más. Seguramente se quedarán a cenar... ¡Qué cansada estoy!
-¡Cáspita!... El caso es que no tengo dinero.
-¡Imposible, lorito! ¡Qué vergüenza! ¡No me hagas ruborizar!
Media hora más tarde Natalia sale a comprar aguardiente y entremeses.
Zaikin, después de haber tomado el té y comido un pan entero, se va al dormitorio y se acuesta. Nodejda Steparovna, con risas y algazaras, empieza a ensayar sus papeles. Povel Matreievitch escucha largo rato la lectura gangosa de Koromislof y las exclamaciones patéticas de Smerkolof.
A la lectura sigue una conversación larga, interrumpida a cada momento por la risa chillona de Olga Cirilovna. Smerkolof, aprovechando su fama de actor, explica con aplomo los papeles. Luego se oye el dúo, y más tarde, el ruido de vajilla... Zaikin, medio dormido, oye cómo tratan de convencer a Smerkolof para que declame "La pecadora", y después de hacerse rogar mucho, consiente, y declama golpeándose en el pecho, llorando y riendo a la vez... Zaikin se acurruca y esconde la cabeza bajo las sábanas para no oír.
-Tienen ustedes que andar lejos para volver a su casa -observa Nodejda Steparovna-. ¿Por qué no pernoctan aquí? Koromislof dormirá en el sofá y usted, Smerkolof, en la cama de Petia... A Petia lo ponemos en el gabinete de mi marido... ¿Verdad? ¡Quédense ustedes!
Cuando el reloj da las dos todo queda silencioso... La puerta del dormitorio se abre y aparece Nodejda Steparovna.
-¡Pablo! ¿Duermes? -dice en voz baja.
-No. ¿Qué quieres?
-Ven, querido mío; acuéstate en el sofá, en tu gabinete; en tu cama se acostará Olga Cirilovna. La hubiera puesto a ella en el gabinete; pero tiene miedo de dormir sola. ¡Anda, levántate!
Zaikin se incorpora, viste la bata, y cogiendo su almohada se dirige hacia su gabinete... Al llegar a tientas hasta el sofá enciendo un fósforo y ve que en el diván está Petia. El niño no duerme, y fija sus grandes ojos en el fósforo.
-Papá, ¿por qué los mosquitos no duermen de noche?
-Porque..., porque... -murmura Zaikin- porque nosotros, tú y yo, estamos aquí de más...; no tenemos ni dónde dormir.
-Papá, ¿y por qué Olga Cirilovna tiene pecas en la cara?
-¡Déjame; me fastidias!
Zaikin reflexiona un poco, y luego se viste y sale a la calle a tomar el fresco... Mira el cielo gris de la madrugada, contempla las nubes inmóviles, oye el grito perezoso del rascón, y empieza a imaginarse lo bien que estará cuando vuelva a la ciudad, y, terminadas sus tareas en el Tribunal, se eche a dormir en su casa solitaria...
De repente, al volver de una esquina, aparece una figura humana.
«Seguramente el guardián», piensa Zaikin.
Pero, al fijarse, reconoce al veraneante del pantalón rojo.
-¡Cómo, no duerme usted? -le pregunta.
-No puedo -suspira el del pantalón rojo-. Disfruto de la Naturaleza... Tenemos huéspedes; en el tren de la noche ha llegado mi suegra..., y con ella mis sobrinas..., jóvenes muy agraciadas. Estoy muy satisfecho..., muy contento..., a pesar de... de que hay mucha humedad...
¿Y usted también, disfruta de la Naturaleza?
-Sí... -balbucea Zaikin-. Yo también disfruto de la Naturaleza... ¿No conoce usted, aquí, en la vecindad, algún restaurante o tabernita?
El de los pantalones rojos levanta los ojos hacia el cielo y se queda reflexionando.
Anton Chejov, "Los hombres que están de más", http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/rus/chejov/hombres.htm, (Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Cursos 2009-2010, Segundo de Bachillerato)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)