LIBRO IV
Al invierno siguiente, siendo cónsules Cneo Pompeyo y Marco Craso, los usipetes y tencteros de la Germanía en gran número pasaron el Rin hacia su embocadura en el mar. La causa de su transmigración fue que los suevos con la porfiada guerra de muchos años no los dejaban vivir ni cultivar sus tierras. Es la nación de los suevos la más populosa y guerrera de toda la Germanía. Dícese que tienen cien merindades, cada una de las cuales contribuye anualmente con mil soldados para la guerra. Los demás quedan en casa trabajando para sí y los ausentes. Al año siguiente alternan: van éstos a la guerra, quedándose los otros en casa. De esta suerte no se interrumpe la labranza, y está suplida la milicia. Pero morar más de un año en un sitio: su sustento no es tanto de pan como de leche y carne, y son muy dados a la caza. Con eso, con la calidad de los alimentos, el ejercicio continuo, y el vivir a sus anchuras (pues no sujetándose desde niños a oficio ni arte, en todo y por todo hacen su voluntad) se crían muy robustos y agigantados.
Julio César, Comentarios de la guerra de las Galias, Madrid, RBA, Editorial Planeta, 1995, página 76. Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.
Un lugar común de los estudiantes de Literatura Universal donde publicamos una antología de textos seleccionados por nosotros mismos con el fin de aprender a conocernos mejor a través de los más variados personajes que pueblan el universo literario.
lunes, 1 de diciembre de 2014
El amor a Razón, Roman de la Rose, Guillaume de Lorris y Jean de Meun
Pero de algo más me quejo de ti,
y es que me acusaste maliciosamente
de que te ordenaba vivir sólo odiando.
Dime, ¿cuándo, dónde o de qué manera?
-Vos no habéis dejado nunca de decirme
que de mi señor tengo que alejarme
por no sé qué amor que es poco seguido.
Ni aun si hubiese alguno que hubiese viajado
por el Occidente y por el Oriente
y hubiese vivido tanto, que sus dientes
se hubieran caído por su gran vejez,
si hubiese corrido sin nunca parar,
cuanto más pudiese, con paso muy vivo,
recorriendo el mundo y viéndolo todo,
tanto por el Norte como por el Sur,
no habría encontrado, a mi parecer,
la clase de amor de la que me habláis.
Puesto que en el mundo se perdió su huella
desde que los dioses dejaron la tierra
cuando los gigantes de ella los echaron,
ya que Caridad, Buena Fe y Derecho
tuvieron que irse junto con los dioses.
Y este amor también, que, al quedarse solo
debió acompañarles sin otro remedio;
igual que Justicia, que era la más sólida,
que al final se fue como los demás.
Efectivamente, dejaron la tierra,
porque no podían soportar las guerras,
y al cielo se fueron, donde se instalaron,
y de donde nunca, salvo por milagro,
osarán volver a este nuevo mundo.
Engaño les hizo a todos huir,
Engaño, que al mundo tiene en su poder
debido a sus fuerzas y a sus malas artes.
Y ni el mismo Tulio, que puso gran celo
para descifrar los textos antiguos
pudo conseguir, tras grandes esfuerzos,
algunos ejemplos (sólo tres o cuatro,
y buscó en los libros de todos los tiempos
desde que este mundo fue configurado),
en los que se hablara de ese raro amor,
A mi parecer, antes lo hallaría
entre las personas de su mismo tiempo,
y probablemente entre sus amigos.
Pero en texto alguno conseguí leer
que ni un solo ejemplo consiguiera hallar.
¿Podría ser yo más sabio que Tulio?
Sería muy loco y bastante necio
si fuese buscando amores así,
pues en este mundo hallarse no pueden.
¿Dónde buscaría amor de este tipo
si en toda la tierra no lo encontraría?
¿Puedo yo volar, tal como las grullas,
o incluso más alto, por entre las nubes,
tal como voló el cisne de Sócrates?
Roman de la Rose, Parte II, El amor a Razón, Madrid, Editorial Cátedra, Colección Letras Universales, 1986, págs 188-189, Seleccionado por Rosa María Perianes Calle, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.
y es que me acusaste maliciosamente
de que te ordenaba vivir sólo odiando.
Dime, ¿cuándo, dónde o de qué manera?
-Vos no habéis dejado nunca de decirme
que de mi señor tengo que alejarme
por no sé qué amor que es poco seguido.
Ni aun si hubiese alguno que hubiese viajado
por el Occidente y por el Oriente
y hubiese vivido tanto, que sus dientes
se hubieran caído por su gran vejez,
si hubiese corrido sin nunca parar,
cuanto más pudiese, con paso muy vivo,
recorriendo el mundo y viéndolo todo,
tanto por el Norte como por el Sur,
no habría encontrado, a mi parecer,
la clase de amor de la que me habláis.
Puesto que en el mundo se perdió su huella
desde que los dioses dejaron la tierra
cuando los gigantes de ella los echaron,
ya que Caridad, Buena Fe y Derecho
tuvieron que irse junto con los dioses.
Y este amor también, que, al quedarse solo
debió acompañarles sin otro remedio;
igual que Justicia, que era la más sólida,
que al final se fue como los demás.
Efectivamente, dejaron la tierra,
porque no podían soportar las guerras,
y al cielo se fueron, donde se instalaron,
y de donde nunca, salvo por milagro,
osarán volver a este nuevo mundo.
Engaño les hizo a todos huir,
Engaño, que al mundo tiene en su poder
debido a sus fuerzas y a sus malas artes.
Y ni el mismo Tulio, que puso gran celo
para descifrar los textos antiguos
pudo conseguir, tras grandes esfuerzos,
algunos ejemplos (sólo tres o cuatro,
y buscó en los libros de todos los tiempos
desde que este mundo fue configurado),
en los que se hablara de ese raro amor,
A mi parecer, antes lo hallaría
entre las personas de su mismo tiempo,
y probablemente entre sus amigos.
Pero en texto alguno conseguí leer
que ni un solo ejemplo consiguiera hallar.
¿Podría ser yo más sabio que Tulio?
Sería muy loco y bastante necio
si fuese buscando amores así,
pues en este mundo hallarse no pueden.
¿Dónde buscaría amor de este tipo
si en toda la tierra no lo encontraría?
¿Puedo yo volar, tal como las grullas,
o incluso más alto, por entre las nubes,
tal como voló el cisne de Sócrates?
Roman de la Rose, Parte II, El amor a Razón, Madrid, Editorial Cátedra, Colección Letras Universales, 1986, págs 188-189, Seleccionado por Rosa María Perianes Calle, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.
Copérnico, John Banville
Al morir la noche llega flotando, deslizándose suavemente sobre el brillante caudal del río, husmeando con el hocico levantado, pasa bajo el puente, junto al rastrillo, más allá del adormilado centinela. Un leve sonido de garras rascando los peldaños embarrados, una breve visión de un diente descubierto. Por un instante, en medio de la oscuridad, tiene una ligera sensación de agonía y angustia; y la noche retrocede. Ahora trepa los muros, se arrastra sonriente por debajo de la ventana... Envuelto en una capa negra, se agazapa entre las sombras de la torre y guarda el amanecer. Luego vienen los golpes, la voz angustiosa, el peldaño flojo y traicionero de la escalera, ¿y cómo es posible que sólo yo pueda oír el agua que cae a sus pies?
Alguien quiere hablar con usted, canónigo.
¡No!, ¡no! ¡Dejadlo fuera! Pero él no permitirá que lo echen, se esconde en un rincón donde aún persiste la oscuridad de la noche y se queda allí, vigilando. Unas veces se ríe con suavidad, otras deja escapar algún sollozo. Tiene la cara oculta tras la capa, a excepción de los ojos, pero yo lo reconozco bien, ¿cómo no iba a hacerlo? Él es lo inefable, lo inevitable, lo peor del mundo.¡Déjame ser, por favor!
John Banville, Copérnico, Madrid, editorial Edhasa, 1990, página 111. Seleccionado por Andrea González García. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.
Henry James, Otra vuelta de tuerca
Capítulo 14
Todo empezó un domingo por la mañana cuando yo me dirigía a la iglesia. Tenía a mi lado al pequeño Miles. Más adelante iba la señora Grose llevando a Floraa de la mano. Recuerdo que era un día claro y transparente. Una ola de frío había barrido las nubes del cielo y limpiado la atmósfera de forma que las campanas de cercana iglesia teñían de forma vibrante, casi alegre. Llevaba el pequeño Miles su mejor traje, hecho a medida por el sastre de su tío, con un niño fuera ya un adulto dispuesto a lanzarse por los caminos de la vida. En esto andaba yo pensando, cuando el chico me hizo un pregunta que habría de precipitar los acontecimientos que se iban a producir en los días venideros:
-Querida mía -me dijo con su impatía habitual-, ¿se puede saber cuándo piensa usted enviarme de nuevo al colegio?
La pregunta parecía del todo inocua, sobre todo por el tono de voz del niño. Tenía su voz un sonido cálido y melodioso, de forma que al abrir la boca más que palabras parecía estar echando rosas. Era una voz que sin duda había deleitado a todas sus institutrices, y yo misma había caído bajo el embrujo de u melodía. Pero en aquella ocasión, y a pesar de la dulzura con que la pronunció, la frase llevaba veneno dentro y él lo sabía. Al oír sus palabras me paré en seco, como si uno de los grandes árboles del camino se hubiera desplomado ante mí. El se había percatado del efecto que sus palabras habían causado en mí y quiso aprovechar este momento de debilidad e incertidumbre.
Henry James, Otra vuelta de tuerca, Madrid, Anaya, 1999, páginas 109-110. Seleccionado por Guillermo Arjona Fernández. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.
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