viernes, 23 de octubre de 2015

El viejo y el mar, Ernest Hemingwey




Es un pez fuerte y de calidad -pensó-. Tuve suerte de engancharlo a él. en vez de un dorado. El dorado es demasiado dulce.Este no es nada dulce y guarda toda la fuerza.
   Sin embargo, hay que ser prácticos -pensó-. Otra cosa no tiene sentido.Ojala tuviera un poco de sal. Y no se si el sol secara o pudrirá que  me queda. Por tanto sera mejor que me lo coma todo aunque no tengo hambre.El pez sigue tirando firme y tranquilamente.Me comeré todo el bonito y entonces estaré preparado
    Ten paciencia, -mano- dijo. Esto lo hago por
    Me gustaría dar de comer al pez -pensó- Es mi hermano. Pero tengo Que matarlo y cobrar fuerzas para hacerlo .Lenta y deliberadamente se comió todas las tiras en forma de cuña de pescado.
Se enderezo, limpiándose la mano en e pantalón.
  -Ahora- -dijo- , mano, puedes soltar el sedal.Yo sujetare el pez con el brazo hasta que se te pase la bobería.Puso su pie izquierdo el pesado sedal que había aguantado la mano izquierda  y se echo hacia atrás para llevar en la espalda la presión.
 -Dios quiere que se me quite el calambre -dijo-. Porque no se que hará el pez.
  Pero parece tranquilo -pensó-, y sigue su plan. Pero ¿cual sera su plan?¿Y cual es el mio?El mio tendré que improvisarlo de acuerdo con o suyo porque es muy grande.




Ernest Hemingway, El viejo y el mar, Barcelona, Planeta, 1997, Pág.65-66
Seleccionado por María Alegre Trujillo. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.
 

Al Este Del Edén, John Steinbeck.

En los últimos metros que le separaban de la casa de Trask, al salir del valle Salinas y ascenderla llana carretera que pasaba bajo los corpulentos robles, Samuel intentó dominar su turbación, animándose con palabras de aliento.
Adam estaba todavía más flaco de lo que Samuel recordaba. sus ojos tenían una expresión abotargada, como si  no los emplease mucho para ver. Adam tardó algún tiempo en darse cuenta de que Samuel estaba ante él. Una mueca de enojo contrajo sus labios.
-Me siento algo incómodo -se excusó Samuel- al venir sin que usted me haya invitado.
-¿Qué quiere? -preguntó Adam-. ¿No le pagué ya?
- ¿Pagarme? -respondió Samuel-. Sí, claro que me pagó. ¡Sí, desde luego! Pero mucho menos de lo que valgo.
-¿Qué? ¿Qué quiere usted decir?
La ira de Samuel aumentó y estalló:
-Un hombre, la vida de un hombre, no tiene precio. Y si yo he pasado toda mi vida intentando descubrir cuánto valgo, ¿cómo puede un despojo de hombre como usted saberlo al instante?
-Le pagaré- exclamó Adam-. Le prometo que le pagaré. ¿Cuánto quiere?
-Pagará, pero no a mí.
-Entonces, ¿para qué ha venido? Márchese.
-Usted me invitó una vez.
-Pero no ahora.
Samuel puso los brazos en jarra y se echó hacia delante.
-Tranquilo, ya se lo digo. Durante una noche glacial y oscura, que fue precisamente anoche, un buen pensamiento cruzó mi mente, y la oscuridad comenzó a disiparse al venir el día.Y ese pensamiento perduró desde la aparición de la estrella vespertina hasta despuntar el día. Por eso me he invitado.
-Usted no es bienvenido.
-Me han dicho -contestó Samuel- que sus hijos poseen una singular belleza.

John Steinbeck, Al este del Edén, Barcelona, Tusquets Editores, 2002, Pág. 297.
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.
Capítulo 20

Los que iban montados en la carga, los niños y Connie y Rose of Sharon y el predicador, sentían los miembros rígidos y acalambrados. Habían estado sentados bajo el sol delante de la oficina del forense de Baskersfield, mientras los padres y el tío John estaban dentro. Luego alguien sacó una cesta y bajaron del camión el largo fardo. Y permanecieron al sol mientras proseguía el examen, se averiguó la causa de la muerte y de firmó el certificado.

John Steinbeck, Las uvas de la ira, Alianza Editorial, pág.365.
Seleccionado por Daniel Carrasco Carril. Segundo de Bachillerato, curso 2015-2016.

El guardián entre el centeno, J.D. Salinger

Capítulo 6.

Hay cosas que cuesta un poco recordarlas. Estoy pensando en cuando Stradlater volvió aquella noche después de salir con Jane. Quiero decir que no sé qué estaba haciendo yo exactamente cuando oí sus pasos acercarse por el pasillo. Probablemente seguía mirando por la ventana, pero la verdad es que no me acuerdo. Quizá porque estaba muy preocupado, y cuando me preocupo mucho me pongo tan mal que hasta me dan ganas de ir al baño. Sólo que no voy porque no puedo dejar de preocuparme para ir. Si ustedes hubieran conocido a Stradlater les habría pasado lo mismo. He salido con él en plan de parejas un par de veces, y sé perfectamente por qué lo digo. No tenía el menor escrúpulo. De verdad. El pasillo tenía piso de linóleum  y se oían perfectamente las pisadas acercándose a la habitación. Ni siquiera sé donde estaba sentado cuando entró, si en la repisa de la ventana, en mi sillón, o en el suyo. Les juro que no me acuerdo. Entró quejándose del frío que hacía. Luego dijo: -¿Dónde se ha metido todo el mundo? Esto parece el depósito de cadáveres. Ni me molesté en contestarle. Si era tan imbécil que no se daba cuenta de que todos estaban durmiendo o pasando el fin de semana en casa, no iba a molestarme yo en explicárselo.

J.D Salinger, El guardián entre el centeno, Madrid, Alianza Editorial, Libro de bolsillo, 1997, Pág 48-49.
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.