Adam estaba todavía más flaco de lo que Samuel recordaba. sus ojos tenían una expresión abotargada, como si no los emplease mucho para ver. Adam tardó algún tiempo en darse cuenta de que Samuel estaba ante él. Una mueca de enojo contrajo sus labios.
-Me siento algo incómodo -se excusó Samuel- al venir sin que usted me haya invitado.
-¿Qué quiere? -preguntó Adam-. ¿No le pagué ya?
- ¿Pagarme? -respondió Samuel-. Sí, claro que me pagó. ¡Sí, desde luego! Pero mucho menos de lo que valgo.
-¿Qué? ¿Qué quiere usted decir?
La ira de Samuel aumentó y estalló:
-Un hombre, la vida de un hombre, no tiene precio. Y si yo he pasado toda mi vida intentando descubrir cuánto valgo, ¿cómo puede un despojo de hombre como usted saberlo al instante?
-Le pagaré- exclamó Adam-. Le prometo que le pagaré. ¿Cuánto quiere?
-Pagará, pero no a mí.
-Entonces, ¿para qué ha venido? Márchese.
-Usted me invitó una vez.
-Pero no ahora.
Samuel puso los brazos en jarra y se echó hacia delante.
-Tranquilo, ya se lo digo. Durante una noche glacial y oscura, que fue precisamente anoche, un buen pensamiento cruzó mi mente, y la oscuridad comenzó a disiparse al venir el día.Y ese pensamiento perduró desde la aparición de la estrella vespertina hasta despuntar el día. Por eso me he invitado.
-Usted no es bienvenido.
-Me han dicho -contestó Samuel- que sus hijos poseen una singular belleza.
John Steinbeck, Al este del Edén, Barcelona, Tusquets Editores, 2002, Pág. 297.
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.
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