lunes, 23 de marzo de 2015

Walter Scott, Ivanhoe

                                                 CAPÍTULO XIX




     -Póntelo, amigo Haragán, tan pronto como tu estado te lo permita, mientras voy a guardar estos cubiles de estaño, cuyas últimas gotas han caído, no sé cómo, en mi pastel. Con objeto de sofocar el ruido, porque, a la verdad, no me siento muy fuerte, acompáñame en lo que voy a cantar; no te preocupes de la letra, apenas si la sé yo mismo.
     Dicho esto, atacó a voz en grito un De profundis, mientras escondía los restos del festín, y el caballero le hizo dúo, interrumpiéndose para volver a vestir las piezas de su armadura o lanzar estrepitosas carcajadas.
     -¿Qué diablos cantáis a estas horas? -exclamó una voz desde fuera.
     -¡Dios os ampare, señor viandante! -replicó el ermitaño a quien la algazara que movía, y acaso sus libaciones nocturnas, impedían reconocer acentos familiares a su oído-. Proseguid vuestro camino, en nombre del cielo y de san Dunstán, y no nos interrumpáis en nuestras devociones, a mí y a mi vulnerable hermano.
     -Abre a Locksley, cura loco. -repuso la voz.
     -Nada temáis... es un amigo. -dijo a su huésped el ermitaño.
     -Pero, ¿quién está ahí? Mucho me importa saberlo. -replicó el caballero.
     -Sí, ¿pero qué amigo? El tuyo puede no serlo mío.
     -¡Diablo! Pregunta es esa más fácil de hacer que de contestar. ¿Qué amigo, dices? ¡Ah!, me lo recuerdas; es el buen guardabosques de quien te hablé hace poco.




     Walter Scott, Ivanhoe, Barcelona, Editorial Planeta, Colección RBA, 1994, página 214, Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.



Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carroll

                     Alicia no sabía si tumbarse boca abajo como los tres jardineros; pero no recordaba haber oído hablar de semejante norma en los desfiles; "y además, ¿de qué serviría hacer un desfile", pensó, "si la gente tuviera que tumbarse boca abajo y no pudiese verlo?".
                    Así que se quedó de pie, y esperó.
                    Cuando la comitiva llegó a la altura de Alicia, se detuvieron todos y se quedaron mirándola; dijo la Reina con severidad:
                    -¿Quién es ésta?
                     Se lo preguntó a la Jota de Corazones, que se limitó a hacer una reverencia y sonreír por toda respuesta.
                     -¡Idiota! -dijo la Reina, sacudiendo la cabeza con impaciencia; y volviéndose a Alicia, preguntó otra vez.
                     -¿Cómo te llamas, niña?
                     -Me llamo Alicia, Majestad -dijo Alicia con mucha educación; pero añadió para sus adentros: "¡Vaya!, en realidad no son más que un mazo de cartas. ¡No tengo por qué tenerles miedo!"
                     -¿Y quiénes son ésos? -dijo la Reina señalando a los tres Jardineros que estaban tumbados alrededor del rosal; pues, como estaban boca abajo, y el dibujo de sus espaldas era igual que el del resto de la baraja, no podía saber si eran jardineros, soldados, cortesanos, o tres de sus propios hijos.
                    -¿Cómo voy a saberlo yo? -dijo Alicia, sorprendida de su propio valor-, eso no es asunto mío.
                    La Reina se puso congestionada de furia, y, tras lanzarle una mirada felina, empezó a gritar: "¡Que le corten la cabeza! ¡Que le corten...!"
                    -¡Qué tontería! -dijo Alicia, con voz alta y decidida; y la Reina se quedó callada.
               
Lewis Carroll, Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, Madrid, Ediciones Akal, Akal Literaturas, 2005, págs 176-177, Seleccionado por Rosa María Perianes Calle, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.

Otra vuelta de tuerca, Henry James

     A partir de aquel momento nos habíamos de enfrentar en múltiples ocasiones a las mismas o parecidas circunstancias. Una y otra vez mi extraordinaria sensibilidad habría de proporcionarme aquellos encuentros... y una y otra vez la buena señora reaccionaría de la misma forma, expresando a un tiempo su consternación y su compasión hacia mi persona. Aquella tarde, desde luego, no asistimos a ninguna ceremonia religiosa, sino que organizamos la nuestra propia, hecha de ruegos y oraciones, lágrimas y promesas, que nos hacíamos la una a la otra en la habitación en la que nos habíamos encerrado. Era preciso descargar nuestras conciencias hasta la última gota para que nuestra confianza fuera total. La señora Grose aseguraba que ella no había visto nada, ni la sombra de una sombra. Y sin embargo, la buena señora no había pestañeado en ningún momento al oír mi relato ni se había preguntado si yo estaba en mi sano juicio. Al contrario, me trataba con la más absoluta comprensión y dulzura. El recuerdo de su caritativo comportamiento en aquellos momentos me acompañará hasta el día de la muerte.

 Henry James, Otra vuelta de tuerca, Madrid, Anaya, 1999, páginas 55. Seleccionado por Nuria Muñoz Flores. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.

Rudyard Kipling,Los cuentos de así fue

     Así pues, el hijo del elefante cruzó África para volver a casa, retozando con su trompa y moviéndola velozmente. Cuando quería comer fruta la cogía de un árbol tirando de ella, en lugar de esperar a que cayera  como solía hacer antes. Cuando quería hierba la arrancaba del suelo y la levantaba sin tener que ponerse de rodillas como antes solía hacer Cuando lo picaban los mosquitos, arrancaba la rama de un árbol y la utilizaba como de matamoscas; y siempre que el sol estaba ardiente, se hacía una nueva, refrescante y goteante gorra de barro. Cuando al caminar por África se sentía solo, se cantaba con la trompa haciendo más alboroto que varias bandas de cornetas juntas. Se apartó intencionadamente de su camino para buscar a una gorda hipopótoma (ésta no era pariente suyo) y darle una buena zurra, a fin de asegurarse de que era verdad lo que sobre su nueva trompa le había dicho la serpiente pitón roquera de dos colores. El resto del tiempo lo dedicó a recoger las cortezas de melón que había tirado cuando iba hacia el Limpopo... pues era un paquidermo aseado.

Rudyard Kipling, Los cuentos de así fue, Ediciones Akal, páginas 104-105
Seleccionado por Lucía Pintor del Mazo. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015

M.R. James, Cuentos de fantasmas

     -Conozco más o menos toda esa comarca -dijo-.Solía ir a Seaburgh con mucha frecuencia cpara jugar al golf en primavera. Desde que él murió ya no me interesó ir más. Y no sé si debería interesarme, después de lo que nos pasó en nuestra última visita.
     Fue en abril de 19...; estamos allí, y por alguna razón éramos los únicos huéspedes de hotel. Los salones comunes estaban, pues, desiertos, así que mucho nos asombró que, después de la cena, se abriera la puerta de nuestra sala y un joven introdujera la cabeza. Examinamos al joven. Era un sujeto anémico con aspecto de conejo -cabello claro y ojos claros- pero no desagradable. De modo que cuando dije: << Disculpen. ¿Ésta es una sala privada?>>, no respondimos con un gruñido afirmativo, sino que Long (o yo, no tiene importancia) le contestó:
     -Adelante, por favor.
     -¿De veras? -dijo él, y parecía aliviado.
     Por supuesto, era obvio que necesitaba compañía; y como era una persona razonable -y no esa especie de individuo capaz de prodigarle a uno toda su crónica familiar- lo invitamos a sentirse como si estuviese en su casa.


M.R.James, Cuentos de fantasmas, Madrid, Editorial: Ediciones Siruela, 1988, página 101
Seleccionado por Alejandro López Sánchez, Segundo de Bachillerato. Curso 2014/2015

Kafka, La metamorfosis





     Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruo insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.
     -¿Qué me ha sucedido?
     No soñaba, no. Su habitación, una habitación de verdad, aunque excesivamente reducida, aparecía como de ordinario entre sus cuatros harto conocidas paredes. Presidiendo la mesa, sobre la cual estaba esparcido un muestrario de paños -Samsa era viajante de comercio-, colgaba una estampa ha poco  recortada de una revista ilustrada y puesta en un lindo marco dorado. Representaba esta estampa una señora tocada con un gorro de pieles, envuelta en un boa también de pieles, y que, muy erguida, esgrimía contra el espectador un amplio manguito, asimismo de piel, dentro del cual desaparecía todo su antebrazo.



Franz Kafka, La metamorfosis, Madrid, ed. Alianza, 1999, páginas 7 y 8.
Seleccionado por Laura Tomé Pantrigo. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.

Molière, Tartufo

                                                           ACTO I
                                                        ESCENA V

                                                  (ORGÓN, CLEANTO.)


     CLEANTO. Esa doncella se ríe de vos en vuestras propias narices, hermano; y, sin el menor deseo de enojaros, os diré francamente que no le faltan motivos. ¿Dónde se habrá visto capricho semejante? ¿Será posible que un hombre posea hoy día una capacidad de seducción tal, que sea capaz de haceros olvidar todo por él, y que después de haber remediado su miseria en vuestra casa lleguéis al extremo de...?
     ORGÓN. Alto ahí, cuñado, ignoráis qué clase de hombre es ese de quien habláis.
     CLEANTO. De acuerdo, lo ignoro, ya que así lo afirmáis; pero, en fin, para saber qué clase de hombre pueda ser...
     ORGÓN. Hermano, os encantaría conocerle y vuestro embeleso por él no tendría límites. Es un hombre que... ¡ah!... un hombre, un hombre, en fin. Quien sigue sus lecciones goza de una profunda paz y como a estiércol mira al resto del mundo. Sí, soy otro hombre después de conservar con él. Con él aprendo a no sentir apego por nada, a desligar mi ama de todo afecto, hasta el punto que no me afligiría ni tanto así ver ahora mismo morir a hermanos, hijos, madre o mujer.
     CLEANTO. ¡Esos sí que son sentimientos humanos, querido cuñado!
     ORGÓN. ¡Ah! SI hubierais visto cómo le conocí, le profesaríais el mismo afecto que yo le tengo. A diario venía a la iglesia y con aire sumiso se hincaba de rodillas muy cerca de mí. Era tal la unción con que elevaba sus plegarias al Cielo, que atraía todas las miradas de los fieles; suspiraba a cada momento, y en medio de grandes arrebatos, besaba humildemente el suelo una y otra vez.



Jean-Baptista Poquelín Molière, Tartufo, Barcelona, Editorial Vicens Vives, Colección Clásicos Universales, 1998, páginas 32 y 33, Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.

Aventuras de Robinson Crusoe, Daniel Defoe

CAPÍTULO V
EL DIARIO

     31 de octubre.- Por la mañana salí con mi escopeta para ver si cazaba y descubría algo nuevo: maté una llama, cuyo hijito me siguió hasta mi morada; pero como no quería comer, me vi obligado a matarlo para hacerlo yo.
     1 de noviembre.- Construí mi tienda al pie del peñasco, y la hice tan espaciosa como me fue posible, sosteniéndola por medio de estacas, que clavé, y de las cuales suspendí mi hamaca, en la cual dormí por primera vez. 
     2 de noviembre.- Coloqué cerca de mí todas las cajas, tablas y pedazos de madera, e hice una especie de muralla dentro del semicírculo que había trazado para fortaleza.
     3 de noviembre.- Salí con mi escopeta, y maté dos aves, parecidas a los ánades, que me gustaron mucho. Al mediodía empecé a trabajar para hacer una mesa.
     4 de noviembre.- Este día empecé a regularizar mis horas de trabajo, de salidas, de reposo y de recreo.
     Todas las mañanas, cuando no llovía, invertía en la caza dos o tres horas; en seguida me ponía a trabajar hasta cerca de las once, después de lo cual comía lo que encontraba. Al mediodía me echaba a dormir la siesta hasta las dos, porque entonces hacía un calor extremado. En fin, por la tarde volvía al trabajo. Este día y los siguientes los dediqué a construir la mesa, porque yo no era más que un simple obrero, aunque después el tiempo y la necesidad me hayan vuelto un excelente maestro, como le hubiera sucedido a todo el que se hubiese encontrado en mi lugar.
     5 de noviembre.- Salí con mi escopeta y mi perro, y maté un gato montés; la piel era muy fina, pero su carne no valía nada. Siempre arrancaba la piel a los animales que cazaba y la conservaba. Recorriendo la costa vi muchas aves acuáticas desconocidas para mí; pero quedé sorprendido y casi asustado al divisar dos o tres vacas marinas; mientras que me pare a mirarlas, ignorando a qué especie de animales pertenecía; arrojaron al mar, y no tardaron en desaparecer.


     Daniel Defoe, Aventuras de Robinson Crusoe, Madrid, edición Espasa-Calpe, S.A., páginas 73,74, 1959. Seleccionado por Andrea González García. Segundo de bachillerato, curso 2014-2015.

El tambor de hojalata, Günter Grass

El horario.
     Alabé la obra pulcramente trazaba a la medida por Klepp, le pedí una copia de misma y le pregunté en qué formaba superaba los puntos muertos que pudieran presentarse. Después de breve reflexión me contestó: -Dormir o pensar en el PC.
      ¿Y si yo le contara en qué forma entabló Oscar conocimiento con su primer horario?
     Empezó sin mayor trascendencia en el Kindergarten de la señorita Kauer. Eduvigis Bronski venía a buscarme todas las mañanas y me llevaba junto con su Esteban a la casa de la señorita Kauer del Posadowskiweg, en donde con otros seis diez rapaces -algunos estaban siempre enfermos- nos hacían jugar hasta provocarnos náuseas. Por fortuna, mi tambor era considerado como juguete, de modo que no se me imponían cubitos de madera y solo se me montaba en un caballito mecedor cuando se necesitaba un caballero con tambor y gorro de papel. En lugar de papel de música me servía para mis ejecuciones del vestido de seda negra de la señorita Kauer, abrochado con mil botones. Puedo decirlo con satisfacción: con mis hojalata llegaba a vestir y desvestir varias veces al día a la flaca señorita, hecha toda de arruguitas, abrochando y desabrochando los botones al son de mi tambor, sin pensar propiamente en su cuerpo



Günter Grass, El tambor de hojalata. Editorial, Santillana Ediciones Generales, S.L. página, 93 y 94
Seleccionado por Pablo Galindo Cano. Segundo de bachillerato, curso 2014/2015

M.R. James, Cuentos de fantasmas

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     Lo siguiente que debía hacer el anticuario era localizar los vitrales de la iglesia abacial de Steinfeld. Poco después de la Revolución, una gran cantidad de vitrales pasó de las disueltas abadías de Alemania y Bélgica a nuestro país, y hoy adornan varias de nuestras iglesias parroquiales, catedrales y capillas privadas. La abadía de Steinfeld fue uno de los más pródigos de estos involuntarios proveedores de nuestro patrimonio artístico (cito el anticuario) y la mayor parte de los vitrales de esa institución son identificables sin dificultad, ya por las múltiples inscripciones que mencionan su procedencia, ya por los temas, que representaban ciclos o narraciones bienes definidos.



M.R.James, Cuentos de fantasmas, Madrid, Editorial: Ediciones Siruela, 1988, páginas 40, 41.
Seleccionado por Alejandro López Sánchez, Segundo de Bachillerato. Curso 2014/2015

RENANRD Jules, Pelo de zanahoria.

     El señor Lepic les dice a sus hijos:
.    -Tenéis bastante con una escopeta para los
     dos. Los hermanos que se quieren lo comparten
     todo.
     -Sí, papá- contesta el hermano mayor
     Félix-, compartiremos la escopeta. E incluso
     bastará con que Pelo de Zanahoria me la deje de
     vez en cuando.
     Pelo de Zanahoria no dice ni que sí, ni que no,
     desconfía.
     El señor Lepic saca la escopeta de la funda verde y pregunta:
     - ¿Quién de los dos la llevará primero? Me parece que debiera ser el mayor.

  Jules Renard, Pelo de zanahoria, Madrid, Ediciones generales Akal, S.A., páginas 55, 2002 Seleccionado por Nuria Muñoz Flores. Segundo de bachillerato, curso 2014-2015.

Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver

TERCERA PARTE

VIAJE A LAPUTA, BALNIBARBI, GLUBBDUBDRIB, LUGGNAGG Y AL JAPÓN

CAPÍTULO PRIMERO

El autor emprende su tercer viaje. Cae en manos de unos piratas. Maldad de un holandés. Llega a una isla. Se le recibe en Laputa.

     No hacía más de diez días que estaba en casa cuando me visitó William Robinson, de Cornualles, capitáb del Buena Esperanza, un sólido barco de trescientas toneladas. Con anterioridad yo había sido médico de a bordo en una nave durante un viaje a Oriente en la que además de ser el capitán tenía el veinticinco por ciento de la propiedad; siempre me había tratado más como hermano que como oficial subalterno; y enterado de mi regreso, me efectuó una visita de pura amistad, según colegí, pues no tratamos nada de particular después de mi prolongada ausencia. Pero sus visitas se hicieron frecuentes; expresaba su alegría al ver que gozaba de buena salud; me preguntaba si ya me había instalado en casa definitivamente.

Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver, Barcelona, ed. Planeta, 1984, página 139.
Seleccionado por Alain Presentación Muñoz. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.

Robert L. Stevenson, La isla del tesoro

                             Capítulo XX: La embajada de Silver



     En efecto, allí había dos hombres al otro lado de la estacada, agitando uno de ellos un trapo blanco; el otro, nada menos que Silver en persona, estaba a su lado plácidamente.
     Era aún muy temprano, y creo que la madrugada más fría que nunca había experimentado al aire libre: el frío me llegaba a los huesos. El cielo en lo alto estaba brillante y sin nubes, y las cimas de los árboles, sonrosadas por el sol. Pero donde Silver se hallaba con su lugarteniente todo parecía sombrío y estaban sumergidos hasta las rodillas en un blanco vapor que se había ido arrastrando durante la noche desde la ciénaga. El frío y el vaho juntos no decían mucho en favor de la isla. Era aquél, sin duda, un lugar húmedo, palúdico e insalubre.
     -Quédense dentro. -dijo el capitán-. Apuesto diez contra uno a que esto es una estratagema.
     Luego gritó al bucanero:
     -¿Quién va? ¡Alto o disparo!
     -¡Bandera de parlamento! -gritó Silver.
     El capitán estaba en el percho, resguardándose con cuidado del tiro traicionero que podrían dispararle. Se volvió hacia nosotros y nos dijo:
     -La guardia del doctor, de centinelas. Doctor Livesey, tome posiciones en el lado norte, por favor; Jim, al este; Gray, al oeste. La guardia que no está de servicio, a cargar mosquetes. De prisa todos y mucho ojo.


Robert L. Stevenson, La isla del tesoro, Barcelona, Editorial Vicens Vives, Aula de literatura, 1990, página 152, Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.