lunes, 29 de febrero de 2016

El escarabajo de oro.Los crímenes de la calle Morgue

       Hace muchos años trabé íntima amistad con un caballero llamado William Legrand. Descendía de una antigua familia protestante y en un tiempo había disfrutado de gran fortuna, hasta que una serie de desgracias lo redujeron a la pobreza. Para evitar el bochorno que sigue a tales desastres, abandono Nueva Orleans, la ciudad de sus abuelos, y se instaló en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en Carolina del Sur.                          
       Esta isla es muy curiosa. La forma casi por completo la arena del mar y tiene unas tres millas de largo. Su ancho no excede en ningún punto de un cuarto de milla. Se encuentra separada de tierra firme por un arroyo apenas perceptible, que se insinúa en una desolada zona de juncos y limo, residencia favorita de las fojas. Como cabe suponer, la vegetación es escasa o alcanza muy poca altura. No se ven árboles grandes o pequeños. Hacia el extremo occidental, donde se halla el Fuerte Moultrie y se alzan algunas miserables construcciones habitadas en verano por los que huyen del polvo y la agitación de Charleston, puede advertirse de la presencia del erizado palmito; pero, a excepción de la punta oeste y una franja de playa blanca y dura en la costa, la isla entera se halla cubierta por una densa maleza de arrayán, planta que tanto aprecian los horticultores de Gran Bretaña. Este absurdo alcanza con frecuencia quince o veinte pies de altura y forma en soto casi impenetrable a la vez que impregna el aire con su fragancia.

Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift

     Al elegir las personas para todos los puestos oficiales, atienden más a las buenas costumbres que a la mayor cualificación profesional. Y dado que el gobierno es necesario a toda la humanidad, creen que la capacidad normal del entendimiento humano ha de convenir tanto a un oficio como a otro, y que la providencia nunca pretendió que el manejo de los asuntos públicos fuese un misterio, sólo comprensible por algunos pocos de inteligencia extraordinaria, de los que es raro que nazcan más de tres en cada generación; por el contrario, suponen que la verdad, la justicia, la templanza y demás virtudes están al alcance de cualquier nombre, y que su práctica, acompañada por la experiencia y la buena voluntad, capacitaría a cualquiera para servir a su país, excepto cuando se requieren los estudios de una carrera. Creían que la falta de virtudes morales estaba tan lejos de ser sustituida por dotes intelectuales superiores, que los cargos públicos nunca debían ponerse en tan peligrosas manos como son las de personas de tales aptitudes; y que al menos los errores cometidos con ignorancia pero con disposición virtuosa, nunca tendrían tan fatales consecuencias para el bienestar público como las acciones de un hombre cuya inclinación natural le hace propenso a la corrupción y posee gran capacidad para organizar, multiplicar y justificar sus corrupciones.
     De la misma manera, la falta de creencia en una providencia divina inhabilita a un hombre para ejercer cargos públicos, porque si los reyes se reconocen como representantes de la providencia, piensan los liliputienses que no puede haber nada más absurdo para un príncipe que tomar a su servicio a una clase de hombres que niegan la autoridad bajo la que él actúa.
     Cuando relato esta leyes y las que le siguen, quisiera que se me entendiera que me estoy refiriendo sólo a las instituciones originales, y no a las corrupciones más escandalosas en las que este pueblo ha caído, dada la condición degenerada de la naturaleza humana. Porque en lo que se refiere a aquella práctica infamante de lograr altos cargos danzando sobre un hilo, o señales de favor y distinciones por saltar sobre un bastón y arrastrarse bajo él, el lector deberá tener en cuenta que las introdujo por primera vez el abuelo del emperador ahora reinante, y que fue creciendo hasta el alto nivel de ahora a causa del progresivo incremento de partidos y facciones.

Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver, Madrid, Unidad Editorial, colección Millenium, 1940, pág. 53.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez, Primero de Bachillerato, curso 2015-16.