lunes, 9 de marzo de 2015

Nana, Émile Zola

IX

     Estalló entonces una verdadera tormenta. Todo el mundo llamaba a Bosc. Bordenave renegaba.
     -¡Maldita sea! Siempre pasa lo mismo. Ya pueden sonar timbres, que nadie está en su sitio... Y luego, a protestar, si hay que quedarse, pasadas las cuatro.
     Pero llegaba Bosc tan campante.
     -¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué quieren? ¡Ah, que me toca a mí! Haberlo dicho... Venga, Simonne, de la entrada: << Llegan los invitados>>, y entro... ¿Por dónde entro?
     -¿Por dónde va a ser? ¡Por la puerta!- exclamó Fauchery irritado.
     -Sí, pero ¿dónde está la puerta?
     Bordenave la tomó esta vez con Barillot, empezando a renegar y a hundir de nuevo las tablas con el bastón. 
     -¡Maldita sea! Había dicho que pusieran una silla ahí, para figurar la puerta. Todos los días estamos igual... ¡Barrillot! ¿Dónde está Barrillot? ¡Otro que se larga! ¡Aquí se larga todo Dios!
     Sin embargo, fue el propio Barrillot a colocar la silla, mudo, encogido bajo el temporal. Y empezó el ensayo. Simonne, con sombrero y envuelta en sus pieles, hacía ademanes de criada que limpia los muebles. Se interrumpió para decir:
     -¿Sabéis que no hace nada de calor? Yo no saco las manos del manguito.
     Luego, cambiando de voz, recibió a Bosc con un ligero grito:
     -¡Ay! Si es el señor conde. Es usted el primero, señor conde, y se alegrará mucho la señora.
     Bosc llevaba un pantalón sucio de barro, un enorme gabán amarillo y una inmensa bufanda enrollada al cuello.


     Émile Zola, Nana, Barcelona, EDitorial Planeta, S.A., 1985,  página 222.
     Seleccionado por Andrea González García. Segundo de bachillerato, curso 2014-2015.

Decamerón, Giovanni Boccaccio

Novela Cuarta.

     Señoras mías, no ha mucho tiempo pasado que en la Romaña había un caballero llamado Micer Licio de Valbona, a quien siendo ya a la vejez venido, por ventura le nació una hija, a la que puso por nombre Catalina, la cual, creciendo, se hizo mujer muy hermosa; y porque el padre y la madre sólo a ella tenían, era de ellos muy querida y guardada con mucha diligencia, por cuanto con ella ambos esperaban que la familia hiciese enlace muy ventajoso.

     Y frecuentaba mucho la casa de Micer Licio, y en ella largamente permanecía un apuesto gentilhombre llamado Ricardo, quien, fijando una y otra vez sus ojos en la doncella, muy bella y graciosa y ya en edad de marido, de ella se enamoró con mucho ardor, aunque gran cuidado puso en tener ese amor muy callado. Mas la doncella, de tal cosa habiéndose avisado, en vez de esquivarle, de él se prendó igualmente; lo cual sintiendo RIcardo, hubo de ello gran contento. Y acerca de esto teniendo voluntad muchas veces de quererle decir alguna cosa, callaba, por vergüenza, hasta que una vez que halló tiempo oportuno, cobrando osadía le dijo: "Catalina, yo te ruego que no permitas que yo muera del amor que siento por ti".


     Giovanni Boccaccio, Decamerón, Barcelona, Planeta, 1987, página 305.
    Seleccionado por Pablo Galindo Cano. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.

Stendhal, La Cartuja de Parma

Capítulo 14
                    Mientras Fabricio se dedicaba a la caza del amor en un pueblecillo cercano a Parma, el fiscal general Rassi, que no le sabía tan cerca de él, continuaba llevando su asunto como si se tratara de un liberal; aparentó no poder encontrar testigos de descargo, o más bien los intimidó. Por fin, después de un trabajo muy estudiado que duró cerca de un año, y pasados dos meses del último retorno de Fabricio a Bolonia, un viernes, la marquesa Raversi, loca de alegría, dijo públicamente en su salón que, al día siguiente, sería presentada a la firma el príncipe y aprobada por éste la sentencia que acababa de ser pronunciada, hacía una hora, contra el joven Del Dongo. A los pocos minutos, supo la duquesa estas palabras de su enemiga.
                 "¡Muy mal servido tiene que estar el conde por sus agentes! -se dijo-. Todavía esta mañana creía que la sentencia no se podría pronunciar antes de ocho días. Acaso no le disgustaría alejar de Parma a mi joven gran vicario; pero -añadió cantando-, ya volvería, y algún día será nuestro arzobispo." La duquesa llamó.
                  -Reúna a todos los criados en la sala de espera -dijo a su mayordomo-, incluso a los cocineros. Vaya a pedir al comandante de la plaza el permiso necesario para disponer de cuatro caballos de posta, y que antes de media hora estén aquí enganchados a mi landó.
                   Todas las mujeres de la casa se aplicaron a hacer baúles. La duquesa se vistió a toda prisa un atavío de viaje, todo ello sin comunicar nada al conde; la idea de burlarse de él la entusiasmaba.
                    -Amigos míos -dijo a los domésticos congregados-, acabo de saber que mi pobre sobrino va a ser condenado en rebeldía por haber tenido la audacia de defender su vida contra un frenético, contra ese Giletti que quería matarle. Todos vosotros habéis podido ver lo dulce e inofensivo del carácter de Fabricio. Justamente indignada por esta injuria atroz, me traslado a Florencia. Dejo a cada uno de vosotros su soldada durante diez años; si os veis apurados, escribidme, y mientras yo tenga un cequí, siempre habrá algo para vosotros.

Stendhal, La Cartuja de Parma, Madrid, Alianza Editorial, 1978, pág 291-292, Seleccionado por Rosa María Perianes Calle, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.

El tambor de hojalata, Günter Grass

Bajo la balsa

     No es nada fácil para mí, desde la cama metálica reluciente de la clínica y bajo la doble vigilancia de la mirilla y del ojo de Bruno, reconstruir la humareda perezosa de los fuegos de hojarasca cachubas y lños rayos oblicuos de una lluvia de octubre. Si no tuviera mi tambor, que, tratado con paciencia y habilidad, me va dictando todos los pormenores necesarios para verter al papel la esencia, y si no contara demás con la autorización del establecimiento para tocarlo de tres a cuatro horas diarias, sería yo ahora un pobre hombre sin abuelos conocidos.
     En todo caso dice mi tambor: Aquella tarde de octubre del año noventa y nueve, mientras en el África del Sur el tío Kruger se limpiaba las hirsutas cejas anglófobas, ocurrió que entre Dirschau y Karthaus, junto al ladrillar de Bissau, bajo cuatro faldas de color uniforme, en medio de la humareda, de angustias y suspiros, bajo una lluvia oblicua acompañada de los nombres invocados en tono plañidero de los santos y bajo las preguntas insulsas y las miradas lacrimosas de dos guardias rurales, mi madre Agnés fue engendrada por el bajito pero fornido José Koljaiczek. 



Günter Grass, El tambor de hojalata. Editorial, Santillana Ediciones Generales, S.L. páginas 26-27
Seleccionado por Alejandro López Sánchez. Segundo de bachillerato, curso 2014/2015

Thomas Mann, La montaña mágica

                          LA GRAN IRRITACIÓN


     A medida que los cortos iban pasando, comenzó a reinar un nuevo espíritu en la casa del "Berghof". Hans Castorp no dejaba de darse cuenta de que se trataba de la obra del demonio del que anteriormente ya hemos hablado. Con la curiosidad y el desprendimiento del viajero que no tiene más preocupación que la de instruirse, había estudiado ese demonio e incluso había hallado en sí mismo aptitudes inquietantes para desempeñar un importante papel en el culto monstruoso que se le tributaba. Notó, con espanto, en sus palabras y en sus maneras de comportarse, por aquella infección a la que nadie, podía sustraerse.
     ¿Qué pasaba? ¿Qué flotaba en el aire? Un espíritu de querella. Una crisis de irritación. Una impaciencia sin nombre. Una tendencia general a discusiones envenenadas, a explosiones de ira.
     Grandes discusiones, gritos sin objeto n medida estallaban cada día entre individuos o entre grupos enteros y la característica de estos ataques era que los que no tomaban parte en la disputa, en lugar de sentirse movidos a tranquilizar a los que discutían y se peleaban, tomaban una pate activa en ella y se abandonaban al mismo vértigo.
     Los pensionistas palidecían y temblaban de ira, sus ojos brillaban y las bocas se retorcían apasionadamente. Se envidiaba a los que tenían más derecho a gritar por ser los protagonistas de la pelea. El deseo de imitarlos torturaba el alma y el cuerpo, y aquel que no tenía la fuerza de voluntad de refugiarse en la soledad se sentía irremisiblemente arrastrado por el torbellino.



 Thomas Mann, La montaña mágica, Barcelona, Editorial Plaza y Janes, Colección El ave fénix, 1958, página 676, Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.

El collar de la paloma, IBN HAZM DE CÓRDOBA

     He repartido esta riñala mía en treinta capítulos.
     Versan diez de ellos sobre los fundamentos del amor, y son los siguientes: este primero sobre la esencia del amor; sobre las señales del amor; sobre el que se enamora en sueños; sobre el que se enamora por la pintura del objeto amado; sobre el que se enamora por una sola mirada; sobre aquel cuyo amor no nace sino tras un largo trato; sobre las alusiones verbales; sobre las señas hechas con los ojos; sobre la correspondencia amorosa; sobre el mensajero.
     Doce capítulos versan sobre los accidentes del amor y sobre sus cualidades loables y vituperables.
     Verdad es que el amor es, en sí mismo, un accidente, y no puede, por tanto, ser soporte de otros accidentes, y que es una cualidad y, por lo consiguiente, no puede, a su vez, ser calificada. Se trata, pues, de un modo traslaticio  hablar, que pone a la calidad en el lugar de lo calificado. Es frecuente, con efecto, que digamos o hallemos que tal accidente es más o menos verdadero que tal otro, o más bello o más feo, a nuestros juicios, y claro es que estos más o menos han de entenderse en cuanto a la esencia visible o cognoscible a que estos accidentes afectan, pues en sí mismos no pueden tener cantidad ni ser divisibles, ya que no ocupan lugar.

Ibn Hazm de Córdoba, El collar de la paloma, España, Editorial ALIANZA,  página 123-124, 1971. Seleccionado por Nuria Muñoz Flores. Segundo de bachillerato, curso 2014-2015.

Rudyard Kipling, Los cuentos de así fue

ASÍ FUE COMO AL LEOPARDO LE SALIERON SUS MANCHAS




    Inicio aquí la historia que cuenta que, en los días en que todos empezaban a vivir, mi querido niño, el leopardo habitaba un lugar llamado Alta Meseta. Fíjate que no era la Baja Meseta, o día sino la desnuda, caliente y brillante Alta Meseta, en la que había arena, y rocas de color arenoso, y tan sólo unos matojos de hierba del color amarillo de la arena. Allí vivían la jirafa, la cebra, el eland, el kudú y el búfalo; y por todas partes estaba el color arenoso amarillento parduzco; en cuanto al leopardo, ése era e más arenoso amarillento parduzco de todos..., era una especie de animal gatuno de color grisáceo amarillento que hasta en el último de sus pelos se confundía con el color exclusivamente amarillento grisáceo parduzco de la Alta Meseta. Eso era fatal para la jirafa, la cebra y el resto de los animales, pues el leopardo se tumbaba sobre un matojo de hierbas o un piedra de color exclusivamente amarillento grisáceo parduzco, y cuando la jirafa, o la cebra, o el eland, o el kudú o el macho de los arbustos o el antílope rojizo pasaban junto a él, les podía arrebatar por sorpresa sus vidas saltarinas. ¡Vaya si lo hacía! Había, además, un etíope que llevaba arco y flechas, que vivía en la Alta Meseta con el leopardo; y los dos solían cazar juntos -el etíope con su arco y flechas, y el leopardo sólo con sus dientes y garras-, hasta que llegó un momento, mi querido niño, en el que la jirafa, y el eland y el kudú y el cuaga ya no sabían en qué dirección saltar. ¡De verdad que no lo sabían!





Rudyard Kipling, Los cuentos de así fue, Akal, Madrid, páginas 83-84. Seleccionado por Guillermo Arjona Fernández. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.

Molière, Tartufo

SEGUNDA SÚPLICA

Presentada al Rey en su campamento,
frente a la ciudad de Lille, en Flandes (1667)

     Señor:
     Constituye una gran temeridad por mi parte acudir a importunar a una gran monarca en medio de sus gloriosas conquistas; pero, dada la situación en que me hallo, ¿dónde encontrar, Señor, protección sino en el lugar adonde acudo a buscarla? ¿Y a quién podría recurrir para contrarrestar la autoridad del poder que me oprime, sino a la fuente misma del poder y la autoridad , al justo dispensador del orden absoluto, al juez soberano de todas las cosas?
     Mi comedia, Señor, no ha podido disfrutar hasta aquí de las bondades de Vuestra Majestad. En vano la presenté bajo el título de El Impostor, vistiendo a su personaje central con el atuendo de un hombre de mundo; en vano lo exhibí con un sombrero de ala corta, cabellos largos, ancha valona, una espada y un traje adornado de encajes; en vano suavicé algunos pasajes y suprimí meticulosamente todo lo que, a mi entender, pudiera dar pie a la sombra de un pretexto a los conocidos modelos del retrato que me proponía hacer. Todo esfuerzo ha sido inútil. La cábala en pleno se alzó nada más oír los simples rumores que le llegaban del asunto. Se las arreglaron para impresionar a personas que, en cualquier otra materia, tienen a gala no dejarse impresionar por nada. Nada más salir a la luz, mi comedia cayó fulminada por el rayo de un poder que debe imponer respeto, y todo lo que pude hacer en esa coyuntura para protegerme del estallido de dicha tempestad, fue decir que Vuestra Majestad había tenido la bondad de autorizarme que la representara, por lo que no había creído necesario solicitar ese permiso a otros, ya que nadie sino ella hubiera podido prohibírmela.

Molière, Tartufo, Barcelona, ed. Vicens Vives, col. clásicos universales, 1998, páginas 16-17.
Seleccionado por Alain Presentación Muñoz. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.

El tambor de hojalata, Günter Grass

Las cuatro faldas

     Pues sí: soy huésped de un sanatorio. Mi enfermero me observa, casi no me quita la vista de encima; porque en la puerta hay una mirilla: y el ojo de mi enfermero es de ese color castaño que no puede penetrar en mí, de ojos azules.
     Por eso mi enfermero no puede ser mi enemigo. Le he cobrado afecto; cuando entra en mi cuarto, le cuento al mirón de detrás de la puerta anécdotas de mi vida, para que a pesar de la mirilla me vaya conociendo. El buen hombre parece apreciar mis relatos, pues apenas acabo de soltarle algún embuste, él, para darse a su vez a conocer, me muestra su última creación del cordel anudado. Que sea o no un artista, eso es aparte. Pero pienso que una exposición de sus obras encontraría buena acogida en la prensa, y hasta le atraería algún comprador. Anuda los cordeles que recoge y desenreda después de las horas de visita en los cuartos de sus pacientes; hace con ellos unas figuras horripilantes y cartilaginosas, las sumerge luego en yeso, deja que se solidifiquen y las atraviesa agujas de tejer que clava a unas peanas de madera.
     Con frecuencia le tienta la idea de colorear sus obras. Pero yo trato de disuadirlo: le muestro mi cama metálica esmaltada en blanco y lo invito a imaginársela pintarrajeada en varios colores. Horrorizado, se lleva sus manos de enfermero a la cabeza, trata de imprimir a su rostro algo rígido la expresión de todos los pavores reunidos, y abandona sus proyectos colorísticos.



Günter Grass, El tambor de hojalata. Editorial, Santillana Ediciones Generales, S.L. páginas 13-14
Seleccionado por Alejandro López Sánchez. Segundo de bachillerato, curso 2014/2015

Lewis Carroll, Alicia en el pais de las maravillas

     -¿Has dicho "cerdo" o "lerdo"? -preguntó el Gato.
     -He dicho"cerdo" -replicó Alicia-; y quisiera que siguieses apareciendo y desapareciendo de manera tan repentina; ¡me estás produciendo vértigo!
     -De acuerdo -dijo el Gato; y esta vez se desvaneció muy despacio, empezando por el extremo de la cola y terminando por la sonrisa, que permaneció un rato después de que el resto hubiese desaparecido.
     "¡Bueno! He visto muchas veces a un Gato sin sonrisa", pensó Alicia; "¡pero una sonrisa sin Gato! ¡Es lo más raro que me ha ocurrido en toda mi vida!
     No había andado mucho, cuando divisó la casa de la Liebre de Marzo; pensó que debía de ser su casa, dado que las chimeneas tenían forma de orejas y el tejado estaba cubierto de piel. Era una casa tan grande que no juzgó prudente acercase hasta haber mordisqueado un poco el trozo de seta de la mano izquierda, y alcanzado los dos pies de estatura; aun entonces avanzó con cierta cautela, diciéndose a sí misma: "¡A ver si está loca de atar! ¡Casi habría sido preferible tomar la dirección del Sombrerero!"


Lewis Carroll,  Alicia en el país de las maravillas, Toledo, Ediciones Akal, 2005, páginas 156-157.
Seleccionado por Lucía Pintor del Mazo. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.

León Tolstói, Guerra y paz

XII


     Natasha tenía dieciséis años. Era del año 1809. Hacía cuatro que, después de haber besado a Boris, contara con los dedos el año en que llegaría a esa edad. Desde entonces, no había vuelto a verlo. Con Sonia y su madre, cuando se hablaba de Boris, Natasha afirmaba rotundamente que todo el pasado había sido una chiquillada de la que no se debía ni hablar siquiera, y que ella lo había olvidado hacía tiempo. Pero en lo íntimo de su alma, Natasha se preguntaba si su promesa con Boris era un juego o algo más serio que la ataba al muchacho. Esto la preocupaba.
     Desde que en 1805 partiera para el ejército, Boris no había visto a los Rostov. Había vuelto a Moscú bastantes veces e incluso había pasado cerca de Otrádnoie, pero ni una sola vez se había detenido a visitarles.
     Natasha pensaba a veces que no quería verla, y su sospecha parecía confirmada por el tono triste que adoptaban los mayores al referirse a él.
     -Hoy la gente ya no se acuerda de los viejos amigos- comentaba la condesa siempre que se hablaba de Boris.
     Anna Mijáilovna, que en ese tiempo frecuentaba menos la casa de los Rostov, mostrábase especialmente digna y siempre hablaba con entusiasmo de las cualidades de su hijo y de su brillante carrera. Cuando los Rostov se instalaron en San Petersburgo, Boris se decidió a hacerles una visita.


León Tolstói, Gerra y Paz, Barcelona, Editorial Planeta, 1988, página 543.
Seleccionado por Laura Tomé Pantrigo. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.

Nuestra señora de París, Victor Hugo

IV
EL PERRO Y EL DUEÑO

     Existía sin embargo un ser humano hacia el que Quasimodo no manifestaba el odio y la maldad que sentía para con los otros y a quien amaba, quizás tanto, como a su catedral; era Claude Frollo.
     La razón era muy sencilla; Claude Frollo le había recogido, le había adoptado, le había alimentado y le había criado. De pequeñito venía a refugiarse entre las piernas de Claude Frollo cuando los perros y los niños le perseguían ladrando. Claude Frollo le había enseñado a hablar, a leer y a escribir y haberle dado, en fin, la gran campana en matrimonio era como entregar Julieta a Romeo.
     Por todo ello el agradecimiento de Quasimodo era profundo, apasionado, sin límites y aunque el rostro de su padre adoptivo fuese con demasiada frecuencia hosco y severo, aunque sus palabras fuesen habitualmente escasas, duras e imperativas, nunca aquella gratitud se había desmentido y el archidiácono tenía en Quasimodo al esclavo más sumiso, al criado más dócil y al guardián más vigilante. Cuando el desdichado campanero se quedó sordo se había establecido entre él y Claude Frollo un misterioso lenguaje de signos que sólo ellos dos comprendían, así que el archidiácono era el único ser humano con quien Quasimodo podía comunicarse. Sólo dos cosas había en este mundo con las que Quasimodo tuviera relación: Nuestra Señora y Claude Frollo.
     Nada se podía comparar a la autoridad del archidiácono para con el campanero si no eran la dependencia del campanero para con el archidiácono. No habría sido necesaria más que una señal de Claude y la convicción de que aquello iba a agradarle para que Quasimodo  se precipitara desde lo más alto  de las torres de Nuestra Señora. Era algo admirable el ver que toda aquella fuerza física tan extraordinariamente desarrollada en Quasimodo, se sometiera ciegamente a la disposición de otra persona;


     Victor Hugo, Nuestra señora de París, Madrid, Ediciones Cátedra S.A., páginas 190, 191, 1985. Seleccionado por Andrea González García. Segundo de bachillerato, curso 2014-2015.

William Shakespeare, El sueño de una noche de verano

                                    ACTO TERCERO




                                      Un bosque

                     Entran QUINCIO, SNUG, BOTTOM, FLAUTO,SNOWT  Y                                                    STARVELING



     BOTTOM.- Señores, ¿estamos reunidos todos?
     QUINCIO. -Sí, sí; y he aquí un sitio maravillosamente apropiado a nuestro ensayo. Este pedazo cubierto de verdura será nuestro proscenio; este matorral de espino blanco, nuestro sitio de bastidores, y actuaremos ni más ni menos que en presencia del duque.
     BOTTOM. -Pedro Quincio.
     QUINCIO. -¿Qué dices, bravo Bottom?
     BOTTOM. -Hay en esta comedia de Piramo y Tisbe cosas que nunca podrán agradar. En primer lugar, píramo tiene que sacar su espada y matare, cosa que las señoras no podrán soportar. ¿Qué respondéis a esto?
     SNOWT. -Que realmente se morirán de miedo.
     STARVELING. -Me parece que debemos omitir eso del matarse, cuanto todo esté concluido.
     BOTTOM. -Nada de eso. Yo he discurrido un medio de arreglarlo todo. Escribidme un prólogo que parezca decir que no podemos hacer daño con nuestras espadas, y que Píramo no está muerto realmente, y para mayor seguridad que diga que yo, Píramo, no soy Píramo, sino Bottom el tejedor. Con esto ya no tendrán miedo.
     QUINCIO. -Bien; tendremos ese prólogo, y se escribirá en versos de ocho y seis sílabas.



 William Shakespeare, El sueño de una noche de verano, Madrid, EDAF, biblioteca EDAF, 1997, página 72, Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.

El tambor de hojalata, Günter Grass

Madona 49
     La reforma monetaria vino demasiado pronto, hizo de mí un loco y me obligó a reformar asimismo el sistema monetario de Óscar. En adelante, me vi obligado a buscar en mi joroba, ya que no un capital, sí al menos mis medios de subsistencia. 
     Y sin embargo, yo hubiera sido un excelente ciudadano. La época que siguió a la reforma, que -según estamos viendo- comportaba todas las premisas del refinamiento burgués que luego floreció, hubiera también podido favorecer los rasgos burgueses de Óscar. EN cuanto esposo y hombre de bien, habría participado en la reconstrucción, poseería ahora una empresa mediana de marmolista, daría pan y trabajo a treinta oficiales, aprendices y ayudantes, sería el encargado de conferir cierto decoro a todos esos inmuebles comerciales y palacios de seguros de nueva construcción mediante los adornos tan populares de caliza conchífera y de mármol travertino; en una palabra, sería un hombre de negocios, un buen burgués y un esposo. Pero María me dio calabazas. 





Günter Grass, El tambor de hojalata. Editorial, Santillana Ediciones Generales, S.L. páginas 613-614.
Seleccionado por Alejandro López Sánchez. Segundo de bachillerato, curso 2014/2015

Edgar Allan Poe, Cuentos II

Tres domingos por semana

     -¡Viejo empedernido, zamacuco, obstinado, mohoso, tozudo, emperrado y bárbaro! -dije cierta tarde (en mi fantasía) a mi tío abuelo Rumgudgeon, mientras lo amenazaba con el puño (en mi indignación).
     Sólo en la imaginación. Diré que, en verdad, había cierta discrepancia entre lo que yo decía y lo que no tenía el coraje de decir, entre lo que hacía y lo que no me faltaba gana de hacer. 
     Cuando abrí la puerta del salón la vieja marsopa habíase instalado con los pies sobre la chimenea, un vaso de oporto en la zarpa, esforzándose violentamente por poner en práctica la cancioncilla:

Remplis ton verre vide!
Vide ton verre plein!

     -Querido tío -dije, cerrando suavemente la puerta y aproximándome con la más blanda de mis sonrisas-, ha sido usted siempre tan amable y considerado manifestándome su benevolencia de tantas... de tantísimas maneras que... que siento como si sólo fuera necesario sugerirle una vez más cierta insignificante cosilla, para tener la seguridad de su plena aprobación.

Edgar Allan Poe, Cuentos/2, Madrid, Alianza Editorial,1970, páginas 241-242.
Seleccionado por Alain Presentación Muñoz. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.