Ningún amor vale tanto (¡aléjate, Cupido, y llévate tu aljaba!) como para que yo sienta una y otra vez deseos tan intensos de morir. Pues morir es mi deseo cuando pienso en tu delito, mujer nacida, ¡ay!, para mi eterna desgracia. Ni un mensaje sorprendido me revela tus actos, ni unos regalos dados furtivamente te acusan. ¡Ojalá mis argumentos fueran tales, que no pudiera vencer!; desgraciado de mi, ¿por que mi razones son tan buenas? Feliz aquel que se atreve a defender tercamente aquello que ama, aquél a quien su amiga puede decir "no lo hice". Es de hierro y concede demasiada importancia a su dolor aquel que pretende una victoria sangrienta, tras haber dejado a su amada convicta de culpa.
Yo mismo vi, desgraciado, vuestra traición, estando, sobrio aun con el vino junto a mí, cuando creías que estaba dormido; os vi diciéndoos muchas palabras con movimiento de cejas; en vuestros movimientos de cabeza había buena parte de voz. No se callaron tus ojos ni la mesa escrita con vino, y también en tus dedos hubo letras. Me di cuenta, aunque no lo pareciera, de la conversación que manteníais y de las palabras de las que habíais acordado dar un cierto significado. Y ya muchos convidados se habían retirado de la mesa; ambos amantes estaban el uno junto al otro: entonces los vi intercambiar lascivos besos (era evidente para mí que habían juntado sus lenguas) como una hermana no se los da a su severo hermano, sino como una tierna amante se los da a su apasionado amigo; como no es creíble que Diana se los diera a Febo, sino como Venus muchas veces se los dio a su querido Marte.
"¿Qué estás haciendo? -exclamó- ¿adónde te llevas ahora goces que son míos? Mis manos caerán sobre aquello que por derecho les pertenece, Esto lo tienes que hacer conmigo y yo contigo en común: ¿por qué un tercero viene a tomar parte de nuestros bienes?" Eso dije y todo lo que el dolor dictó a mi lengua; a ella un vergonzoso rubor le subió al rostro culpable; un rubor como aquél con que colorea el cielo la esposa de Titono, o como el de una joven cuando la mira su reciente prometido; como resplandecen las rosas entre sus amigos los lirios, o como el marfil asirio que, para evitar que se ponga amarillo con el transcurso del tiempo, lo tiñe la mujer de Meonia. Ése era el color que ellos tenían o muy parecido a alguna de las cosas que he dicho, y ella en ninguna otra ocasión estuvo más hermosa. Miraba al suelo, y mirar al suelo le sentaba bien; había tristeza en su expresión, y ese tristeza le sentaba bien. Tal y como estaban sus cabellos (y estaban bien peinados), me dieron ganas de arrancárselos, y de lanzarme contra sus delicadas mejillas. Mas cuando vi su rostro, cayeron mis brazos vigorosos: mi amada se defendió con sus armas. Yo, que poco antes me había mostrado cruel, le pedía suplicante y tomando la iniciativa que no por eso me diera besos menos sentidos. Sonrío ella y de todo corazón me los dio lo mejor que pudo, besos tales que podrían quitar a Júpiter encolerizado su arma de tres puntas.
Pero, infeliz de mí, me atormenta el pensar que tal vez el otro los haya recibido tan buenos, y quisiera que no hubieran sido de igual calidad. Además los que ella me dio eran mucho mejores que los que yo le había enseñado, y me pareció que añadía algo recientemente aprendido. Es una desgracia que me hayan resultado más dulces que de costumbre, que su lengua haya entrado por entero entre mis labios y la mía entre los suyos. Y a pesar de todo no me aflije sólo esto: no me quejo únicamente de besos apretados, aunque también me quejo de estos besos apretados: tales no se han podido aprender en ningún otro sitio sino en la cama; no sé qué maestro ha conseguido la gran recompensa.
Ovidio,
Amores, Libro II, Capítulo 5, Madrid, Editorial Gredos, Colección Biblioteca Básica Gredos, 2001, págs 56-57, Seleccionado por Rosa María Perianes Calle, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015