lunes, 11 de enero de 2016

Nocilla Dream, Agustín Fernández Mallo

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El nómada oma por hogar una idea. Los grandes nómadas son personas de ides inmóviles, en tanto van dejando atrás personas y ciudades. Michael Landon llegó cansado y muy tarde de los estudios de la Fox; la casa estaba fría, desordenada y desprovista de personalidad. Unos muebles regalados. El cubo de la basura desbordado. La grabación de los capítulos de la 5ª temporada de Autopista al Cielo consumía toda su capacidad de nomadismo; ahora esta casa era el eventual refugio que todo viajero tarde o temprano necesita. Se sirvió un güisqui sin hielo y escogió al azar un vídeo porno de la estantería. Mientras la cinta giraba se calentó un sándwich que había traído del catering. Una mujer corría por un bosque perseguida por dos hombres, al final caía rendida debajo de un árbol y allí se dejaba penetrar. No atendió demasiado a la película. Se despertó cuando pasaban los créditos, según los cuales, los exteriores habían sido grabados en el bosque del Estado de Nevada, el mismo bosque en el que hacía 20 años él había localizado un capítulo de La casa de la pradera, 1972, recordó con nostalgia, la crisis del petróleo, Berkeley era un hervidero, Bertolucci estrenaba El último tango en París, en los Juegos Olímpicos de Munich un comando palestino secuestraba a 9 atletas israelíes y les daba muerte, Nixon era el primer presidente norteamericano en visitar China, Susan Sontang había publicado Contra la interpretación. Volvió a caer dormido en el sofá. Esa noche fue la más nómada de todas pués tomó como hogar la idea definitiva, la única involuntaria, la muerte.

Agutín Fernández Mallo, Nocilla Dream, Sant Josp, Editorial Candaya, S.L., 2010, texto seleccionado por Edith González Ramos, primero de bachillerato.

Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift

   En el ínterin el emperador convocó repetidos Consejos para discutir qué debía hacerse conmigo. Según me aseguró con posteridad un amigo íntimo, persona de prestigio que estaba en el secreto como ningún otro, la corte estaba teniendo serios problemas relativos a mi persona. Sospechaban que me escaparía, que mi manutención iba a resultar sumamente cara y podría causar un hambre general. A veces decidieron dejarme perecer de hambre, o, cuanto menos, dispararme flechas envenenadas a la cara y las manos, lo que en poco tiempo acabaría conmigo; pero volvían a reconsiderar la cuestión, pues el hedor de un cadáver tan corpulento podría producir una peste que probablemente se propagaría por todo el reino. En mirad de estas consultas se presentaron varios oficiales del ejército ante las puertas de la Cámara del Gran Consejo, adonde se hizo pasar a dos de ellos, quienes dieron cuenta de mi comportamiento para con los seis sinvergüenzas antes mencionados, circunstancia que causó una impresión tan favorable en el corazón de Su Majestad y de todo el Consejo, en mi provecho, que se despachó una Comisión Imperial que obligaba a todas las villas a novecientos metros en redondo de la ciudad a suministrarme cada mañana seis bueyes, cuarenta ovejas y otras viandas para mi manutención, junto a una proporcional cantidad de pan, vino y otros licores, para subvenir al pago de lo cual Su Majestad libró unas asignaciones con cargo al Tesoro. Porque este príncipe vive principalmente de su propia fortuna personal, y muy de vez en cuando, de modo excepcional, en las grandes ocasiones, recauda tributos de sus súbditos, los cuales están obligados a ayudarle en sus guerras a expensas propias. Se creó también un cuerpo de seiscientas personas en calidad de sirvientes míos a los que se asignaron unos salarios como pensión alimentario, y para los que se levantaron tiendas, con muy buen criterio, a cada lado de mi puerta. Del mismo modo se dio orden de que trescientos sastres me hicieran unos trajes a la moda del país; que seis de los más célebres filólogos de Su Majestad se emplearan en enseñarme su lengua, y, finalmente, que los caballos del emperador, así como los de la nobleza y de la tropa de guardia hicieran frecuentes ejercicios en mi presencia a fin de que se acostumbraran a mí. Pusiéronse todas estas órdenes luego debidamente en práctica y, al cabo de tres semanas, había hecho considerables progresos en el aprendizaje de su lengua, tiempo durante el cual el emperador me honraba con frecuentes visitas y se complacía en colaborar con mis maestros en enseñarme. Empezamos, pues, ya a conversar entre nosotros de algún modo, y las primeras palabras que aprendí fueron para expresarle mi deseo de que tuviera la bondad de concederme la libertad, cosa que le repetía diariamente puesto de rodillas. Su respuesta, a lo que pude entender, fue que aquello debía ser labor de mucho tiempo y en la que no podía pensarse sin contar con el parecer de su Consejo, y que, antes de nada, yo debía Lumos Kelmin pesso desmar lon Emposo; esto es, «jurar la paz con él y su reino».

   Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver, Madrid, Unidad Editorial, S.A. , Colección Millenium, 1999, pág. 26-27.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

La llamada de lo salvaje, Jack London

                                                          Capítulo II

          El primer día que buck pasó en la playa de Dyea fue como una pesadilla. Cada hora estuvo repleta de sorpresas y sobresaltos. Lo habían extirpado del corazón de la civilización para precipitarlo al de las cosas primitivas. Su vida ya no era ociosa ni bañada por las caricias del sol, sin nada mejor que hacer que holgazanear y aburrirse. Allí no había paz, ni descanso, ni una mínima seguridad. Todo era confusión y actividad y, a cada instante, la propia vida o algún miembro del cuerpo corrían peligro.Había una necesidad imperiosa de estar en permanente alerta, pues aquellos perros y aquellos hombres no estaban civilizados. Eran salvajes que no conocían más ley que la del garrote y el colmillo.
         Nunca había visto perros que peleasen como lo hacían aquellas fieras lobunas, y su primera experiencia ajena, pues, de lo contrario, no hubiera vivido para beneficiarse de ella. La víctima fue Curly. Estaban acampados cerca del almacén y ella, con la jovialidad que la caracterizaba, se le insinuó a un perro esquimal del tamaño de un lobo adulto, aunque ni siquiera la mitad de grande que ella.
         No hubo aviso previo: el perro saltó sobre Curly como un relámpago, dio un tenazazo metálico con los dientes, saltó hacia atrás con la misma rapidez, y la cara de Curly quedó rajada desde el ojo a la mandíbula.
         Era la manera de pelear de los lobos: atacaban y se retiraban al instante. Pero ahí no acabó todo. Treinta o cuarenta perros esquimales salieron corriendo hacia el lugar y rodearon a los contendientes en un círculo expectante y silencioso. Buck no comprendía aquella silenciosa atención, ni el ansia con la que se relamían el hocico. El siguiente ataque de Curly lo afrontó con el pecho, de una manera tan peculiar que la derribó.Curly ya no volvió a incorporarse.Esto era lo que los perros esquimales que la observaban habían estado esperando.Cerraron el círculo sobre ella, emitiendo gruñidos y gañidos, y Curly quedó sepultada, gritando de dolor, bajo un revoltijo de cuerpos.


     La llamada de lo salvaje, Jack London, Barcelona, Vicens Vives, 1988, página 154
     Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez,2016-2017




Chulas y famosas, Terenci Weix

        Buscaba yo la ocasión de efectuar mi óbolo cultural en la sección de jardinería cuando la abundancia de títulos me produjo lo que los franceses llamaban l'embarras du choix, que quiere decir la especie de horror cósmico que la invade a una cuando tiene que elegir entre prendas de distintos modistos cada uno de los cuales nos gusta igual que los otros y sabemos que de todos modos tanto monta monta tanto Hermés como Valentino. Y hallábame ya en el trance de decir entre un libro dedicado a la vida interior de los geranios y otro sobre los distintos métodos de enfrentarse a los períodos mensuales de las gladiolas -que deben de ser los gladiolos hembras porque de otro modo no sé cómo podrían menstruar a gusto- cuando hete aquí que una dependienta me llevó aparte para mostrarme un libro tipo coffe-table que explicaba el modo de confeccionar ramos, centros de mesa y rinconeras de flores secas y distribuirlos sagazmente por los salones de la casa de campo y aun del piso de la ciudad (eso para las que son partidarias de transportar a su vida urbana un soplo de naturaleza viva y un no sé qué de jardín umbrío con aromas de lavanda por aquí y de tomillo por acullá) .
         De pronto dejé de interesarme por los centros de mesa al modo tirolés y toda mi atención quedó focalizada completamente centrada en la silueta de la dependienta, que estaba cañón al modo de las castizas de antes: mucha carne y poca yerba. Pero todo el encanto se rompió, cuando la dependienta de puso a gritar contra mí, aludiendo a mis manos como profanadoras de su honor o algo parecido. Y venga a gritar y venga acusarme sin que yo pudiera comprender una sola palabra. Y es que no podía precisar con certeza qué habían hecho mis manos. De verdad que lo ignoraba por completo. En ese momento yo estaba más para allá que para acá.

         Terenci Weix, Chulas y famosas, Barcelona, Delibes, ed. 2, 1997, página 160
         Seleccionado por Edith González Ramos, Primero de Bachillerato, curso 2015-2016


Los sótanos del Vaticano, André Gide

                                                Libro tercero, Amédée Fleurissoire

                     »EL PAPA ESTÁ ESPERANDO
          Y luego levantó los brazos al cielo.
     -¡Cómo! ¿Tiene usted el insigne honor de disponer de su libertad y se hace esperar? Tema, señora, tema que Dios, cuando le llegue a usted la hora suprema, no haga esperar de igual manera a su alma insuficiente a las puertas del paraíso.
     Se tornaba amenazador, terrible. Luego, bruscamente, se llevó a los labios el crucifijo de un rosario y se recogió en una breve oración.
     -Por lo menos, mientras escribo a París y me contestan- gimió la condesa, confusa.
     -¡Ponga un telegrama! Que su banquero abone los sesenta mil francos al Crédit Foncier de París que, a su vez, telegrafiará al Crédit Foncier de Pau para que le abone a usted la cantidad inmediatamente. Es sencillísimo.
     -Tengo algún dinero depositado en Pau - se atrevió a decir la condesa.
     -¿En un banco?
     -En el Crédit Foncier, precisamente.
   Entonces llegó al colmo de la indignación.
     -¡Ay, señora! ¿Por qué tantos rodeos para decírmelo?
  ¿Esa es la diligencia que manifiesta? ¿Qué diría usted ahora si me negara a admitir su ayuda?
 Luego, paseando por la habitación con las manos cruzadas en la espalda, y como predispuesto en adelante contra todo cuanto pudiera escuchar, comentó:
     -Eso es más que tibieza - y manifestaba su repugnancia chasqueando con la lengua repetidas veces-, es casi doblez. 
     -Padre, por favor.
    Durante algunos instantes, el sacerdote continuó paseándose con las cejas fruncidas, inflexible. Por fin, dijo:
     -Ya sé que usted conoce al padre Boudin, con quien he de comer hoy- sacó el reloj-... y voy a llegar tarde. Extienda un cheque a su nombre: él cobrará en mi lugar los sesenta billetes y me los entregará luego. Cuando usted lo vea, dígale sencillamente que era «para la capilla expiatoria»; es un hombre discreto, que no se complica la vida y no insistirá. ¡Vamos! ¿Qué está usted esperando? 
    La condesa, postrada en el canapé, se incorporó, fue como a rastras hacia un pequeño escritorio, lo abrió, sacó un talonario alargado, verde oliva, y llenó una de sus hojitas con su letra picuda.


        André Gide, Los sótanos del Vaticano, Madrid, Alianza, ed. 2, página 113.
        Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

Vivir al día, Miguel Delibes

UN NUEVO NADAL
Después de seguir a una las votaciones del Nadal 1956 me he reafirmado en el convencimiento de que también la maltratada literatura puede dar sus cardíacos. Este es el lado malo de estas eliminatorias cuantitativas, de un acentuado sabor futbolístico. Tamaña sorpresa ya empezó a roerme allápor el año 48, cuando uno no era sino aspirante al Premio Nadal, y el Premio Nadal, a su vez, otro aspirante al Premio Nadal, con mayúsculas, que ha llegado a ser hoy, después de su XIII edición. Por lo de atañe a éste, las cosas empezaron a enredarse sobre las doce de la noche- y me refiero a Valladolid, tan afortunado en este gordo de las letras españolas-, hora en que Radio Nacional de Barcelona se desentendió, al fin, de la interferencia de una emisora extranjera y dejó oír claramente que "La frontera de Dios", del padre Martín Descalzo, marchaba lanzada hacia el triunfo. Quedaban en liza aún cinco contringantes, mas "La frontera de Dios" caminaba bien arropada en una esperanzadora unanimidad del Jurado. Conocía la novela del padre Martín, la que, por encima de toda posible objeción técnico literaria, desarrollaba un tema nuevo, de una fuerza sobrecogedora, que no invitaba precisamente a reparar en virtuosismos de construcción o fórmulas expresivas.

Miguel Delibes, Vivir al día, Barcelona, Ediciones Destino, S.A., 1968,pág. 60-61, texto selecciono por Edith González Ramos, primero de bachillerato, curso 2015-2016.


El guardián entre el centeno, Jerome David Saligner

     Por entre las cortinas de la ducha se filtraba en su cuarto un poco de luz. Estaba en la cama, pero se le notaba que no dormía.
     —Ackley -le pregunté-. ¿Estás despierto?
     —Sí.
     Había tan poca luz que tropecé con un zapato y por poco me rompo la crisma. Ackley se incorporó en la cama y se quedó apoyado sobre un brazo. Se había puesto por toda la cara una pomada blanca para los granos. Daba miedo verle así en medio de aquella oscuridad.
     —¿Qué haces?
     —¿Cómo que qué hago? Estaba a punto de dormirme cuando os pusisteis a armar ese escándalo. ¿Por qué os peleábais?
     —¿Dónde está la llave de la luz? -tanteé la pared con la mano.
     —¿Para qué quieres luz? Está ahí, a la derecha.
     Al fin la encontré. Ackley se puso la mano a modo de visera para que el resplandor no le hiciera daño a los ojos.
     —¡Qué barbaridad! -dijo-. ¿Qué te ha pasado?
     Se refería a la sangre.
     — Me peleé con Stradlater -le dije. Luego me senté en el suelo. Nunca tenían sillas en esa habitación. No sé qué hacían con ellas-. Oye -le dije-, ¿jugamos un poco a la canasta? -era un adicto a la canasta.
     —Estás sangrando. Yo que tú me pondría algo ahí.
     —Déjalo, ya parará. Bueno, ¿qué dices? ¿Jugamos a la canasta o no?
     —¿A la canasta ahora? ¿Tienes idea de la hora que es?
     —No es tarde. Deben ser sólo como las once y media.
     —¿Y te parece pronto? -dijo Ackley-. Mañana tengo que levantarme temprano para ir a misa y a vosotros no se os ocurre más que pelearos a media noche. ¿Quieres decirme qué os pasaba?
     —Es una historia muy larga y no quiero aburrirte. Lo hago por tu bien, Ackley - le dije.
     Nunca le contaba mis cosas, sobre todo porque era un estúpido. Stradlater comparado con él era un verdadero genio.
     —Oye -le dije-, ¿puedo dormir en la cama de Ely esta noche? No va a volver hasta mañana, ¿no?
     Ackley sabía muy bien que su compañero de cuarto pasaba en su casa todos los fines de semana.
     —¡Yo qué sé cuándo piensa volver! -contestó. ¡Jo! ¡Qué mal me sentó aquello!
     — ¿Cómo que no sabes cuándo piensa volver? Nunca vuelve antes del domingo por la noche.
     —Pero yo no puedo dar permiso para dormir en su cama a todo el que se presente aquí por las buenas.
     Aquello era el colmo. Sin moverse de donde estaba, le di unas palmaditas en el hombro.
     —Eres un verdadero encanto, Ackley, tesoro. Lo sabes, ¿verdad?
     —No, te lo digo en serio. No puedo decirle a todo el que...
     —Un encanto. Y un caballero de los que ya no quedan -le dije. Y era verdad.
     —¿Tienes por casualidad un cigarrillo? Dime que no, o me desmayaré del susto.

     Jerome David Saligner, El guardián entre el centeno, Madrid, Alianza Editorial, S.A. , El libro de bolsillo, 1996, pág. 54-55.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.