lunes, 30 de noviembre de 2015

La flecha negra,Robert louis stevenson

Aquella noche pasáronla sir Daniel y sus hombres en Kettley, cómodamente acuertelados y bien patrullados. Mas el caballero de tunstall era uno de esos hombres que jamás ven satisfecha su avaricia, y aun en este momento, a punto de empeñarse en una aventura que no sabía si había de favorecerle o perjudicarle, ya estaba levantado, a la una de la madrugada, dispuesto a esquilmar a sus pobres vecinos. Su tráfico consistía principalmente en las herencias en litigio; su método era comprar los derechos del demandante menos provisto de razón, y luego, ganando la voluntad de los que gozaban del favor del rey, procurábase injustas sentencias a favor suyo; o, si eso era andarse en demasiados rodeos, apoderábase de la mansión disputa por la fuerza de las armas, confiando en su influencia y en las marrullerías de sir Oliverio para burlar la ley, a fin de conservar lo que había arrebatado. Kettley era uno de semejantes lugares; recientemente había caído en sus garras, y todavía luchaba con la oposición de sus arrendatarios; por tal motivo, para intimidar a los descontentos, hubo de conducir allí a sus tropas.
Serían las dos de la madrugada cuando sir Daniel hallábase sentado en su habitación de la posada al amor de la lumbre, ya que aquella hora era intenso el frío en los marjales de Kattley. Tenía a la mano un jarro de cerveza sazonada con especias; habíase despojado de su yelmo y mostraba su cabeza calva, en tanto apoyaba su rostro enjusto y oscuro sobre la mano, vuelto su cuerpo en una capa de color sangriento. En uno de los extremos de la estancia, cerca de una docena de hombres de los suyos daban guardia a la puerta o dormitaban sobre unos bancos, y más próximo a él, un jovenzuelo, que aparentaba tener de doce a trece años, hallábase tendido cuan largo era sobre una manta que cubría el suelo. El dueño de la posada del Sol permanecía en pie ante nuestro gran personaje.


La flecha negra,Madrid,alfaguara,1994/1996,311,Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, primero de bachillerato,2015/2016

El último abencerraje, François René de Chateaubriand

           Cuando Boabdil, último rey de Granada, se vio obligado a abandonar el reino de sus padres, se detuvo en la cima del monte Padul, desde donde se descubría el mar en que el desventurado monarca iba a embarcarse para África; descubríase también a Granada, la vega y el Genil, en cuyas orillas se alzaban las tiendas de campamento de Fernando e Isabel. A la vista de tan delicioso país, y de los cipreses que aún señalaban aquí y acullá los sepulcros de los musulmanes, Boabdil rompió en acerbo el llanto. Su madre, la sultana Aixa, que le acompañaba en el destierro con los grandes que un tiempo componían su corte, le dijo: <> Bajaron de la montaña, y Granada se ocultó para siempre de sus ojos.
           Los moros españoles que compartieron la suerte de su rey, se dispersaron por el el África. Las tribus de los cegríes y los gomeles se establecieron en el reino de Fez, de que eran descendientes. Los vanegas y los alabes se detuvieron en la costa, desde Orán hasta Argel; y por último, los abencerrajes fijaron su morada en las mediaciones de Túnez, formando enfrente de las ruinas de Cartago una colonia que todavía se distingue de los moros africanos por la elegancia de sus costumbres y la benignidad de sus leyes.
           Estas familias llevaron a su nueva patria el recuerdo de la antigua. El Paraíso de Granada no se borraba de su memoria; las madres repetían su nombre a sus hijos aun en la lactancia, y los adormecían con los romances de los cegríes y los abencerrajes. De cinco en cinco días oraban en la mezquita, volviéndose hacia Granada, para conseguir de Alá restituyese a sus elegidos aquella tierra de delicias.



    François René de Chateaubriand, El último abencerraje, Sevilla, Paréntesis, ed. 24, Orfeo, página 17.
    Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

Frankenstein, Mary Shelley

       Nos criamos juntos; no nos llevábamos ni un año de diferencia. No hace falta decir que no conocimos ningún tipo de desunión o disputa. La armonía era el alma de nuestro compañerismo, y la diversidad y contraste que existía en nuestros caracteres nos acercaba aún más. Elizabeth era de disposición más serena y concentrada; yo, con todo mi ardor, era capaz de una dedicación más intensa y estaba más profundamente dominado por la sed de saber. Ella se ocupaba en seguir las creaciones de los poetas, y encontraba en los solemnes y maravillosos escenarios que rodeaban nuestra casa en Suiza, en las formas sublimes de las montañas, en los cambios de las estaciones, en la tempestad y en la calma, en el silencio del invierno, y en la vida y turbulencia de nuestros veranos alpinos, amplios motivos para la admiración y el deleite. Mientras mi compañera contemplaba con espíritu grave y satisfecho la magnífica apariencia de las cosas, yo disfrutaba investigando sus causas. El mundo era para mí un secreto que deseaba desentrañar. Entre las primeras sensaciones de que tengo recuerdo, están la curiosidad, la investigación seria de las leyes ocultas de la naturaleza y un gozo rayano en el éxtasis cuando se me relevaban.
       Cuando les nació el segundo hijo, siete años menor que yo, mis padres abandonaron por completo su vida viajera y se establecieron en su país natal. Poseíamos una casa en Ginebra,y una campagne en Belrive, en la orilla oriental del lago, a algo más de una legua de la ciudad. Residíamos principalmente en esta última, y la vida de mis padres transcurría en considerable aislamiento.

Frankenstein, Mary Shelley

     Así pasó el verano. Mi regreso a Ginebra había sido fijado para fines de otoño, pero distintos inconvenientes me retrasaron y pronto llegó el invierno y con él la nieve. Los caminos estaban impracticables y tuve que dejar mi viaje para la siguiente primavera. Aquello me disgustó en verdad, pues tenía vivos deseos de volver a ver mi ciudad natal y hallarme junto a los míos. Debo reconocer, sin embargo, que el motivo principal de mi retraso era el desasosiego que me producía el dejar a mi amigo Clerval en una ciudad desconocida para él, antes de que hubiera podido encontrar suficientes relaciones. Pasamos, no obstante, un invierno agradable y, aunque la primavera se retrasó mucho, compensó la tardanza de su aparición con un tiempo excepcionalmente bueno.
     El mes de mayo se hallaba ya avanzado y yo aguardaba, de un día a otro, la carta de la que dependía la fecha definitiva de mi marcha, cuando Henry me propuso una excursión a pie por los alrededores de Ingolstadt, cosa que, hasta cierto punto, me permitiría conocer mejor la región en la que durante tanto tiempo había vivido. Acepté encantado la sugerencia. La posibilidad de hacer ejercicio me atraía poderosamente. Además, Clerval había sido siempre el compañero que prefería para semejantes salidas que, a menudo, efectuábamos por los alrededores de Ginebra. El viaje duró quince días y, tras tan largo período de tiempo, yo había recuperado por completo mi salud y mi moral. El aire sano, los imprevistos incidentes del camino y nuestras conversaciones, largas y amigables, mejoraron todavía más mi estado. Con anterioridad los estudios me habían mantenido bastante apartado de mis semejantes y, lentamente, me estaba convirtiendo en un misántropo. Clerval supo reavivar y fortalecer en mi corazón los más generosos sentimientos. Me enseñó a admirar de nuevo el bello espectáculo del paisaje y la naturaleza, así como el rostro sonriente de los niños. ¡Qué magnífico amigo! Me amaba con sinceridad y esforzábase por elevar mi alma al nivel de la suya.
     La búsqueda egoísta de mi objetivo me había cegado. Con su gentileza y su cariño me devolvió la razón. Gracias a sus desvelos volvía a ser la criatura segura y feliz que, pocos años antes, amando a todo el mundo y amado por todos, ignoraba lo que eran las penas y desilusiones. Cuando me sentía feliz, la naturaleza tenía la virtud de despertar en mí las más exquisitas sensaciones. Un cielo en calma, los campos que iban, poco a poco, cubriéndose de verde me embargaban con un éxtasis delicioso. Las primeras flores cubrían los prados y eran ya el anuncio de las del verano. Las obsesiones que el año anterior me habían hecho sentir el rigor de su peso se habían alejado ahora de mí.

Mary Shelley, Frankestein, Yuncos (Toledo), Unidad Editorial, S.A. , Colección Millenium, 1999, pág. 70-71. Seleccionado por Coral García Domínguez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

Guerra y paz, Liev Nikoláievich Tolstói

IX
El príncipe Andrei llegó al cuartel General del Ejército a finales de junio. Las tropas del primer ejército, aquel en que se hallaba el Emperador, ocupaban el campo fortificado de Drisa; las del segundo, retrocedían tratando de reunirse al primero, del que, según se decía, estaban separadas por considerables fuerzas francesas. Todos se sentían disgustados en el ejército de l marcha general de la guerra, pero nadie pensaba ni suponía un peligro de invasión de las provincias rusas; nadie suponía que la guerra pasara más allá de las provincias occidentales de Polonia.
El príncipe Andrei encontró a Barclay de Tolly, al que había sido enviado, en las orillas del Drissa. Como no había pueblos grandes en los alrededores del campamento, los numerosos generales  y cortesanos que iban con el ejército se hallaban dispersos a unas diez verstas, en las casas mejores de la comarca, a uno y otro lado del río. Barclay de Tolly vivía a cuatro verstas del Emperador.
Recibió a Bolkonski con frialdad y, con su acento alemán, le dijo que informaría sobre él al Emperador y que, en espera del destino, le rogaba que permaneciera en su Cuartel General. Anatolio Kuraguin, a quien el príncipe Andrei esperaba encontrar en el ejército, no estaba allí. Había vuelto a San Petersburgo, y esa noticia agradó a Bolkonski.
Todo el interés se centraba ahora en aquella guerra titánica y el príncipe Andrei se sintió contento de verse por algún tiempo libre de la obsesión de Kuraguin. Durante los cuatro primeros días, en los que nadie le inquietó para nada, el príncipe Andrei recorrió el campo fortificado y trató, con ayuda de su propia experiencia y de las explicaciones de personas bien formadas, de hacerse una idea exacta de la situación. Sin embargo, la cuestión de si aquellas posiciones eran o no ventajosas permaneció para él insoluble. Su experiencia militar le decía que los proyectos mejor meditados no significan nada en la guerra (recordaba la batalla de Austerlitz), que todo depende del modo de reaccionar ante las acciones inesperadas, imposibles de prever, del enemigo; que todo depende de quién dirige la acción y del modo de dirigirla. Para ver claro en este último punto, el príncipe trató de penetrar en el carácter de los jefes de aquel ejército, de las personas y partidos que intervenían en su dirección; y de todo ello dedujo las siguientes apreciaciones personales sobre la situación militar.

Liev Nikoláievich Tolstoi, Guerra y paz, página 760, seleccionado por Edith González Ramos, primero de bachillerato.