lunes, 30 de noviembre de 2015

Frankenstein, Mary Shelley

       Nos criamos juntos; no nos llevábamos ni un año de diferencia. No hace falta decir que no conocimos ningún tipo de desunión o disputa. La armonía era el alma de nuestro compañerismo, y la diversidad y contraste que existía en nuestros caracteres nos acercaba aún más. Elizabeth era de disposición más serena y concentrada; yo, con todo mi ardor, era capaz de una dedicación más intensa y estaba más profundamente dominado por la sed de saber. Ella se ocupaba en seguir las creaciones de los poetas, y encontraba en los solemnes y maravillosos escenarios que rodeaban nuestra casa en Suiza, en las formas sublimes de las montañas, en los cambios de las estaciones, en la tempestad y en la calma, en el silencio del invierno, y en la vida y turbulencia de nuestros veranos alpinos, amplios motivos para la admiración y el deleite. Mientras mi compañera contemplaba con espíritu grave y satisfecho la magnífica apariencia de las cosas, yo disfrutaba investigando sus causas. El mundo era para mí un secreto que deseaba desentrañar. Entre las primeras sensaciones de que tengo recuerdo, están la curiosidad, la investigación seria de las leyes ocultas de la naturaleza y un gozo rayano en el éxtasis cuando se me relevaban.
       Cuando les nació el segundo hijo, siete años menor que yo, mis padres abandonaron por completo su vida viajera y se establecieron en su país natal. Poseíamos una casa en Ginebra,y una campagne en Belrive, en la orilla oriental del lago, a algo más de una legua de la ciudad. Residíamos principalmente en esta última, y la vida de mis padres transcurría en considerable aislamiento.

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