Todo sucedió en una tarde de verano, en aquella hora en la que solía dar un paso después de haber acostado a los niños. A menudo había deseado, mientras caminaba entre los árboles en aquellos paseos vespertinos, que se me apareciera un a persona en el camino y que con una alegre sonrisa me indicara que lo sabía todo, que yo era una institutriz perfecta y que estaba orgullosa de mí. No pedía más. Sólo esta breve aparición de la persona a la que yo tanto admiraba, su rostro iluminado por una expresión benévola hacia mí. En aquella tarde del mes de junio, mientras daba mi habitual paseo por el parque, yo tenía en la mente aquel rostro tan querido por mí. De pronto, al llegar a un claro, a la vista ya de la vieja mansión, una sensación de terror paralizó todo mi cuerpo, al comprobar que aquella persona evocada por mi imaginación se había volatilizado en la realidad. Efectivamente, allí estaba, en lo alto de una de las torres de la mansión, la misma a la que me había llevado la pequeña Flora el día de mi llegada. La mansión de Bly se veía flanqueada por dos reliquias del pasado construidas sin duda en el periodo romántico, cuando se produjo un renacimiento de la arquitectura medieval. La pátina del tiempo había caído sobre ellas y había ennoblecido sus formas, su misma estructura por lo demás muy mediocre. De cualquier modo, yo las admiraba, al verlas siempre a lo lejos, agigantadas en la hora del crepúsculo.
Henry James, Otra vuelta de tuerca, Madrid, Anaya, Tus Libros, 1999, pág 36-38, Seleccionado por Rosa María Perianes Calle, Segundo de Bachillerato, Curso 2014 - 2015.