Según los informes que llegan de Rotterdam, esta ciudad parece hallarse en alto grado de excitación intelectual. Han ocurrido allí fenómenos tan inesperados, tan novedosos, tan diferentes de las opiniones ordinarias, que no cabe duda de que a esta altura toda Europa debe estar revolucionada, la física conmovida, y la astronomía dándose de puñadas.
Parece ser que el día... de... (ignoro la fecha exacta), una vasta multitud se había reunido, por razones que no se mencionan, en la gran plaza de la Bolsa de la muy ordenada ciudad de Rotterdam. La temperatura era excesivamente tibia para la estación y apenas se movía una hoja; la multitud no perdía su buen humor por el hecho de recibir algún amistoso chaparrón de cuando en cuando, proveniente de las enormes nubes blancas profusamente suspendidas en la bóveda azul del firmamento. Hacía melodía, sin embargo, se advirtió una notable agitación entre los presentes; restalló el parloteo de diez mil lenguas; un segundo más tarde, diez mil caras estaban vueltas hacia el cielo, diez mil pipas caían simultáneamente de la comisura de diez bocas, y un grito sólo comparable al rugido del Niágara resonaba larga, poderosa y furiosamente a través de la ciudad y los alrededores de Rotterdam.
No tardó en descubrirse la razón de este alboroto. Por detrás de la enorme masa de una de las nubes perfectamente delineadas que ya hemos mencionado, vióse surgir con toda claridad, en un espacio abierto de cielo azul, una sustancia extraña, heterogénea pero aparentemente sólida, de forma tan singular, de composición tan caprichosa, que escapaba por completo a la comprensión, aunque no a la admiración de la muchedumbre de robustos burgueses que desde abajo la contemplaban boquiabiertos.
¿Que podía ser? En nombre de todos los diablos de Rotterdam, ¿qué pronosticaba aquella aparición? Nadie lo sabía
Edgar Allan Poe, Cuentos, Madrid, Alianza, 1983, 521.
Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, Primero de Bachillerato, 2015/2016