lunes, 11 de abril de 2016

Cuentos, Edgar Allan Poe

                                 La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall

  Según los informes que llegan de Rotterdam, esta ciudad parece hallarse en alto grado de excitación intelectual. Han ocurrido allí fenómenos tan inesperados, tan novedosos, tan diferentes de las opiniones ordinarias, que no cabe duda de que a esta altura toda Europa debe estar revolucionada, la física conmovida, y la astronomía dándose de puñadas.
   Parece ser que el día... de... (ignoro la fecha exacta), una vasta multitud se había reunido, por razones que no se mencionan, en la gran plaza de la Bolsa de la muy ordenada ciudad de Rotterdam. La temperatura era excesivamente tibia para la estación y apenas se movía una hoja; la multitud no perdía su buen humor por el hecho de recibir algún amistoso chaparrón de cuando en cuando, proveniente de las enormes nubes blancas profusamente suspendidas en la bóveda azul del firmamento. Hacía melodía, sin embargo, se advirtió una notable agitación entre los presentes; restalló el parloteo de diez mil lenguas; un segundo más tarde, diez mil caras estaban vueltas hacia el cielo, diez mil pipas caían simultáneamente de la comisura de diez bocas, y un grito sólo comparable al rugido del Niágara resonaba larga, poderosa y furiosamente a través de la ciudad y los alrededores de Rotterdam.
   No tardó en descubrirse la razón  de este alboroto. Por detrás de la enorme masa de una de las nubes perfectamente delineadas que ya hemos mencionado, vióse surgir con toda claridad, en un espacio abierto de cielo azul, una sustancia extraña, heterogénea pero aparentemente sólida, de forma tan singular, de composición tan caprichosa, que escapaba por completo a la comprensión, aunque no a la admiración de la muchedumbre de robustos burgueses que desde abajo la contemplaban boquiabiertos.
  ¿Que podía ser? En nombre de todos los diablos de Rotterdam, ¿qué pronosticaba aquella aparición? Nadie lo sabía


        Edgar Allan Poe, Cuentos, Madrid, Alianza, 1983, 521.
        Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, Primero de Bachillerato, 2015/2016

La obra, Émile Zola

-¡Ah!, nosotros, ¿ves?, amigo, nos hemos librado.
     Entonces le asaltaron otros recuerdos que hacían latir aceleradamente sus corazones, los bonitos días al aire libre y a pleno sol que habían vivido allí, fuera del colegio. Desde pequeños, a partir de sexto, los tres inseparables habían sentido pasión por las largas caminatas. Aprovechando la menor oportunidad, se iban a hacer lenguas, más enardecidos a medida que crecían, hasta que acabaron por recorrer la región entera, y eran unos viajes que duraban a menudo varios días. Y se acostaban a la buena de Dios por el camino, en la concavidad de una roca o en una empedrada cálida aún, donde la paja de trigo trillado les hacían de blanda yacija, en alguna casa de labor abandonada, cuyo suelo enladrillado recubrían con un lecho de tomillo y de lavanda. Eran huidas lejos el mundo, una absorción instintiva en el seno de la buena Madre Naturaleza, una adoración irracional de chiquillos por los árboles, las aguas, los montes, por aquella alegría sin límites de estar solos y de ser libres.
     Dubuche, que era interno, no se unían a los otros dos más que por vacaciones. Tenía, por lo demás, las piernas pesadas, la carne adormecida del buen empollón. Pero Claude y Sandoz eran infatigables, iban cada domingo a despertarse a las cuatro de la noche lanzándose piedras en las persianas. En verano, sobre todo, soñaban con la Viorne, el torrente cuyo delgado hilo de agua baña las praderas bajas de Plassans. Contaban apenas doce años y ya sabían nadar; y era apasionante chapotear en el fondo de los pozos, donde se remansaba el agua, pasar allí días enteros, completamente desnudos, secándose en la abrasadora arena para volver a zambullirse a continuación, vivir en el río, tumbados de espaldas o boca abajo, rebuscando entre las hierbas de las orillas, hundiéndose en él hasta las orejas y acechando durante horas los escondites de las anguilas. Aquel continuo baño de agua pura que les templaba a plena luz del día prolongaba su infancia, provocaba sus frescas risas de pilluelos que hacen novillos, cuando, vueltos ya unos jóvenes más formales, volvía, a la ciudad con el molesto calor abrasador de las noches de julio. Luego, andando el tiempo, se aficionaron a la caza, pero a la caza tal como se practica en aquella región sin caza, seis leguas hechas para matar media docena de papafigos, temibles expediciones de las que regresaba a menudo con el morral vacío, con algún murciélago imprudente abatido a la entrada del arrabal cuando descargaban sus escopetas. Sus ojos se humedecían al simple recuerdo de aquellas caminatas interminables: volvían a ver los blancos caminos, hasta el infinito, cubiertos de una capa de polvo, como si de una densa nevada se tratase: los seguían siempre sin descanso, felices de oír crujir sus zapatones, luego atajaban a campo traviesa por unas tierras rojas, ferruginosas, donde seguían siempre adelante; y con un cielo plomizo, sin una sombra, sólo los olivos enanos y almendros de ralo follaje; y, en cada recodo, la delicioso modorra provocada por el cansancio, la fanfarronada triunfal de haber caminado más incluso que la vez anterior, el gusto de sentirse llevar y de avanzar sólo simple inercia, dándose ánimos con alguna terrible canción de soldado que les acunaba como desde el fondo de un sueño.


            Émile Zola, La obra, Barcelona, Penguin Clásicos, ed. 20, 2007, pág 88
            Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016

El escarabajo de oro, Edgar Allan Poe

  Acompañé a mi amigo, con el corazón apesadumbrado. A cosa de las cuatro nos pusimos en el camino Legrand, Júpiter, el perro y yo. Júpiter cogió la guadaña y las azadas. Insistió en cargar con todo ello, más bien me pareció por temor a dejar una de aquellas herramientas en manos de su amo que por un exceso de celo o de complacencia. Mostraba un humor de perros, y estas palabras, «condenado escarabajo», fueron las únicas que se escaparon de sus labios durante el viaje. Por mi parte, estaba encargado de un par de linternas, mientras Legrand se había contentado con el scarabaemus, que llevaba atado al extremo de un trozo de cuerda; lo hacía girar de un lado para otro, con un aire de nigromante, mientras caminaba. Cuando observaba yo aquel último y supremo síntoma del trastorno mental de mi amigo, no podía apenas contener las lágrimas. Pensé, no obstante, que era preferible acceder a su fantasía, al menos por el momento, hasta que pudiese yo adoptar algunas medidas más energéticas con una probabilidad de éxito. Entre tanto, intenté, aunque en vano, sondearle respecto al objeto de la expedición. Habiendo conseguido inducirme a que le acompañase, parecía mal dispuesto a entablar conversación sobre un tema de tan poca importancia, y a todas mis preguntas no les concedía otra respuesta que un «ya veremos».
   Atravesamos en una barca la ensenada en la punta de la isla, y trepando por los altos terrenos de la orilla del continente, seguimos la dirección noroeste, a través de una región sumamente salvaje y desolada, en la que no se veía rastro de un pie humano. Legrand avanzaba con decisión, deteniéndose solamente algunos instantes, aquí y allá, para consultar ciertas señales que debía de haber dejado él mismo en una ocasión anterior.
  Caminamos así cerca de dos horas, e iba a ponerse el sol, cuando entramos en una región infinitamente más triste que todo lo que habíamos visto antes. Era una especie de meseta cercana a la cumbre de una colina casi inaccesible, cubierta de espesa arboleda desde la base a la cima y sembrada de enormes bloques de piedra que parecían esparcidos en mezcolanza sobre el suelo, como si muchos de ellos se hubieran precipitado a los valles inferiores sin la contención de los árboles en que se apoyaban. Profundos barrancos, que se abrían en varias direcciones, daban un aspecto más lúgubre al paisaje.
  La plataforma natural sobre la cual habíamos trepado estaba tan repleta de zarzas, que nos dimos cuenta muy pronto que sin la guadaña nos hubiera sido imposible abrirnos paso. Júpiter, por orden de su amo, se dedicó a despejar el camino hasta el pie de un enorme tulípero que se alzaba, entre ocho o diez robles, sobre la plataforma, y que los sobrepasaba a todos, así como a los árboles que había yo visto hasta entonces, por la belleza de su follaje y la majestad general de su aspecto. Cuando hubimos llegado a aquel árbol, Legrand se volvió hacia Júpiter y le preguntó si se creía capaz de trepar por él.

Edgar Allan Poe, El escarabajo de oro y otros cuentos, Madrid, Anaya, 1990, pág. 47-49. 
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.