lunes, 22 de febrero de 2016

El capitán de Polestar

      Seguimos rodeados de enormes campos de hielo. El que se extiende hacia el norte de nosotros, y al que está aferrada nuestra ancla de hielos, no puede tener una superficie menor que un condado de Inglaterra.

Pelo de zanahoria, Jules Renard

                                                      EL DÍA DE AÑO NUEVO

       Nieva. Para que sea un buen día de año nuevo, tiene que nevar.
       La señora Lepic ha dejado prudentemente la puerta del patio con el cerrojo echado. Unos chiquillos están ya moviendo el pestillo, golpean abajo, primero discretos, luego hostiles, con los zuecos, y, cansados de esperar, se alejan andando hacia atrás, las miradas todavía en la ventana desde la que los acecha la señora Lepic. El ruido de sus pasos se ahogan en la nieve.
       Pelo de Zanahoria salta de la cama, va a lavarse, sin jabón, en el pilón del jardín. Está congelado. Tiene que romper el hielo, y este primer ejercicio expande por todo su cuerpo un calor más sano que el de las estufas. Pero finge mojarse la cara, y, como siempre le dicen que está sucio, aunque se haya aseado a conciencia, sólo se quita los más gordo.
       Listo y fresco para la ceremonia, se coloca detrás de su hermano mayor Félix, que está detrás de su hermana Ernestine, la mayor de los tres. Todos entran en la cocina. El señor y la señora Lepic acaban de reunirse allí, sin que lo parezca.
       La hermana Ernestine les da un beso y les dice:
          -Buenos días papá, buenos días mamá, os deseo un feliz año nuevo, mucha salud y el paraíso al final de vuestros días.
       El hermano mayor Félix dice lo mismo, muy rápido, corriendo al final de la frase, y los besa del mismo modo.
       Pero Pelo de Zanahoria saca una carta de la gorra. Se lee el sobre cerrado: «A mis queridos dos padres.» No lleva la dirección. Un pájaro de una especie rara, rica en colores, sale como una flecha en una esquina.
       Pelo de Zanahoria se la entrega a la señora Lepic, que la abre. Flores abiertas adornan por doquier la hoja de papel, y tanta puntilla la rodea que a menudo la pluma de Pelo de Zanahoria ha caído a los agujeros, salpicando la palabra contigua.
             El señor Lepic: ¡Y yo, no tengo nada!
             Pelo de Zanahoria: Es para los dos; mamá te la dejará.
             El señor Lepic: Así que la quieres más a tu madre que a mí. Entonces, ¡regístrate, para ver si esta moneda nueva de diez céntimos está en tu bolsillo!
             Pelo de Zanahoria: Ten un poco de paciencia, mamá ya acaba.
             La señora Lepic: Tienes estilo, pero una caligrafía tan mala que no puedo leer.
                      -Toma papá- dice Pelo de Zanahoria con impaciencia-, te toca ahora.
        Mientras Pelo de Zanahoria, poniéndose derecho, espera la respuesta, el señor Lepic lee la carta una vez, dos veces, la examina muy despacio, según su costumbre, hace «¡Ah, Ah!» y la deja encima de la mesa.
        Ya no sirve para nada, cuando se acaba el efecto producido. Pertenece a todos. Cualquiera puede ver, tocar. La hermana Ernestine y el hermano mayor Félix la cogen a su vez y buscan en ellas faltas de ortografía. Aquí Pelo de Zanahoria debió de cambiar de pluma, se lee mejor. Luego se la devuelven.


              Jules Renard, Pelo de Zanahoria, Madrid, Akal, ed. 4,  2002, páginas 100-101-102
              Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, curso 2015-2016

Diez negritos, Agatha Christie

VII

     Blore fue el primero en recobrarse.
     Perdone, Rogers -se disculpó-, pero hemos oído a alguien que se movía por este cuarto y hemos creído que...
     Rogers le interrumpió.
     Les ruego que me perdonen, señores. -Tenía la mirada fija en el médico-. Estaba recogiendo mis cosas; he pensado que ustedes no tendrían ningún inconveniente en que duerma en una de las habitaciones que hay libres en el piso de abajo, en la más pequeña.
      Por supuesto... -respondió Armstrong-. Instálese a su comodidad, Rogers.
     Rogers evitó mirar el cuerpo que estaba sobre la cama tapado con una sábana.
     Gracias, señor.
     El criado salió de la estancia, llevándose sus ropas, y bajó al primer piso.
     El doctor Armstrong se dirigió hacia la cama, levantó la sábana y examinó el semblante apacible de la muerta. El miedo había desaparecido para dar lugar a la tranquilidad de la nada.
     ¡Qué lástima que no tenga mi instrumental aquí! Me hubiese gustado saber de qué veneno se trataba -se volvió hacia los otros dos-. Acabemos con esto. Tengo la impresión de que no encontraremos nada.
     Blore se afanaba con los cerrojos de la trampilla que comunicaba con el desván.
     Ese tipo se desliza como una sombra. Hace sólo un par de minutos que estaba en el jardín y ninguno de nosotros lo ha oído subir -hizo observar Blore.
     Por eso sin duda hemos creído que había algo extraño en esta habitación -respondió Lombard.
     Blore desapareció en la oscuridad del desván. Lombard sacó una linterna del bolsillo y le siguió. 
     Cinco minutos después los tres se encontraban en un rellano de la escalera. Llenos de polvo y telarañas, una profunda decepción se leía en sus semblantes.
     ¡No había nadie más en toda la isla que ellos ocho!

Agatha Christie, Diez negritos, Barcelona, Editorial Molino, colección Agatha Christie, 1940, págs. 121-122.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez, Primero de Bachillerato, curso 2015-16.

Frankenstein, Mary Shelley

     Yo admiraba las figuras perfectas de mis vecinos: su gracia, su belleza y su piel delicada; ¡pero cómo me horroricé al verme reflejado en la charca transparente! Al principio retrocedí aterrado, incapaz de creer que era yo, efectivamente, quien se reflejaba en aquel espejo; y cundo logré convencerme de que era el monstruo que soy, me embargaron los más dolorosos sentimientos de desaliento y mortificación. ¡Ay!, aún no conocía enteramente los fatales efectos de esta desdichada deformidad.
     Cuando el sol se hizo más cálido y la luz del día más larga, la nieve desapareció, y los árboles desnudos y la tierra negra volvieron a aparecer. A partir de entonces, Félix estuvo más ocupado, y los patéticos signos del hambre desaparecieron. Su alimentación, como descubrí más tarde, era tosca, pero sana y suficiente. En el huerto brotaron varias clases de plantas nuevas que ellos cultivaban; y estos signos de bienestar fueron aumentando, a medida que avanzaba la estación.
     El anciano, apoyándose en su hijo, salía a pasear a mediodía cuando no llovía, como averigüé que se decía cuando los cielos derramaban agua. Esto ocurría con frecuencia, hasta que fuertes vientos secaron la tierra, y la estación se volvió mucho más agradable.
     Mi vida en el cobertizo era siempre la misma. Por las mañanas observaba los movimientos de los moradores de la casa, y cuando acudían a sus diversas tareas me echaba a dormir; el resto del día lo pasaba observando a mis amigos. Cuando ellos se retiraban a descansar, si había luna o la noche era estrellada, me internaba en el bosque y recogí comida para mí y leña para la casa. Al regresar, y siempre que era necesario, les limpiaba el sendero y realizaba algunos menesteres que había visto hacer a Félix. Después descubrí que les tenían muy asombrados estas tareas que efectuaban unas manos invisibles; una o dos veces les oí pronunciar, a propósito de esto, las palabras espíritus benévolos y prodigio, aunque no entendí el significado de estos términos.
     Mis pensamientos se habían vuelto ahora más activos, y ansiaba descubrir los motivos y sentimientos de estas criaturas encantadoras; quería saber por qué Félix parecía tan desgraciado, y Agatha tan triste. Pensé (¡pobre infeliz!) que quizá estaba en mi mano devolver la felicidad a esta gente digna de toda estima. Cuando dormía o me ausentaba, las figuras del venerable padre ciego, de la dulce Agatha y del excelente Félix fluctuaban ante mí. Los miraba como seres superiores y árbitros de mi futuro destino. Trataba de imaginarme, de mil maneras distintas, el modo en que me presentaría ante ellos y el recibimiento que me brindarían. Imaginaba que al principio les repugnaría mi presencia, hasta que, por mi actitud afable y mis palabras conciliadoras, ganase primero su favor, y después su afecto.

Mary Shelley, Frankestein, Barcelona, Vicens Vives, Aula de Literatura, 2006, págs. 149-140. Seleccionado por Paula Ginarte Pérez, Primero de Bachillerato, curso 2015-16.