lunes, 14 de marzo de 2016

La llamada de lo salvaje, Jack London

                                                              Capítulo V
                                       El Trabajo Agotador Del Tiro y De Las Pisas
 A los treinta días de haber abandonado Dawson, el correo de Salt Water, con Buck y sus compañeros al frente, llegó a Skaguay. Se encontraban en un estado lamentable, rendidos y agotados. Los sesenta y tres kilos que solía pesar Buck habían quedado reducidos a cincuenta y dos. Sus compañeros, aunque eran más pequeños que él, habían perdido relativamente más peso. Pike, el haragán, que en su vida llena de engaños a menudo había fingido que tenía una pata herida, cojeaba ahora de veras. Sol-leks también cojeaba, y Dub tenía la paletilla dislocada.
 Todos tenían los pies terriblemente lastimados, y habían perdido toda su elasticidad y su resistencia. Sus patas caían pesadamente sobre el camino, sacudiéndoles el cuerpo entero y duplicando, por tanto, el cansancio de cada viaje.
 No les ocurrirá nada, sólo que estaban muertos de cansancio.
 No era profundo cansancio que aparece tras un esfuerzo breve y desmesurado, del que te recuperas en cuestión de horas, sino el profundo cansancio que aparece tras el agotamiento lento y prolongado de las fuerzas a lo largo de varios meses de arduo trabajo. Ya no tenían capacidad de recuperación, ni fuerzas de reserva a las que recurrir. Las habían agotado todas, hasta la última gota. Cada uno de sus músculos, de sus nervios, de sus células, estaban cansados, profundamente cansados. Y con razón. En menos de cinco meses habían recorrido cuatro mil kilómetros, y en los últimos tres mil sólo habían disfrutado de cinco días de descanso.
 Cuando llegaron a Skaguay, parecían en las últimas. Apenas podían mantener las riendas tirantes Y, cuando iban cuesta abajo, les costaba trabajo evitar que el trineo los atropellase.

Jack London, La llamada de lo salvaje, Barcelona, vicens vives, 1988, 154.
Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez , Bachillerato. Curso 2015/16

Nuestra Señora de París, Victor Hugo

IV
EL PERRO Y EL DUEÑO

     Existía sin embargo un ser humano hacia el que Quasimodo no manifestaba el odio y la maldad que sentía para con los otros y a quien amaba, quizás tanto, como a su catedral; era Claude Frollo.
La razón era muy sencilla; Claude Frollo le había recogido, le había adoptado, le había alimentado y le había criado. De pequeñito venía a refugiarse entre las piernas de Claude Frollo cuando los perros y los niños le perseguían ladrando. Claude Frollo le había enseñado a hablar, a leer y a escribir y haberle dado, en fin, la gran campana en matrimonio era como entregar Julieta a Romeo.
     Por todo ello el agradecimiento de Quasimodo era profundo, apasionado, sin límites y aunque el rostro de su padre adoptivo fuese con demasiada frecuencia hosco y severo, aunque sus palabras fuesen habitualmente escasas, duras e imperativas, nunca aquella gratitud se había desmentido y el archidiácono tenía en Quasimodo al esclavo más sumiso, al criado más dócil y al guardián más vigilante. Cuando el desdichado campanero se quedó sordo se había establecido entre él y Claude Frollo un misterioso lenguaje de signos que sólo ellos dos comprendían, así que el archidiácono era el único ser humano con quien Quasimodo podía comunicarse. Sólo dos cosas había en este mundo con las que Quasimodo tuviera relación: Nuestra Señora y Claude Frollo.
     Nada se podía comparar a la autoridad del archidiácono para con el campanero si no eran la dependencia del campanero para con el archidiácono. No habría sido necesaria más que una señal de Claude y la convicción de que aquello iba a agradarle para que Quasimodo se precipitara desde lo más alto de las torres de Nuestra Señora. Era algo admirable el ver que toda aquella fuerza física, tan extraordinariamente desarrollada por Quasimodo, se sometiera ciegamente a la disposición de otra persona; había en aquel hecho una devoción filial y una sumisión servil y también la fascinación de un espíritu para con otro. Se trataba de un torpe, pobre y burdo organismo que se mantenía con la cabeza baja y los ojos suplicantes, sometido a una inteligencia elevada y profunda, dominante y muy superior; existía agradecimiento por encima de todo.
     Agradecimiento llevado a límites tan extremos que no sabríamos con qué compararlo pues esta virtud no es de las que cuenten con muchos ejemplos entre los hombres, así que diremos que Quasimodo amaba al archidiácono como jamás perro alguno o elefante o caballo haya amado a su dueño.

Victor Hugo, Nuestra Señora de París, Madrid, Ediciones Cátedra, Colección Letras Universales, 1985, pág. 190-191.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carroll

V

EL CONSEJO DE UNA ORUGA



     La Oruga y Alicia se miraron durante un rato en silencio: por último, la Oruga se quitó el narguile de la boca, y le habló con voz lánguida y soñolienta.
     ¿Quién eres ? -dijo la Oruga.

     No era ésta una forma alentadora de iniciar una conversación. Alicia replicó con cierta timidez: «Pues... pues creo que en este momento no lo sé, señora...sí sé quién era cuando me levanté esta mañana; pero he debido de cambiar varias veces desde entonces».

     ¿Qué quieres decir? -dijo la Oruga con severidad-. ¡Explícate!
     Me temo que no me puedo explicar, señora -dijo Alicia-; porque, como ve, no soy yo misma.
     Pues no lo veo -dijo la Oruga.
     Me temo que no se lo puedo explicar con más claridad -replicó Alicia muy cortésmente-; porque para empezar, yo misma no consigo entenderlo; y el cambiar de tamaño tantas veces en un día es muy desconcertante.
    No lo es -dijo la Oruga.
    Bueno, quizás no lo encuentre usted desconcertante -dijo Alicia-; pero cuando se convierta en crisálida, como le ocurrirá algún día, y después en mariposa, creo que le parecerá un poquito raro, ¿no?
    De ninguna manera -dijo la Oruga.
   Bueno, tal vez sus sensaciones sean diferentes -dijo Alicia-; lo que sí puedo decirle es que yo me sentiría muy rara.
    ¡Tú! -dijo la Oruga con desprecio -. ¿Quién eres ?
     Lo que les devolvió al principio de la conversación. Alicia se sintió un poco irritada ante los comentarios tan secos de la Oruga; así que se acercó y dijo muy seria:
    Creo que debería decirme quién es usted, primero.
    ¿Por qué? -dijo la Oruga.
     Ésta era otra pregunta desconcertante; y como a Alicia no se le ocurrió una buena razón, y la Oruga parecía estar de muy mal talante, dio media vuelta.


Lewis Carroll, Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, Yuncos (Toledo), Ediciones Akal, S.A.; Colección Akal Literaturas, 2005, pág. 131-132. 
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.