Un extremo de la gran cuadra estaba hasta los topes de heno nuevo, y sobre el montón colgaba el aparejo de cuatro ganchos suspendido de su polea. El heno bajaba como la ladera de una montaña hasta el otro extremo, donde había un espacio llano hasta ahora sin cubrir con la nueva cosecha. A los lados estaban los pesebres, y entre sus tablas se podían distinguir las cabezas de los caballos.
Era domingo por la tarde. Los caballos, en descanso, mordisqueaban los manojos de heno que les quedaban, pateaban, mordían la madera del pesebre y hacían sonar las cadenas de los ronzales. El sol entraba a franjas por las grietas de la cuadra y proyectaba rayas de de luz en el heno. Había un zumbido de moscas en el aire: el bordoneo perezoso de la tarde.
Del exterior llegaban los golpes metálicos de las herraduras contra el clavo del juego y los gritos de los hombres tirando, animando, abucheando. Pero en la cuadra había silencio y bordoneo y pereza y calor.
Sólo Lennie estaba allí; y Lennie se hallaba sentado en el heno junto a un cajón de embalar debajo de un pesebre, en el extremo de la cuadra que no habían llenado de heno. Lennie, sentado en la yerba, contemplaba un cachorrillo muerto que yacía delante de él. Lo estuvo mirando largamente; después alargó su manzana y empezó a acariciarlo; lo acariciaba todo entero, de la cabeza al rabo.
-¿Por qué te has muerto? -le dijo al cachorrillo-. No eres como un ratón de pequeño. No te he dado con fuerza -levantó la cabeza del animalito y lo miró a la cara; y añadió-: Ahora George no me va a dejar cuidar los conejos, si se entera de que te has muerto.
Hizo un hoyito, lo depositó en él, y lo cubrió con heno para que no lo vieran; pero siguió mirando el montoncito que acababa de hacer. Dijo:
-Esto no es una trastada para ir a esconderme en la maleza. ¡Ni hablar! Le diré a George que lo he encontrado muerto.
Desenterró el cachorrito, lo examinó, y lo acarició de las orejas a la cola. Y prosiguió pesaroso:
-Pero se enterará. George siempre se entera. Dirá «Has sido tú. No intentes engañarme». Y luego dirá: «¡Ahora, por haberlo hecho, no cuidarás los conejos!»
John Steinbeck, De ratones y hombres, Barcelona, Vicens Vives, 1994, pág 88, Selecionado por Coral García Domínguez, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.