lunes, 17 de marzo de 2014

Las aventuras de Huckleberry Finn, Mark Twain

CAPÍTULO X

       Después del desayuno, yo quería hablar del muerto y hacer conjeturas sobre como lo habrían matado, pero Jim no quiso. Dijo que eso podría traer mala suerte y que además podría aparecérsenos y espantarnos, porque el espíritu de un hombre que no había recibido sepultura tenía más posibilidades de levantarse y rondar a la gente que el de uno que estuviera bien plantado en tierra y confortable. Parecía bastante lógico, de forma que no volví a hablar del asunto. Pero no podía evitar el seguir pensando en ello, y me hubiera saber quién lo había matado y por qué lo habría hecho.
       Registramos a fondo las prendas que habíamos encontrado y dimos con una bolsita que iba cosida en el forro de un desgastado abrigo de lana y que contenía ocho dólares en monedas de plata. Jim dijo que lo más seguro era que los habitantes de aquella casa hubieran robado aquel abrigo, porque de haber sabido que en él había tanto dinero no lo habrían dejado. Yo le dije que me imaginaba que habían sido ellos los que habían matado a aquel hombre, pero Jim no quiso hablar del asunto.
       -Dices que trae mala suerte hablar de eso -le dije-, ¿pero te acuerdas de lo que me dijiste anteayer cuando cojí la piel de serpiente allá arriba? Pues me dijiste que eso de tocar una piel con las manos era el peor presagio de mala suerte. ¡Y mira tú la mala suerte que nos ha traído! Hemos arramblao con todo esto, y encima tenemos ocho dólares en monedas de plata. ¡Ojalá que sigamos teniendo una mala suerte como ésta, Jim!
       -Na, chico, como quiera. Pero ándate con cuidado porque, ejtá ar caé. Te lo digo yo que ejtá ar caé.
       Y, efectivamente, la mala suerte nos cayó encima. Era un martes cuando teníamos esta conversación. Pues bien, el viernes, después de la cena, estábamos tumbados en la hierba, en la parte superior de la colina, y nos dimos cuenta de que se nos habíaacabado el tabaco. Fui a buscarlo a la caverna y allí me encontré una serpiente cascabel. La maté, y luego, para gastarle una broma a Jim, la enrosqué al pie de su manta. Pensé que sería divertido ver la cara que pondría Jim cuando se la encontrara allí. Pero cuando llegó la noche, me había olvidado por completo de la serpiente; y al tumbarse Jim sobre la manta mientras yo encendía una vela, la pareja de la serpiente muerta estaba allí, y lo mordió.
       Dio un brinco gritando, y lo primero que vimos a la luz de la vela fue el reptil enroscándose, dispuesto a una nueva embestida. Agarré un palo, y en un segundo la dejé fuera de combate, mientras tanto Jim agarró la garrafa de whisky de papá, y empezó a echársela al coleto. Iba descalzo, y la serpiente lo había mordido en el mismo talón. Todo había ocurrido por ser yo tan imbécil y no cordarme que siempre que se mata a una serpiente, la compañera acude en seguida a enroscarse al lado del cadáver. Jim me dijo que cortara la cabeza de la culebra y la tirara lejos, y luego que le quitara la piel y le asara un pedazo. Así lo hice, y se comió el pedazo asado diciendo que eso le ayudaría a curarse. Me hizo también sacar los cascabeles y atárselos a las muñecas. Dijo que eso le alviaba. Entonces yo me deslicé quedamente, cogí las dos serpientes y las arrojé bien lejos entre los matojos; porque quería evitar, en la medida de lo posible, que Jim se enterara de que lo sucedido había sido culpa mía.
       Jim siguió empinando el codo, y de vez en cuando perdía la cabeza y se echaba al suelo y se ponía a gritar y a revolcarse; pero cuando volvía en sí se agarraba de nuevo a la garrafa, y a beber. Pero poco a poco la bebida fue haciendo su efecto y yo pensé que ya estaba mejor: de cualquier forma, prefiero que me muerda una serpiente a que me agarre el whisky de papá.

Las aventuras de huckleberry finn, Mark Twain. Capítulo décimo, pags 73 y 74. Editorial: Magisterio español, Madrid, 1976. Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín. Curso: Segundo de bachillerato, 2013-2014.

Nuestra Señora de París, Victor Hugo.

      Quasimodo


      En un abrir y cerrar de ojos todo quedó dispuesto para poner en práctica la idea de Coppenole. Burgueses, estudiantes y curiales se habían puesto a trabajar. La pequeña capilla situada frente a la mesa de mármol fue escogida como escenario para las muecas. Se rompió un cristal rosetón de encima de la puerta, dejando libre un círculo de piedra que serviría para que por él asomaran la cabeza los concursantes. Para llegar a él bastaba con encaramarse a un par de toneles que salieron no sé de dónde y que se pusieron uno sobre el otro en equilibrio inestable. Se decidió que cada candidato, hombre o mujer (ya que también se podía elegir una papisa) a fin de que la impresión de su mueca quedase inédita y completa, debía cubrirse el rostro y permanecer oculto en la capilla hasta el momento de hacer su aparición. En menos que canta un gallo la capilla quedó llena de concursantes, tras los cuales se cerró la puerta.
         Coppenole, desde su sitio, todo lo dirigía, todo lo arreglaba. Durante la algarabía, el cardenal, no menos desconcertado que Gringoire, pretextando tener que resolver algunos asuntos y asistir a las vísperas, se había retirado con su séquito, sin que la multitud que tanto se había excitado con su llegada, diera la menor importancia a su partida. Guillaume Rym fue el único que se dio cuenta de la retirada del cardenal. La atención pupular, lo mismo que el sol, proseguía su carrera; habiendo partido de una extremidad del salón, y después de haberse detenido algún tiempo en su centro, se hallaba ahora en el extremo opuesto. La mesa de mármol, el estrado de brocado habían tenido sus respectivos momentos; ahora le había llegado el turno a la capilla de Luis XI. Toda locura tenía ahora campo libre. Ya sólo quedaban los flamencos y la plebe.
        Empezaron las muecas. El primer rostro que asomó por el tragaluz con los párpados enrojecidos, la boca desmesuradamente abierta, como una gárgola, y la frente llena de arrugas, como las botas de los húsares del imperio, provocó tal estallido de carcajadas que Homero hubiera tomado a aquellos plebeyos por dioses del Olimpo. Pero aquel gran salón en nada se parecía al Olimpo y el pobre Júpiter de Gringoire lo sabía mejor que nadie. Vino la segunda, la tercera mueca, y otra y otra más, todas coreadas por risas y redoblado jolgorio. Había en aquel espectáculo yo no sé qué vértigo especial, yo no sé qué poder embriagante y fascinador del que sería difícil dar idea al lector de esta época y de estos salones. Imaginaos una serie de caras presentando sucesivamente todas,das las figuras geométricas,desde el triángulo al trapecio, desde el cono al poliedro; todas las expresiones humanas, desde la ira a la lujuria; todas las edades, desde las arrugas del recién nacido hasta las de la vieja moribunda; todas las fantasmagorías religiosas, desde las fauces al pico, desde el morro al hocico.



Victor Hugo, Nuestra señora de París, editorial Alianza Editorial, páginas 71-72.
 Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

Cuentos de navidad "La campana, cuento de duendes", Charles Dickens

       El tío de la niña le dijo que sí, y, saludándose apresuradamente, ambos cambiaron algunas palabras, resultado de las cuales fue que la señora Chickenstalker sacudió a Fern con ambas manos, saludó a Trotty dándole un beso en la mejilla, de todo corazón, y abrazó a la niña hacia su enorme pecho.
       -¡Will Fern! -dijo Trotty, tirándole del puño derecho-. ¿Es esta la amiga que estabas buscando?
       -¡Ay! -contestó, poniendo sus manos en los hombros de Trotty-. Y parece ser casi tan buena amiga, si ello fuera posible, como éste que he encontrado.
       -¡Oh! -dijo Trotty-. Pasen y vengan a tocar la música, por favor. ¿Serán tan amables?
       Música de la banda, de las campanas, de los instrumentos rústicos; todo a la vez; y mientras tanto, las campanas de la iglesia estaban aún muy ocupadas, en el exterior; y mientras las campanas de la iglesia sonaban, Trotty, dejando que iniciaran el baile Meg y Richard, invitó a la señora Chickenstalker a salir a bailar, y bailó con un estilo desconocido en él, antes o después de aquel día, basado en su propio trotecillo peculiar.
       ¿Había soñado Trotty? ¿O acaso sus alegrías y sus penas, y los actores de ellas, no fueron sino un sueño, y el narrador de esta historia otro soñador que ahora despierta? Si así fuera, lector, a quien el narrador recuerda en todas sus visiones, intenta recordar siempre las realidades vivas de donde proceden esas sombras, y en tu propio entorno -no hay entornos demasiado grandes ni demasiado pequeños para esos propósitos-, esfuérzate por corregirlas, mejorarlas y dulcificarlas. Y que así el nuevo año sea realmente para ti un año nuevo feliz, un año nuevo feliz también para tantos cuya felicidad de ti depende. Y que cada año sea mejor que el pasado y que ni el más miserable de nuestros hermanos y hermanas se vea privado de la parte que le toca de lo que el Creador de todos ha formado para que todos lo disfrutemos.



Charles Dickens, Cuentos de navidad. Las campanas, cuento de duendes; cuarta parte. Gaviota, Biblioteca Universal de Clásicos Juveniles, Madrid, 2005, página 188. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.

Fausto, Johann W. von Goethe


                                        La noche

                            (Un cuarto pequeño y aseado)


      Margarita.-(Arreglándose el cabello.) Daría cualquier cosa por saber quien era aquel caballero de esta mañana: su rostro y su porte indicaban claramente la nobleza de su estirpe. ¿Cómo, a no ser así, hubiese sido tan atrevido? (Entran Metitófeles y Fausto)
      Metitófeles.-Entrad, pero despacio; entrad.
      Fausto.-(Después de una pausa.) Te suplico que me dejes solo.
      Mefitófeles.-(Resgistrandolo todo.) No todas las jóvenes tienen su cuarto tan limpio.
      Fausto.-(Mirando entorno suyo.) Salud dulce crepúsculo que reinas en este santuario; embarga mi corazón, grata melancolia de amor que el perfume de la esperanza anima. ¡Todo respira aquí paz, orden y contento! ¡Cuánta abundancia en esta pobreza, cuánta dicha en este calabozo! (Se sienta en un sillón de cuero que hay junto a la cama.) ¡Recíbeme o tú, que has tenido los brazos siempre abiertos para coger a las pasadas generaciones. tanto en su dolor como en su alegría! ¡Cuántas veces los niños en tropel se habrían sorprendido entorno a este trono patriarcal! Acaso también mi amada habrá venido aquí más de una vez cuando niña de frescas y rosadas mejillas a besar la descarada mano del abuelo, no sin dirigir antes una mirada e inocencia y de candor a ese Cristo divino. Siento vagar en derredor, ¡oh hermosura niña!, ese espíritu de economía y de orden que te instruye cada día como una tierna madre que te inspira el modo como debe tenderse el tapete sobre la mesa y te indica hasta los átomo de polvo que vuelan por tu habitación. ¡Oh dulce mano parecida a la mano de los dioses! Tú conviertes es humilde recinto en celestial morada, allí... (Alza una colgadura del lecho.) ¡Qué delirio se apodera de mi! Quisiera estar aquí horas enteras sin notar la duración del tiempo; allí fue, ¡ oh naturaleza!, donde en dulces sueños completastes a aquel ángel ; allí donde reposa aquella niña, cuyo tierno seno palpita de calor y de vida ; allí donde una pura y santa actividad se desenvolvió la imagen de los dios. Y a ti, ¿quién te ha conducido a ti? ¡Cuán profunda es la emoción que siento! ¿por qué de tal modo se me oprime el corazón? ¡Miserable Fausto, ya no te conozco! Me hallo envuelto en una encantadora atmósfera. ¡Ávido buscaba los deleites, y ahora me pierdo en amorosos sueños! ¿Si seremos juguete de cada ráfaga que sople? Y si llegase ella a entrar en este instante, ¡cuál cara pagarías tu audacia! ¡Cuán pequeño seria y como desaparecería ante ella el gran hombre!
       Mefistófeles.-Date prisa, porque ya lo veo llegar.
       Fausto.-Alejémonos, pues no quiero volver de nuevo auí.
       Mefistófeles.-He aquí una cajita que pesa regularmente y que he recogido en cierto punto: me tedla en el armario y os juro que os hará perder el juicio. He puesto en ella varias chucherías para alcanzar una sola cosa. Bien lo sabéis: el niño siempre es niño, y un juego siempre es un juego.




Johann W. Goethe, Fausto, Primera parte, Biblioteca Edaf, Madrid, 1985, Páginas 95-96. Seleccionado por: Laura Tovar García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.






Germinal, Emile Zola


        En Jean-Bart, Catherine hacía una hora que trabajaba empujando las vagonetas hasta el relevo; y estaba empapada en tal cantidad de sudor que se detuvo un momento para secarse la cara.
En el fondo del corte, donde picaba en la vena con los compañeros del destajo, Chaval se extrañó cuando dejó de oír el ruido de las ruedas. Las lámparas quemaban mal y el polvo del carbón impedía ver.
-¿Qué pasa? -gritó.
Cuando ella le hubo respondido que iba a derretirse y que sentía que le estallaba el corazón, contestó furioso:
-Animal, haz lo mismo que nosotros, quítate la camisa.
Ocurría a setecientos ocho metros hacia el Norte, en la primera vía de la vena Désirée, separada por tres kilómetros del arranque. Cuando hablaban de esa zona del pozo los mineros de la región palidecían y bajaban la voz, como si hablasen del infierno; y la mayoría de las veces se contentaban con mover la cabeza, como hombres que preferían no hablar de aquellas profundidades de brasa ardiente. A medida que las galerías se hundían hacia el Norte, se acercaban al Tartaret, penetraban en el incendio interior que calentaba arriba las rocas. Los cortes, en el punto a que se había llegado, tenían una temperatura media de cuarenta y cinco grados. Se encontraban en plena ciudad maldita, en medio de las llamas que los transeúntes de la llanura veían por las fisuras, escupiendo azufre y vapores abominables.
Catherine, que ya se había quitado la chaqueta, vaciló primero y luego se quitó los calzones; con los brazos desnudos, la camisa ceñida a las caderas por una cuerda, como una blusa, volvió a empujar las vagonetas.



     Émile Zola, Germinal. Quinta parte, Alianza Editorial, Madrid, 2005, página 347.
     Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.