lunes, 17 de marzo de 2014

Nuestra Señora de París, Victor Hugo.

      Quasimodo


      En un abrir y cerrar de ojos todo quedó dispuesto para poner en práctica la idea de Coppenole. Burgueses, estudiantes y curiales se habían puesto a trabajar. La pequeña capilla situada frente a la mesa de mármol fue escogida como escenario para las muecas. Se rompió un cristal rosetón de encima de la puerta, dejando libre un círculo de piedra que serviría para que por él asomaran la cabeza los concursantes. Para llegar a él bastaba con encaramarse a un par de toneles que salieron no sé de dónde y que se pusieron uno sobre el otro en equilibrio inestable. Se decidió que cada candidato, hombre o mujer (ya que también se podía elegir una papisa) a fin de que la impresión de su mueca quedase inédita y completa, debía cubrirse el rostro y permanecer oculto en la capilla hasta el momento de hacer su aparición. En menos que canta un gallo la capilla quedó llena de concursantes, tras los cuales se cerró la puerta.
         Coppenole, desde su sitio, todo lo dirigía, todo lo arreglaba. Durante la algarabía, el cardenal, no menos desconcertado que Gringoire, pretextando tener que resolver algunos asuntos y asistir a las vísperas, se había retirado con su séquito, sin que la multitud que tanto se había excitado con su llegada, diera la menor importancia a su partida. Guillaume Rym fue el único que se dio cuenta de la retirada del cardenal. La atención pupular, lo mismo que el sol, proseguía su carrera; habiendo partido de una extremidad del salón, y después de haberse detenido algún tiempo en su centro, se hallaba ahora en el extremo opuesto. La mesa de mármol, el estrado de brocado habían tenido sus respectivos momentos; ahora le había llegado el turno a la capilla de Luis XI. Toda locura tenía ahora campo libre. Ya sólo quedaban los flamencos y la plebe.
        Empezaron las muecas. El primer rostro que asomó por el tragaluz con los párpados enrojecidos, la boca desmesuradamente abierta, como una gárgola, y la frente llena de arrugas, como las botas de los húsares del imperio, provocó tal estallido de carcajadas que Homero hubiera tomado a aquellos plebeyos por dioses del Olimpo. Pero aquel gran salón en nada se parecía al Olimpo y el pobre Júpiter de Gringoire lo sabía mejor que nadie. Vino la segunda, la tercera mueca, y otra y otra más, todas coreadas por risas y redoblado jolgorio. Había en aquel espectáculo yo no sé qué vértigo especial, yo no sé qué poder embriagante y fascinador del que sería difícil dar idea al lector de esta época y de estos salones. Imaginaos una serie de caras presentando sucesivamente todas,das las figuras geométricas,desde el triángulo al trapecio, desde el cono al poliedro; todas las expresiones humanas, desde la ira a la lujuria; todas las edades, desde las arrugas del recién nacido hasta las de la vieja moribunda; todas las fantasmagorías religiosas, desde las fauces al pico, desde el morro al hocico.



Victor Hugo, Nuestra señora de París, editorial Alianza Editorial, páginas 71-72.
 Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

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