lunes, 17 de marzo de 2014

Germinal, Emile Zola


        En Jean-Bart, Catherine hacía una hora que trabajaba empujando las vagonetas hasta el relevo; y estaba empapada en tal cantidad de sudor que se detuvo un momento para secarse la cara.
En el fondo del corte, donde picaba en la vena con los compañeros del destajo, Chaval se extrañó cuando dejó de oír el ruido de las ruedas. Las lámparas quemaban mal y el polvo del carbón impedía ver.
-¿Qué pasa? -gritó.
Cuando ella le hubo respondido que iba a derretirse y que sentía que le estallaba el corazón, contestó furioso:
-Animal, haz lo mismo que nosotros, quítate la camisa.
Ocurría a setecientos ocho metros hacia el Norte, en la primera vía de la vena Désirée, separada por tres kilómetros del arranque. Cuando hablaban de esa zona del pozo los mineros de la región palidecían y bajaban la voz, como si hablasen del infierno; y la mayoría de las veces se contentaban con mover la cabeza, como hombres que preferían no hablar de aquellas profundidades de brasa ardiente. A medida que las galerías se hundían hacia el Norte, se acercaban al Tartaret, penetraban en el incendio interior que calentaba arriba las rocas. Los cortes, en el punto a que se había llegado, tenían una temperatura media de cuarenta y cinco grados. Se encontraban en plena ciudad maldita, en medio de las llamas que los transeúntes de la llanura veían por las fisuras, escupiendo azufre y vapores abominables.
Catherine, que ya se había quitado la chaqueta, vaciló primero y luego se quitó los calzones; con los brazos desnudos, la camisa ceñida a las caderas por una cuerda, como una blusa, volvió a empujar las vagonetas.



     Émile Zola, Germinal. Quinta parte, Alianza Editorial, Madrid, 2005, página 347.
     Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.

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