En Jean-Bart, Catherine
hacía una hora que trabajaba empujando las vagonetas hasta el
relevo; y estaba empapada en tal cantidad de sudor que se detuvo un
momento para secarse la cara.
En el fondo del
corte, donde picaba en la vena con los compañeros del destajo,
Chaval se extrañó cuando dejó de oír el ruido de las ruedas. Las
lámparas quemaban mal y el polvo del carbón impedía ver.
-¿Qué pasa?
-gritó.
Cuando ella le
hubo respondido que iba a derretirse y que sentía que le estallaba
el corazón, contestó furioso:
-Animal, haz lo
mismo que nosotros, quítate la camisa.
Ocurría a
setecientos ocho metros hacia el Norte, en la primera vía de la vena
Désirée, separada por tres kilómetros del arranque. Cuando
hablaban de esa zona del pozo los mineros de la región palidecían y
bajaban la voz, como si hablasen del infierno; y la mayoría de las
veces se contentaban con mover la cabeza, como hombres que preferían
no hablar de aquellas profundidades de brasa ardiente. A medida que
las galerías se hundían hacia el Norte, se acercaban al Tartaret,
penetraban en el incendio interior que calentaba arriba las rocas.
Los cortes, en el punto a que se había llegado, tenían una
temperatura media de cuarenta y cinco grados. Se encontraban en plena
ciudad maldita, en medio de las llamas que los transeúntes de la
llanura veían por las fisuras, escupiendo azufre y vapores
abominables.
Catherine, que ya
se había quitado la chaqueta, vaciló primero y luego se quitó los
calzones; con los brazos desnudos, la camisa ceñida a las caderas
por una cuerda, como una blusa, volvió a empujar las vagonetas.
Émile Zola, Germinal. Quinta parte, Alianza Editorial, Madrid,
2005, página 347.
Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.
Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.
No hay comentarios:
Publicar un comentario