lunes, 24 de febrero de 2014

Leyendas del Cáucaso y de la Estepa, Alexandre Dumas

        Canción de cuna

     Sin hacerse idea de lo tarde que era ya, un día en que peleaba la pava colgada del brazo jardinero, el ama oyó que daban las doce. Y de pronto cayó en la cuenta de que había dejado solo al pequeño Hermann desde las siete de la tarde. Regresó al castillo de manera precipitada y, al amparo de la oscuridad, cruzó por el patio sin que nadie la viera. Llegó hasta la escalera y subió, sin dejar de mirar con inquietud a todos lados, sin hacer ruido al andar y sin apenas respirar, porque a falta de los reproches que no le hacían el conde, por su despreocupación, y la condesa, por su falta de cariño, su conciencia no dejaba de recordarle que censurable su negligencia. Sin embargo, se quedó mas tranquila cuando, al acercarse a la puerta de habitación, no oyó los gimoteos del  niño: probablemente, se habría quedado dormido de tanto llorar. Más tranquila, pues buscó la llave en su bolsillos, la introdujo con cuidado en la cerradura, la hizo girar muy lentamente y empujó la puerta con suavidad.
      Pero después de que la puerta cediera y ella paseara su mirada por la estancia, aquella malvada ama se puso lívida y se echó a temblar, porque sus ojos vieron algo que  resultaba incomprensible. A pesar de que, como ya hemos dicho, tuviera la llave en el bolsillo, llave de la que no existía ninguna copia, una mujer había entrado en la habitación durante su ausencia; una presencia femenina, pálida, taciturna y sombría, estaba de pie al lado del pequeño Hermann. Su mano mecía lentamente la cuna, mientras que de sus labios, blancos como el mármol, brotaba una canción que no había sido compuesta para voces humanas.





Alexandre Dumas, Leyenda del Cáucaso y de la Estepa, pág. 34-35. Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de Bachillerato, curso 2013-2014.

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