lunes, 24 de febrero de 2014

Nuestra señora de París, Victor Hugo.

                                                               V
                                      LA LLAVE DE LA PUERTA ROJA

       El archidiácono había llegado a enterarse por los rumores de la calle de qué forma se había salvado la egipcia y cuando lo confirmó no supo lo que sintió. Se había hecho a la idea de la muerte de Esmeralda y de esta manera vivía tranquilo pues había llegado a la sima más profunda del dolor. El corazón humano (dom Claude había meditado mucho sobre este tema) no puede aguantar más que un cierto grado de desesperación. Cuando la esponja está ya totalmente empapada, el mar puede cubrirla pero sin añadirle ni una lágrima más.
       Si la Esmeralda hubiera muerto, la esponja estaría empapada y ya todo estaría dicho para dom Claude en esta tierra. Pero al saberla viva, al igual que Febo, nuevamente volverían las torturas, las sacudidas, las alternativas; la vida en fin. Y Claude estaba harto de todo aquello.
       Así, pues, al confirmar la noticia, se encerró en su celda del claustro y no apareció ni en las conferencias capitulares ni en los oficios. Cerró la puerta a todos incluso al obispo y así quedó enclaustrado durante varias semanas. Le creyeron enfermo y así era, en efecto. ¿Qué hacía así encerrado? ¿Bajo qué pensamientos se debatía el infortunado? ¿Se estaba entregando a su última batalla, a su temible pasión? ¿Estaba elaborando un último plan de muerte para ella y de perdición para él? 
       Su Jehan, su adorado hermano, su niño mimado, llegó a su puerta en una ocasión y llamó y juró y suplicó y se identificó diez veces, pero Claude no abrió.



  Victor Hugo, Nuestra señora de París, ed. Cátedra, col. Letras Universales, Madrid, 1985, páginas 398-399. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

No hay comentarios:

Publicar un comentario