lunes, 16 de noviembre de 2015

La isla del tesoro, Robert L.Stevenson

El squire Trelawaney, el doctor Livesey y los demás me han encargado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, de cabo a rabo, sin dejar otra cosa en el tintero que la posición de la isla, y esto porque aún quedan allí riquezas que no han sido recogidas. Tomo, pues, la pluma en el año de gracia de 17..., y retrocedo hasta el tiempo en que mi padre era el dueño de la posada del Almirante Benbow, en que el viejo navegante, de moreno y curtido rostro cruzado por sablazo, se acomodó como húesped bajo nuestro techo.
Recuerdo como si fuera ayer el día en que llegó, con torpe andadura, a la puerta del albergue, y tras él, en una carretilla, su cofre de marinero. Era un hombretón alto, recio, pesado, muy bronceado; la coleta embreada le caía sobre los hombros de la casaca azul, cubierta de manchas; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con las uñas negras y rotas; y la cuchillada que cruzaba una de sus mejillas le había dejado un costurón lívido, de sucia blancura. Paréceme que lo estoy viendo mirar en torno de la ensenada, silbando entre dientes, y después tararear aquella antigua canción marinera, que tantas veces cantaría después:
                   ¡Quince hombres en el cofre del muerto,
                    Yo-jo-jó, y una botella de ron!
con aquella voz alta y cascada que parecía haber sido a un tiempo afinada y quebrada en las barras del cabrestante.
Después llamó a la puerta con una especie de bastón que llevaba, semejante a un espeque, y cuando acudió mi padre, pidió con tono destemplado un vaso de ron. Se lo trajeron y lo bebió pausadamente, como buen catador, paladeándolo sin prisa y sin dejar de mirar los acantilados y la enseñanza que colgaba sobre la puerta.
 -Buena caleta ésta -dijo por fin-, y la taberna está bien situada. ¿Mucha compañía por aquí jefe?
Mi padre le respondió que no: muy poca concurrencia, por desgracia.
 -Bueno, entonces aquí ehco el amarre. ¡Eh, colega!-gritó al que empujaba la carretilla-. Atraca aquí al costado y ayuda a subir el cofre. Me quedo aquí unos días-continuó-. Soy hombre llano: ron, tocino y huevos es todo lo que necesito, y aquel promontorio de allá arriba, para ver salir los barcos. ¿Que cómo me han de lamar? Llámenme capitán.
¡Ah! ya veo tras de lo que anda... ¡Ahí va!-y arrojó tres o cuatro monedas de oro en el umbral-. Ya me avisarán cuando me haya comido todo eso -dijo imperioso y altivo como un almirante.


Robert L.Stevenson,La Isla del tesoro, Barcelona, vicens vives, 1990, 270, seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez CURSO 2015-2016.

El sueño de una noche de verano, William Shakespeare

     PUCK.—Ahora ruge el león hambriento y aúlla el lobo a la luna, mientras ronca el cansado labrador abrumado por su ruda tarea. Ahora arden los tizones abandonados, mientras el búho, con agudo chillido, hace que el infeliz hundido en la congoja se acuerde del sudario. Ésta es la hora de la noche en que las tumbas se abren del todo para dejar salir a los espectros que se deslizan por los senderos del cementerio y de la iglesia; y nosotros, duendes y hadas, huimos de las presencia del sol, siguiendo las sombras como un sueño. ¡Qué alegría la nuestra en este instante! No habrá ni un ratón que perturbe este hogar. Enviáronme, escoba en mano, a barrer el polvo detrás de la puerta. (Entran Oberón, TItania y séquito.)
     OBERÓN. —Brillen alegres luces junto a la lumbre medio apagada. Y cada duende y hada salte tan ligero como el ave sobre los espinos. Y siguiéndome, bailen y canten alegremente.
     TITANIA.—Repetid primero esta canción acompañando cada palabra con melodioso trino. Y con gracia propia de hadas, mano a mano, cantemos y bendigamos este lugar.
     TODOS.—(Canta y bailan)
     OBERÓN.Ahora hasta rayar el día
                       habiten aquí las hadas,
                       y de las tres desposadas
                       bendigamos la mejor.
                       La prole que nazca de ella
                       será siempre venturosa;
                       cada pareja amorosa
                       siempre fiel será a su amor.
                       Ni mostrará tacha alguna
                       su descendencia lejana,
                       de todas las que importuna
                       la naturaleza da.
                       Con las gotas del rocío
                       consagremos esta casa,
                       donde a sus dueños escasa
                       nunca la dicha será.
                       Cantad y bailad ahora
                       hasta que raye la aurora. (Salen.)

  William Shakespeare, El sueño de una noche de verano, Madrid, Editorial EDAF, Colección Biblioteca EDAF, 1997, pág. 113-114.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

La metamorfosis, Franz Kafka

                  Cuando una mañana Gregor Samsa despertó de sus sueños intranquilos se encontró en su cama transformado en un enorme insecto. Estaba tumbado sobre su espalda, dura como un caparazón, y al levantar un poco la cabeza veía su vientre abombado, marrón, dividido por segmentos rígidos arqueados, sobre los cuales la manta, dispuesta a escurrirse del todo, apenas se podía mantener. Sus numerosas patas, penosamente delgadas en comparación con su cuerpo, vibraban desvalidas delante de sus ojos.
                  «¿Qué ha ocurrido conmigo?», pensó. Aquello no era un sueño. Su habitación, una habitación humana normal, tal vez un poco pequeña, seguía allí tranquilamente entre las cuatro paredes de siempre. Por encima de la mesa, sobre la que estaba extendido un muestrario de paños desempaquetado -Samsa era viajante-, colgaba el retrato que había recortado hacía poco de una revista y colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama que, provista de un sombrero de piel y una boa del mismo material, estaba sentada muy derecha alzando hacia el espectador un pesado manguito, también de piel, donde había desaparecido por completo su antebrazo.
                  La mirada de Gregor se dirigió entonces hacia la ventana, y el tiempo desapacible -se oían golpear gotas de lluvia sobre la chapa de la ventana- le puso muy melancólico. «¿Y si sigue durmiendo un rato y olvidase todas estas locuras?», pensó, pero eso era del todo imposible, pues estaba acostumbrado a dormir sobre su lado derecho y en su actual estado no podía adoptar esa postura. Por mucho que se esforzaba en echarse sobre su lado derecho, siempre volvía a caer de espaldas. Debió intentarlo cien veces, cerró los ojos para no tener que ver las patas agitadas y no desistió hasta que notó en el costado un dolor leve y sordo que nunca había sentido.


        Franz Kafka, La metamorfosis, Madrid, Acento, ed. 7, Club de los clásicos, página 5.
        Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

La vuelta al mundo en ochenta días, Jules Verne

     El artículo causó gran sensación. Casi todos los periódicos lo reprodujeron, y las acciones de Phileas Fogg bajaron singularmente.
     Durante los primeros días que siguieron su partida, se habían invertido, en efecto, grandes sumas sobre tan aleatoria empresa. Conocido es el mundo de las apuestas en Inglaterra, mundo más inteligente y notable que el del juego. La apuesta forma parte del temperamento inglés. Ello explica que no sólo los diversos miembros del Reform-Club cruzaran considerables apuestas por o contra Phileas Fogg como un caballo de carreras, en una especie de studbook. Se hizo también de él un valor bursátil, inmediatamente cotizado en la plaza de Londres. Se compraban y se vendían acciones de Phileas Fogg, al contado o con prima, y se hicieron beneficios enormes. Pero a los cinco días de su partida, a consecuencia del artículo del Boletín de la Sociedad de Geografía, comenzaron a afluir las ofertas y con ellas la baja de <>. Ofrecidos por paquetes, se comenzó a comprar a cinco primero, luego a diez, a veinte, a cincuenta y hasta a cien.
     Tan sólo le quedó un partidario, el viejo paralítico Lord Albermale. El noble gentlemen, clavado en su sillón, hubiera dado toda su fortuna por poder dar la vuelta al mundo, aunque fuera en diez años. Había apostado cinco mil libras a favor de Phileas Fogg. Cuando se le demostró la inanidad a la vez que la inutilidad del proyecto se limitó a responder: <>
     Los partidarios de Phileas Fogg iban rarificándose así  cada vez más. Todo el mundo, y no sin razón, iba alineándose contra él, hasta el punto de que las apuestas se situaban ya a ciento cincuenta y hasta a los doscientos contra uno. Tal era la situación, cuando, a los siete días de su partida, un hecho inesperado vino a reducir a cero <>.

  Jules Verne, La vuelta al mundo en ochenta días, Madrid, Alianza Editorial, Colección El libro de Bolsillo, 1997, pág. 57-58.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.