Cuando una mañana Gregor Samsa despertó de sus sueños intranquilos se encontró en su cama transformado en un enorme insecto. Estaba tumbado sobre su espalda, dura como un caparazón, y al levantar un poco la cabeza veía su vientre abombado, marrón, dividido por segmentos rígidos arqueados, sobre los cuales la manta, dispuesta a escurrirse del todo, apenas se podía mantener. Sus numerosas patas, penosamente delgadas en comparación con su cuerpo, vibraban desvalidas delante de sus ojos.
«¿Qué ha ocurrido conmigo?», pensó. Aquello no era un sueño. Su habitación, una habitación humana normal, tal vez un poco pequeña, seguía allí tranquilamente entre las cuatro paredes de siempre. Por encima de la mesa, sobre la que estaba extendido un muestrario de paños desempaquetado -Samsa era viajante-, colgaba el retrato que había recortado hacía poco de una revista y colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama que, provista de un sombrero de piel y una boa del mismo material, estaba sentada muy derecha alzando hacia el espectador un pesado manguito, también de piel, donde había desaparecido por completo su antebrazo.
La mirada de Gregor se dirigió entonces hacia la ventana, y el tiempo desapacible -se oían golpear gotas de lluvia sobre la chapa de la ventana- le puso muy melancólico. «¿Y si sigue durmiendo un rato y olvidase todas estas locuras?», pensó, pero eso era del todo imposible, pues estaba acostumbrado a dormir sobre su lado derecho y en su actual estado no podía adoptar esa postura. Por mucho que se esforzaba en echarse sobre su lado derecho, siempre volvía a caer de espaldas. Debió intentarlo cien veces, cerró los ojos para no tener que ver las patas agitadas y no desistió hasta que notó en el costado un dolor leve y sordo que nunca había sentido.
Franz Kafka, La metamorfosis, Madrid, Acento, ed. 7, Club de los clásicos, página 5.
Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.
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