El squire Trelawaney, el doctor Livesey y los demás me han encargado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, de cabo a rabo, sin dejar otra cosa en el tintero que la posición de la isla, y esto porque aún quedan allí riquezas que no han sido recogidas. Tomo, pues, la pluma en el año de gracia de 17..., y retrocedo hasta el tiempo en que mi padre era el dueño de la posada del Almirante Benbow, en que el viejo navegante, de moreno y curtido rostro cruzado por sablazo, se acomodó como húesped bajo nuestro techo.
Recuerdo como si fuera ayer el día en que llegó, con torpe andadura, a la puerta del albergue, y tras él, en una carretilla, su cofre de marinero. Era un hombretón alto, recio, pesado, muy bronceado; la coleta embreada le caía sobre los hombros de la casaca azul, cubierta de manchas; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con las uñas negras y rotas; y la cuchillada que cruzaba una de sus mejillas le había dejado un costurón lívido, de sucia blancura. Paréceme que lo estoy viendo mirar en torno de la ensenada, silbando entre dientes, y después tararear aquella antigua canción marinera, que tantas veces cantaría después:
¡Quince hombres en el cofre del muerto,
Yo-jo-jó, y una botella de ron!
con aquella voz alta y cascada que parecía haber sido a un tiempo afinada y quebrada en las barras del cabrestante.
Después llamó a la puerta con una especie de bastón que llevaba, semejante a un espeque, y cuando acudió mi padre, pidió con tono destemplado un vaso de ron. Se lo trajeron y lo bebió pausadamente, como buen catador, paladeándolo sin prisa y sin dejar de mirar los acantilados y la enseñanza que colgaba sobre la puerta.
-Buena caleta ésta -dijo por fin-, y la taberna está bien situada. ¿Mucha compañía por aquí jefe?
Mi padre le respondió que no: muy poca concurrencia, por desgracia.
-Bueno, entonces aquí ehco el amarre. ¡Eh, colega!-gritó al que empujaba la carretilla-. Atraca aquí al costado y ayuda a subir el cofre. Me quedo aquí unos días-continuó-. Soy hombre llano: ron, tocino y huevos es todo lo que necesito, y aquel promontorio de allá arriba, para ver salir los barcos. ¿Que cómo me han de lamar? Llámenme capitán.
¡Ah! ya veo tras de lo que anda... ¡Ahí va!-y arrojó tres o cuatro monedas de oro en el umbral-. Ya me avisarán cuando me haya comido todo eso -dijo imperioso y altivo como un almirante.
Robert L.Stevenson,La Isla del tesoro, Barcelona, vicens vives, 1990, 270, seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez CURSO 2015-2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario