lunes, 2 de marzo de 2015

Nana, Émile Zola

VII

     Tres meses después, un atardecer de diciembre, el conde Muffat paseaba por el Passage de Panoramas. El día era muy templado. Un chaparrón acababa de empujar hacia el pasaje a una riada de gente. Era un tropel, un desfile penoso y lento, encajonado entre los comercios. Bajo las claraboyas blanqueadas por los reflejos, estallaba un derroche de luces, globos blancos, faroles rojos, transparentes azules, baterías de gas, relojes y abanicos gigantescos trazados con llamas, ardiendo en el aire, y el abigarramiento de los escaparates, el oro de las joyerías, los cristales de las confiterías,las sedas claras de las sombrererías brillaban, tras la transparencia de las lunas, bajo el chorro de luz cruda de los reflectores, mientras a lo lejos, entre la confusión multicolor de los rótulos, un enorme guante de púrpura parecía una mano sangrante cortada y atada por un puño amarillo.
     El conde Muffat se había acercado poco a poco hasta el bulevar. Echó un vistazo a la calzada y volvió, pasito a paso, pegado a los comercios. Un aire, húmedo y caldeado introducía un vapor luminoso en el estrecho pasillo

      Emile Zola, Nana, Barcelona, Planeta, página 161.
      Seleccionado por Pablo Galindo Cano. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.

El fantasma de Canterville y otros cuentos, Oscar Wilde

EL PRÍNCIPE FELIZ

     Pero como la caña estaba muy apegada a su hogar, dijo que no.
     -¡Has estado jugando conmigo!- exclamó-. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós!
     Y echó a volar.
     Voló todo aquel día, y ya de noche llegó a la ciudad.
     -¿Dónde me quedaré?- se preguntó-; espero que la ciudad haya hecho preparativos.
     Entonces vio la estatua sobre la alta columna.
     - Aquí me quedo- exclamó-; es un lugar excelente y con mucho aire fresco.
     Y se posó justo entre los pies del Príncipe Feliz.
     - Tengo una cama dorada- se dijo en voz baja mientras miraba alrededor.
     Se dispuso, pues, a dormir; pero, cuando ya metía la cabeza bajo el ala, una gran gota de agua le cayó encima.
     -¡Qué raro!- exclamó-; no hay en el cielo una sola nube, las estrellas brillan nítidas, y sin embargo está lloviendo. Este clima del norte de Europa es espantoso. A la caña le gustaba la lluvia, pero era puro egoísmo.
     Entonces cayó otra gota.
     -¿De qué sirve una estatua si no te protege de la lluvia?- dijo-. Buscaré una buena chimenea.
     Y decidió emprender el vuelo.
     Pero antes de que extendiera las alas, cayó una tercera gota; alzó los ojos y vio...


     Oscar Wilde, El fantasma de Canterville y otros cuentos, España, Editorial VICENS VIVES,  página 69, 1993. Seleccionado por Andrea González García. Segundo de bachillerato, curso 2014-2015.

Las desventuras del joven Werther, Johann W. Goethe

                                                  20 de octubre de 1771
                Ayer arribamos aquí. El embajador se encuentra algo indispuesto y tendrá que guardar reposo algunos días. Si no fuera tan gruñón todo marcharía bien. Ya veo, ya veo que el destino me ha deparado duras pruebas. Pero ¡hay que tener ánimo!, ¡un carácter más fácil soportaría todo! ¡Un carácter más fácil! Risa me da el ver salir esta palabra de mi pluma. ¡Ah! Un temperamento algo más alegre y sería el hombre más feliz bajo el sol. ¿Cómo? ¿Mientras otros con sus escasas fuerzas y talento se pavonean ante mí en satisfecha complacencia de sí mismos, desespero yo de mis energías y de mis dotes? Dios bondadoso, que me has otorgado todo esto, ¿por qué no te has reservado la mitad y me das en cambio complacencia y confianza en mí mismo?
                ¡Paciencia! ¡Paciencia! Ya mejorará todo. Sí, querido amigo, te digo que tienes razón. Desde que ando todo el día entre la gente y veo lo que hacen y cómo se afanan, estoy mucho más contento de mí mismo. Es cierto, puesto que nos han hecho de tal modo que todo lo comparamos con nosotros y a nosotros con todo, la dicha como el infortunio se encuentran en los objetos con que nos relacionamos, y nada hay más peligroso que la soledad. Nuestra imaginación, inclinada por su naturaleza a exaltarse, alimentada por las imágenes fantásticas de la poesía se forja una serie de seres en la que nosotros ocupamos el lugar inferior, y todo lo que está fuera de nosotros nos parece más hermoso y todos los demás más perfectos. Y esto de modo tan natural. Con frecuencia advertimos que nos faltan cosas, y precisamente lo que a nosotros nos falta parece a menudo que otro lo posee, a quien además damos todo cuanto nosotros tenemos e incluso un cierto bienestar ideal. Y de este modo, ser feliz, perfecto, no es sino creación propia nuestra.
           
Johann Wolfgang Von Goethe, Las desventuras del joven Werther, Madrid, Cátedra, Colección Letras Universales, 1986, pág 115, Seleccionado por Rosa María Perianes Calle, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.

Günter Grass, El tambor de hojalata

Escaparates


       Por espacio de algún tiempo o, más exactamente, hasta noviembre del treinta y ocho, con ayuda de mi tambor, acurrucado bajo las tribunas y con mayor o menor éxito, disolví manifestaciones, hice atascarse a más de un orador y convertí marchas militares y orfeones en valses y en foxtrots.
       Hoy, que todo esto pertenece ya a la Historia -aunque se siga machacando activamente, sin duda, pero en frío-, poseo, en mi calidad de paciente particular de un sanatorio, la perspectiva adecuada para apreciar debidamente mi tamboreo debajo de las tribunas. Nada más lejos de mis pensamientos que el presentarme ahora, por seis o siete manifestaciones dispersadas y tres o cuatro marchas o desfiles dislocados con mi tambor, cual un luchador de la resistencia. Y aun parece que la resistencia puede también interiorizarse, lo que trae a cuento la emigración interior. Sin hablar de tantos respetables e íntegros señores que durante la guerra, por haber descuidado en alguna ocasión el oscurecimiento de las ventanas de sus dormitorios, se vieron condenados a pagar una multa, con la correspondiente reprimenda de la defensa antiaérea, en gracia a lo cual se designan hoy a sí mismos como luchadores de la resistencia, hombres de la resistencia.



       Günter Grass, El tambor de hojalata, Madrid, punto de lectura. Premio nobel literatura 1999-1963, páginas 162 y 163.
       Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.

Jules Verne, Viaje al centro de la tierra

14


     Stapi es una aldea formada por una treintena de chozas levantadas sobre un terreno de lava bajo los rayos del sol reflejados por el volcán. Se extiende al fondo de un pequeño fiord encajado en una muralla basáltica que produce el más extraño efecto.
     Sabio es que el basalto es una roca oscura de origen ígneo, que toma formas regulares que sorprenden por su disposición. En él la naturaleza ha procedido geométricamente y trabajado al modo del hombre, como si hubiera manejado la escuadra, el compás y la plomada. A diferencia de sus otras formaciones, en las que la naturaleza hace arte con sus grandes masas lanzadas sin orden, con sus conos apenas esbozados, con sus pirámides imperfectas y con la extraña sucesión de sus líneas, en el basalto, queriendo dar ejemplo de la regularidad, ha precedido a los arquitectos de las primeras edades creando un orden severo que ni los esplendores de Babilonia ni las maravillas de Grecia han podido superar.
     Había oído hablar de las famosas Calzada de los Gisantes, en Irlanda, y de la Gruta de FIngal, en una de las Hébridas, pero nunca había tenido ocasión de contemplar el espectáculo de una estructuración basáltica.



Jueles Verne, Viaje al centro de la Tierra, Madrid, Alianza, 1985, página 114-115. Seleccionado por Alejandro López Sánchez. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.

Émile Zola, Germinal

5

     En la taberna de Rasseneur, después de cenar, Étienne, que había subido al estrecho cuarto que iba a ocupar bajo el tejado, frente al Voreux, se había dejado caer en la cama, completamente vestido, agotado de fatiga. En dos días no había dormido ni cuatro horas. Cuando se despertó al crepúsculo, permaneció aturdido un momento, sin reconocer el sitio en que se encontraba; y sentía tal malestar, tal pesadez de cabeza, que a duras penas logró ponerse en pie con la idea de tomar el aire antes de cenar y de acostarse por la noche.

     Fuera, el tiempo era cada vez más suave, el cielo de hollín iba adquiriendo un color cobrizo, cargado con una de esas largas lluvias de Norte, cuya proximidad se notaba en la tibieza húmeda del aire. La oscuridad venía con grandes bocanadas de humo, inundando las lejanías difusas de la llanura, Sobre aquel mar inmenso de tierras rojizas, el cielo parecía fundirse en polvo, negro, sin que una ráfaga de viento animase a aquella hora las tinieblas. Todo era de una tristeza macilenta y muerta de entierro.

Émile Zola, Germinal, Madrid, Alianza Editorial, 2005, página 138-139.
Seleccionado por Alain Presentación Muñoz. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.

John Banville, Copérnico.


II 
Magister Ludi

     Asuntos eclesiásticos lo llevaron a Cracovia con su tío y por una vez se alegró de tener que hacer un largo viaje. Mientras viajaban hacia el sur, a través de la llanura prusiana, sintió cómo el poder de aquel espantoso fantasma se debilitaba hasta desvanecerse por completo.
      En Cracovia, pasaba todo el tiempo libre que le permitían sus tareas como secretario de su tío en la librería de Haller. Éste estaba publicando sus traducciones al latín del griego bizantino del Epistles de Simocatta. Era un libro mediocre y aburrido, y el texto misterioso y alarmante mente desnudo de las galeradas le provocaba náuseas. Si obtuvierais maestría a través de vuestro dolor, erraríais entre las tumbas... ¡Oh! pero la obra en sí no tenía importancia, lo contaba era la dedicación. Estaba empeñado en conquistar al obispo.
      Para esta delicada tarea buscó la colaboración de un viejo conocido, Laurentius Rabe, un poeta y erudito delirante que le había dado unas pocas clases en la universidad de Cracovia.

         John Banville, Copérnico, Madrid. Editorial: el país. Página 129, 1976.
           Seleccionado por Pablo Galindo Cano. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.

D.H.Lawrence, El amante de lady Chatterley

I




      La nuestra es una época esencialmente trágica; por eso nos negamos a tomarla trágicamente. El cataclismo ha ocurrido. Nos encontramos entre ruinas, y empezamos a construir de nuevo, a tener de nuevo pequeños hábitos, pequeñas esperanzas. Es una tarea ardua: ahora ya no hay un camino fácil hacia el futuro; tenemos que sortear o saltar por encima de los obstáculos. Tenemos que vivir, por muchos cielos que se hayan derrumbado.
    Ésta era, más o menos, la actitud de Constance Chatterley. La guerra había derrumbado el techo sobre su cabeza. Y se había dado cuenta de que había que vivir y aprender.
    Se había casado con Clifford Chatterley en 1919, cuando éste volvió a casa con un mes de permiso. Gozaron de una luna de miel de un mes. Luego él regresó a Flandes para que le mandaran a Inglaterra seis meses después hecho trozos más o menos. Constance, su esposa, tenía entonces veintitrés años, y él veintinueve.
    Su manera de aferrarse a la vida fue maravillosa. No murió, y los trozos, al parecer, volvieron a unirse unos a otros. Durante dos años  permaneció en manos del médico. Luego le dijeron que estaba curado, y pudo retornar de nuevo a la vida, con la mitad inferior de su cuerpo, de caderas para abajo, paralizada para siempre.
    Esto fue en 1920. Clifford y Constance regresaron a casa, Wragby Hall, la mansión familiar. Su padre había muerto, Clifford era ahora baronet, sir Clifford, y Constance era lady Chatterley. Inauguraron su vida de casados en el hogar, un tanto desolado, de los Chatterley, con unos ingresos más bien insufucientes. Clifford tenía un hermana, pero ésta se había machado. No tenía otros parientes cercanos.



   D.H.Lawrence, El amante de lady Chatterley, Madrid, Millenium, páginas 11-12. Seleccionado por Guillermo Arjona Fernández. Segundo de bachillerato, curso 2014-2015.

Pelo de zanahoria, Jules Renard

     LAS CIRUELAS


     Agitados durante un tiempo, se revuelven entre el plumón y el padrino dice:
     -¿Patito, estás durmiendo?
   PELO DE ZANAHORIA
     No, padrino.
PADRINO
     Yo tampoco. Tengo ganas de levantarme. Si quieres, vamos a buscar lombrices.
     -Es una buena idea- dice Pelo de Zanahoria.
     Saltan de la cama, se visten, encienden una linterna y van al jardín.
     Pelo de Zanahoria lleva la linterna y el padrino un bote de hojalata, medio lleno de tierra mojada. Ahí mantiene una provisión de lombrices para pescar. Las tiene cubiertas con musgo húmedo, de manera que no les falte nunca. Cuando ha estado lloviendo durante todo el día, la cosecha es abundante.
     -Ten cuidado de no pisarlas- le dice a Pelo de Zanahoria-, ve despacio. Si no temiera los catarros, me pondría zapatillas. Al más mínimo ruido, la lombriz se mete en su agujero. Sólo se la pilla si se aleja demasiado de su casa. Hay que agarrarla bruscamente y apretarla un poco, para que no se escurra. Si está medio dentro, suéltala: la romperías. Y una lombriz cortada no vale nada. Primero echa a perder a las demás  y los peces delicados las desprecian. Algunos pescadores ahorran en lombrices; se equivocan. Sólo se pescan buenos peces con lombrices enteras, vivas y que se retuerzan en el fondo del agua. El pez se cree que se escapan, corre y las come con toda confianza.
     - Se me escapan casi siempre- murmura Pelo de Zanahoria-, y tengo los dedos embadurnados con su sucia baba.


     Jules Renard, pelo de zanahoria, Madrid, Ediciones AKAL, S.A., páginas 151, 152, 2002. Seleccionado por Andrea González García. Segundo de bachillerato, curso 2014-2015.