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En la taberna de Rasseneur, después de cenar, Étienne, que había subido al estrecho cuarto que iba a ocupar bajo el tejado, frente al Voreux, se había dejado caer en la cama, completamente vestido, agotado de fatiga. En dos días no había dormido ni cuatro horas. Cuando se despertó al crepúsculo, permaneció aturdido un momento, sin reconocer el sitio en que se encontraba; y sentía tal malestar, tal pesadez de cabeza, que a duras penas logró ponerse en pie con la idea de tomar el aire antes de cenar y de acostarse por la noche.
Fuera, el tiempo era cada vez más suave, el cielo de hollín iba adquiriendo un color cobrizo, cargado con una de esas largas lluvias de Norte, cuya proximidad se notaba en la tibieza húmeda del aire. La oscuridad venía con grandes bocanadas de humo, inundando las lejanías difusas de la llanura, Sobre aquel mar inmenso de tierras rojizas, el cielo parecía fundirse en polvo, negro, sin que una ráfaga de viento animase a aquella hora las tinieblas. Todo era de una tristeza macilenta y muerta de entierro.
Émile Zola, Germinal, Madrid, Alianza Editorial, 2005, página 138-139.
Seleccionado por Alain Presentación Muñoz. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.
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