Llega el poeta a la puerta del Infierno, y lee una pavorosa inscripción que sobre ella había. Entra, precedido de su buen Maestro, y ve en el vestíbulo el castigo de los negligentes, que jamás vivieron para cosa del mundo. Acércase al Aqueronte, donde está el barquero infernal pasando las almas de los condenados; y deslumbrado allí por un rayo de vivísima luz, cae en profundo sueño.
Por mí se llega a la ciudad del llanto;
Por mí a los reinos de la eterna pena,
Y a los que sufren inmortal quebranto.
Dictó mi Autor su fallo justiciero
Y me creó con su poder divino,
Su supremo saber y amor primero,
Y como no hay en mí fin ni mudanza,
Nada fue antes que yo, sino lo eterno...
Renunciad para siempre a la esperanza.
Estas palabras vi escritas con letras negras sobre una puerta,y exclamé:- Maestro, me espanta lo que dice ahí.- Y él,como quien sabía la causa de mi terror, respondió:- Aquí conviene no abrigar temor alguno; conviene que no desmaye el corazón. Hemos llegado al sitio que te había dicho, donde verás las almas acongojadas de los que han perdido el don de la inteligencia: Y después, asiéndome de la mano, con alegre semblante, que reanimó mi espíritu, me introdujo en aquella mansión recóndita.
En medio de las tinieblas que allí reinaban, se oían ayes, lamentos y profundos aullidos, que desde luego me enternecieron. La diversidad de hablas y horribles imprecaciones, los gemidos de dolor, los gritos de rabia y voces desaforadas y roncas, a las que se unía el ruido de las manos, producían un estrépito, que es el que resuena siempre en aquella mansión perpetuamente agitada, como la arena revuelta a impulso de un torbellino.
Yo, que me compadecía, sin saber qué fuese aquello, dije:
-Maestro, ¿qué es lo que oigo?, ¿qué gente es esa que tan poseída parece de dolor?- De esa miserable manera, me respondió, se quejan de las tristes almas de los que vivieron sin merecer alabanza ni vituperio. Confundidas están con el ominoso escuadrón de los ángeles que no se rebelaron contra Dios ni le fueron fieles, sino que permanecieron indecisos. Arrojáronlos del cielo para que no manchasen su esplendor, y no fueran admitidos en el profundo Infierno porque no pudieran gloriarse los culpables de tener la misma pena que ellas.
Y yo repuse:- Maestro, ¿qué aflicción es la suya, que los obliga a lamentarse tanto?- Y él me contestó: -Te lo diré brevemente. Éstos no tienen ni aun la esperanza de morir: su oscura vida es tan abyecta, que cualquiera otra suerte miran con envidia. El mundo no quiere que se conserve memoria alguna de ellos. La Misericordia y la Justicia les dan al olvido. No hablemos más de esos cuidados. Míralos, y pasa adelante.
Volví en efecto a mirar, y vi una bandera ondeando, la cual corría con tanta velocidad, que me pareció incapaz de todo reposo; y tras ella tal multitud de gente, que nunca hubiera yo creído ser tan grande el número de los que la muerte arrebatara.
Reconocido que hube a alguno de los que allí iban, miré, y vi la sombra de aquel que por poquedad de ánimo hizo la gran renuncia. Comprendí al punto, y estaba en lo cierto, que aquella turba era la de los imbéciles que se habían hecho despreciables para Dios y para sus enemigos. Estos menguados, que jamás gozaron de la vida, iban desnudos, y se sentían aguijoneados por las moscas y avispas que allí había. De sus picaduras les saltaba al rostro la sangre, que, mezclada con sus lágrimas, era recogida a sus pies por repugnantes gusanos. Y como dirigiese mi vista más allá, descubrí otras almas a la orilla de un gran río; por lo que exclamé: -Maestro, permíteme que sepa quiénes son aquéllos , y qué motivo los obliga a parecer tan solícitos de pasar el río, según alcanzo a ver entre tan escasa claridad.- Eso, me contestó, te manifestaré cuando ataje nuestros pasos la triste orilla del Aqueronte.
Bajando entonces los ojos, avergonzado, y temiendo que mis preguntas le fuesen enojosas, me abstuve de hablar hasta que llegamos al río. Pero de pronto vimos venir hacia nosotros en una barquilla un viejo de pelo blanco, que gritaba;¡Ay de vosotras, almas perversas! No esperéris jamás ver el cielo. Vengo para trasladaros a la otra orilla, a las tinieblas eternas de fuego y hielo. Y tú, ánima viva, que estás ahí, aléjate de entre esas, que están muertas;. Y como viese que no me movía, añadió; Por otro camino, por medio de otra barca llegarás a la playa, no por aquí. Para llevarte es menester barco más ligero.
Y Virgilio le dijo: -Carón, no te irrites: así lo quieren allí donde pueden lo que quieren; y no preguntes más.
Con esto dejaron de moverse las velludas mejillas de barquero de la lívida laguna, que alrededor de los ojos tenía unos círculos de fuego. Mas todas aquellas almas que estaban fatigadas y desnudas, cambiaron de color y empezaron a rechinar los dientes, así que oyeron tan, terribles palabras. Blasfemaban de Dios y de sus padres, de la especie humana, del sitio, el tiempo y el principio de su estirpe y de su nacimiento. Después, llorando a voz en grito, se retiraron todas juntas hacia la maldita orilla que está esperando a todo aquel que no teme a Dios. El demonio Carón, con los ojos como brasas, haciéndoles una señal, iba recogiéndolas a todas y azotando con su remo a las que se rezagaban. Y a la manera que las hojas de otoño van cayendo una tras otra hasta que las ramas dejan en la tierra todos sus despojos, así la perversa prole de Adán se lanzaba sucesivamente desde la orilla, acudiendo a la seña, como los pájaros al reclamo. De esta suerte iban pasando por las negras aguas; y antes de que arribasen a la orilla opuesta, agolpábase en la parte de acá nueva muchedumbre-
-Hijo mío, prosiguió entonces el afable Maestro, todos los que mueren bajo la indignación de Dios, concurren aquí de todos los países, y se dan priesa a cruzar el río; porque la Divina justicia, de tal modo los estimula, que su temor se trueca en anhelo. Por aquí no pasa jamás alma de justo, y si Carón se irrita contra ti, ya puedes saber lo que sus palabras significan.
Esto diciendo, tembló tan fuertemente la sombría llanura, que todavía se me inunda en sudor la frente al recordar mi espanto. De aquella tierra de lágrimas se alzó un viento que despidió un rojizo relámpago; y trastornados por él todos mis sentidos, caí como un hombre aletargado de sueño.
Alighieri Dante, Divina Comedia "Canto III". Seleccionado por Olga Domínguez Martín, curso 2011-2012, segundo de Bachillerato.