Capítulo Tres
Antes de que penetrase en la estancia ninguno de los recién llegados, Gregory se había
repuesto de su sorpresa. De un salto, y con un rugido de fiera, se acercó a la mesa, cogió el
revólver y apuntó a Syme.
Syme, sin conmoverse, levantó su mano pálida y elegante.
—No sea usted ridículo, Gregory —dijo con una dignidad afeminada de eclesiástico—.
¿No ve usted que es inútil? ¿No ve usted que nos hemos embarcado juntos y juntos hemos
de aguantar el mareo?
Nada pudo responderle Gregory, pero tampoco acertó a disparar; sólo interrogaba con los
ojos.
—¿No ve usted que los dos estamos en jaque? —continuó Syme—. Yo no puedo decir a
la policía que usted es anarquista, y usted no puede decir a los anarquistas que yo soy
policía. Lo único que puedo hacer, ya conociéndolo, es vigilarlo. Y usted, conociéndome,
tampoco puede hacer conmigo otra cosa. Aquí se trata de un duelo intelectual y singular: mi
cabeza contra la de usted. Yo soy un policía desprovisto del auxilio de la policía, y usted,
pobre amigo mío, un anarquista desprovisto de toda esa complicada organización tan
esencial para la buena marcha de la anarquía. Aquí, si alguno lleva ventaja, es usted: a
usted no le rodea la mirada inquisitiva de los guardias, y yo voy a estar rodeado de la
desconfiada muchedumbre anarquista. No puedo traicionarlo a usted, pero puedo
traicionarme a mí mismo al menor descuido. Paciencia, pues: espere usted a ver cómo me
traiciono. Ya verá usted qué bien lo hago.
Gregory dejó la pistola, y miraba con asombrados ojos a Syme, como si fuera un
monstruo marino.
—No creo en la inmortalidad —dijo al fin—. Pero si, después de todo esto, falta usted a
su palabra, creo que Dios haría un infierno para usted solo, para hacerle aullar eternamente.
—¡Oh! —dijo Syme, orgulloso— yo no falto nunca a mi palabra. Haga usted como yo.
Aquí están sus amigotes.
La multitud de anarquistas entró en el cuarto pesadamente, con aire fatigoso. Un
hombrecillo de gafas y barbilla negra, que llevaba unos papeles en la mano —un tipo
parecido a Mr. Tim Healy— se desprendió del grupo, y acercándose, dijo:
—Camarada Gregory, supongo que este señor es un delegado foráneo.
Cogido de repente, Gregory bajó los ojos y balbuceó el nombre de Syme, pero Syme, con
un tono casi impertinente, respondió:
—Me complazco en reconocer que esta puerta está lo bastante bien custodiada, para que
sea imposible a un extraño entrar hasta aquí, si no es delegado foráneo.
Pero el hombrecillo arrugaba el entrecejo con cierta desconfianza.
—¿Qué sección representa usted? —preguntó—. ¿Qué rama?
—¡Hombre! Tanto como rama... —dijo Syme riendo—. Más bien la llamaría yo raíz.
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—Quiero decir —contestó Syme parsimoniosamente— que soy un sabatino, y qué he
sido enviado aquí especialmente para ver si se guarda el debido respeto al Domingo.
El hombrecillo soltó uno de los papeles que traía. Un estremecimiento de espanto recorrió
la asistencia. Por lo visto, el temible Presidente que respondía al nombre de Domingo tenía
la costumbre de enviar a estas justas algunos embajadores irregulares.
—Muy bien camarada —dijo el de los papeles—. Creo que debemos darle a usted sitio en
nuestra sesión.
—Si me lo pregunta usted como amigo —dijo Syme con severidad—, creo que eso es lo
mejor.
Cuando vio terminado el peligrosísimo diálogo con la inesperada salida de su rival,
Gregory se puso a pasear la estancia, pensativo.
Presa de todas las agonías diplomáticas, se daba cuenta de que Syme saldría airoso de
cualquier trance, gracias a su inteligencia y su audacia. Nada había, pues, que esperar por
este lado. Él, personalmente, tampoco podía traicionarlo, ante todo por el punto de honor;
pero, además, porque si Syme, traicionado, lograba escapar, quedaría libre de su juramento
y se encaminaría al próximo cuartel de gendarmes. Y después de todo ¿qué más daba que
un solo policía presenciara una sola de sus reuniones nocturnas? A lo sumo, podría
sorprender una parte pequeñísima de sus planes. Después de lo cual se largaría, y asunto
concluido.
Pasó por entre los grupos que estaban discutiendo acaloradamente en los bancos, y dijo:
—Creo que es tiempo de comenzar. La lancha estará ya dispuesta en el río. Propongo
que el camarada Buttons ocupe la presidencia.
Todos aprobaron alzando la mano, y el hombrecito de los papeles se hundió en el sillón
presidencial. Con voz que parecía un pistoletazo, comenzó a hablar:
—¡Camaradas! Este mitin es de gran importancia, aunque conviene que no sea largo. A
nuestra sección le ha correspondido siempre el honor de elegir Jueves para el Consejo
Central Europeo. Hemos elegido ya muchos Jueves, famosos en nuestros fastos.
Lamentamos todos la triste muerte del heroico obrero que ocupó este sitio hasta hace unos
cuantos días. Ya sabéis cuán importantes han sido sus servicios para la causa. Fue él quien
organizó el gran golpe dinamitero de Brighton que, a haber ayudado las circunstancias
habría hecho perecer a cuantos se encontraban en el muelle. Sabéis asimismo que su
muerte fue tan altruista como su vida, pues murió mártir de la fe que tenía en una mezcla
higiénica de la cal y del agua, como sustitutivo de la leche, bebida que consideraba como
propia de bárbaros, por la crueldad que supone para con las vacas. La crueldad y cuanto de
cerca o de lejos se le pareciera, lo ponían fuera de sí... Pero no nos hemos reunido para
hacer el elogio de sus virtudes, sino para más difícil tarea. Si difícil es elogiarlo como él se
merece, más difícil es reemplazarlo, A vosotros camaradas, toca el elegir esta noche, de
entre el concurso de los presentes, el que ha de ser Jueves. Pondré a voto las candidaturas
que salgan. Si nadie propone candidatura, entonces no me quedará más remedio que decir
que aquel querido dinamitero se llevó consigo a la tumba todos los secretos de la virtud y de
la inocencia. A esto sucedió un movimiento de aprobación, discreto y unos imperceptibles
aplausos, como a veces se oyen en las iglesias. Después, un anciano de larga y venerable
barba, que tal vez era el único obrero positivo entre toda aquella gente, se levantó
trabajosamente y dijo:
—Propongo para Jueves al camarada Gregory.
G.K.Chesterton, El hombre que fue Jueves, ://www13.shu.edu/catholic-mission/upload/El-Hombre-Que-Fue-Jueves.pdf
Seleccionado por Daniel Carrasco Carril, segundo de bachillerato,curso 2015-2016.