viernes, 8 de enero de 2016

Umberto Eco, El nombre de la rosa





      Regresamos al laboratorio, y  nos costó entrar porque los novicios ya estaban  sacando el cadáver. Había otros curiosos en la habitación. Guillermo se precipitó hacia la mesa y se puso a revisar los libros en busca del volumen  fatídico. Los iba arrojando al suelo ante la mirada atónita de los presentes,  después los abría y volvía a abrir todos dos veces. Pero, ¡ay!, el manuscrito  árabe no estaba allí. Recordaba vagamente la vieja tapa, no muy robusta, bastante gastada, reforzada con finas bandas de metal.

       -¿Quién ha entrado desde que me marché? -preguntó Guillermo, a un monje.

         Este se encogió de hombros: era evidente que habían entrado todos, y
ninguno.
      Tratamos de pensar quién podía haber sido. ¿Malaquías? Era verosímil, sabía  lo que quería, quizá nos había vigilado, nos había visto salir con las manos  vacías, y había regresado seguro de que lo encontraría. ¿Bencio? Recordé  que, cuando se había producido nuestro altercado a propósito del texto árabe,  había reído. En aquel momento me había parecido que se reía de mi ignorancia, pero quizá riera de la ingenuidad de Guillermo, pues él sabía bien  de cuántas formas diferentes puede presentarse un viejo manuscrito, y quizá  había pensado en ese momento lo que nosotros sólo pensamos más tarde, y
que habríamos tenido que pensar en seguida, o sea que Severino no sabía  árabe y que por tanto era extraño que entre sus libros hubiese un texto que no  podía leer. ¿0 acaso había un tercer personaje?

      Guillermo se sentía profundamente humillado. Traté de consolarlo, diciéndole  que hacía tres días que estaba buscando un texto en griego y era natural que  hubiese descartado todos los libros que no estaban en griego. El respondió que  sin duda es humano cometer errores, pero que hay seres humanos que los
cometen mas que otros, y a ésos se los llama tontos, y que él se contaba entre  estos últimos, y se preguntaba si había valido la pena que estudiase en París y  en Oxford para después no ser capaz de pensar que los manuscritos también  se encuadernan en grupos, cosa que hasta los novicios saben, salvo los estúpidos como yo, y una pareja de estúpidos tan buena como la nuestra  hubiera podido triunfar en las ferias, y eso era lo que teníamos que hacer en  vez de tratar de resolver misterios, sobre todo cuando nos enfrentábamos con  gente mucho más astuta que nosotros.

     -Pero es inútil llorar --concluyó después-. Si lo ha cogido Malaquías, ya lo habrá  devuelto a la biblioteca. Y sólo podremos recuperarlo si descubrimos la manera  de entrar en el finis Africae. Si lo ha cogido Bencio, habrá imaginado que tarde o temprano se me ocurriría lo que acaba de ocurrírseme y regresaría al laboratorio, o no habría procedido tan aprisa. De modo que se habrá escondido, y el único sitio donde no existe ninguna probabilidad de que se haya  escondido es aquel donde primero lo buscaríamos, es decir, su celda. Por tanto, volvamos a la sala capitular y veamos si, durante la instrucción del caso, el cillerero dice algo que pueda sernos útil. Porque al fin y al cabo aún no veo claro que se propone Bernardo: buscaba a su hombre antes de la muerte de Severino, y con otros fines.


Regresamos a la sala capitular. Habríamos hecho bien en ir a la celda de  Bencio, porque, como supimos más tarde, nuestro o joven amigo no valoraba  tanto a Guillermo y no se le había ocurrido que éste regresaría tan pronto al  laboratorio, de modo que, creyendo que no lo buscarían, había ído a esconder  el libro precisamente en su celda.

 Pero de eso ya hablaré en su momento. En el ínterin sucedieron hechos tan  dramáticos e inquietantes como para hacernos olvidar el libro misterioso. Y, si  bien no lo olvidamos, tuvimos que ocuparnos de otras tareas más urgentes, vinculadas con la misión que, de todos modos, debía Guillermo desempeñar.


Umberto Eco, El nombre de la rosa www.ignaciodarnaude.com
Selecionado por Maria Alegre Trujillo. Segundo de Bachillerato, curso 2015-2016


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