viernes, 8 de enero de 2016

El nombre de la rosa, Umberto Eco



Pero Guillermo los había mirado con frialdad y me había dicho que aquella no
era verdadera penitencia. Hacía un momento me lo había repetido: el período
de la gran purificación penitencial había acabado, y lo que veíamos era obra de
los propios predicadores, que organizaban la devoción de las muchedumbres
para evitar que éstas fuesen presa de otro deseo de penitencia... Este sí
herético, y al que todos tenían miedo. Pero yo era incapaz de percibir la
diferencia, aunque existiese. Me parecía que esa diferencia no residía en lo
que hacían unos y otros, sino en la mirada con que la iglesia juzgaba los actos
de unos y de otros.
 Pensé en la discusión con Ubertino. Sin duda, Guillermo había argumentado
bien, había intentado decirle que no era mucha la diferencia entre su fe mística
(y ortodoxa) y la fe perversa de los herejes. Llbertino se había indignado, como
si para él la diferencia estuviese clarísima. Y yo me había quedado con la
impresión de que Ubertino era diferente precisamente porque era el que sabía
percibir la diferencia. Guillermo se había sustraído a los deberes de la
Inquisición porque ya no era capaz de percibirla. Por eso no podía hablarme de
aquel misterioso fray Dulcino. Pero entonces (me
decía) era evidente que Guillermo había perdido la ayuda del Señor, que no
sólo enseña a percibir la diferencia, sino que también, por decirlo así, señala a
sus elegidos otorgándoles tal capacidad de discriminación. Ubertino y Chiara
da Montefalco (a pesar de estar rodeada de pecadores) habían conservado la
santidad justamente porque eran capaces de discriminar. Esa y no otra cosa
era la santidad.

Umberto Eco, El nombre de la rosa, http://www.ignaciodarnaude.com/textos_diversos/Eco,Umberto,El%20nombre%20de%20la%20rosa.pdf
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo, Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016

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