viernes, 8 de enero de 2016

El hombre que fue Jueves, G.K. Chesterton


                                               Capítulo Tres
     

        Antes de que penetrase en la estancia ninguno de los recién llegados, Gregory se había 
repuesto de su sorpresa. De un salto, y con un rugido de fiera, se acercó a la mesa, cogió el 
revólver y apuntó a Syme. 
        Syme, sin conmoverse, levantó su mano pálida y elegante. 
        —No  sea  usted ridículo, Gregory —dijo con una dignidad afeminada de eclesiástico—. 
¿No ve usted que es inútil? ¿No ve usted que nos hemos embarcado juntos y juntos hemos 
de aguantar el mareo? 
        Nada pudo responderle Gregory, pero tampoco acertó a disparar; sólo interrogaba con los 
ojos. 
       —¿No ve usted que los dos estamos en jaque? —continuó Syme—. Yo no puedo decir a 
la policía que usted es anarquista, y usted no puede decir a  los  anarquistas  que  yo  soy 
policía.  Lo  único que puedo hacer, ya conociéndolo, es vigilarlo. Y usted, conociéndome, 
tampoco puede hacer conmigo otra cosa. Aquí se trata de un duelo intelectual y singular: mi 
cabeza contra la de usted. Yo soy un policía desprovisto del auxilio de la policía, y usted, 
pobre  amigo mío, un anarquista desprovisto de toda esa complicada organización tan 
esencial  para  la  buena marcha  de  la anarquía. Aquí, si alguno lleva ventaja, es usted: a 
usted no le rodea la mirada inquisitiva de los guardias, y yo voy a estar rodeado  de  la 
desconfiada  muchedumbre  anarquista. No puedo traicionarlo a usted, pero puedo 
traicionarme a mí mismo al menor descuido. Paciencia, pues: espere usted a ver cómo me 
traiciono. Ya verá usted qué bien lo hago. 
       Gregory  dejó  la pistola, y miraba con asombrados ojos a Syme, como si fuera un 
monstruo marino. 
       —No creo en la inmortalidad —dijo al fin—. Pero si, después de todo esto, falta usted a 
su palabra, creo que Dios haría un infierno para usted solo, para hacerle aullar eternamente. 
       —¡Oh! —dijo Syme, orgulloso— yo no falto nunca  a mi  palabra.  Haga  usted  como  yo. 
Aquí están sus amigotes.  
       La  multitud de anarquistas entró en el cuarto pesadamente, con aire fatigoso. Un 
hombrecillo  de  gafas  y  barbilla  negra,  que llevaba unos papeles en la mano —un tipo 
parecido a Mr. Tim Healy— se desprendió del grupo, y acercándose, dijo: 
       —Camarada Gregory, supongo que este señor es un delegado foráneo. 
       Cogido de repente, Gregory bajó los ojos y balbuceó el nombre de Syme, pero Syme, con 
un tono casi impertinente, respondió: 
       —Me complazco en reconocer que esta puerta está lo bastante bien custodiada, para que 
sea imposible a un extraño entrar hasta aquí, si no es delegado foráneo. 
Pero el hombrecillo arrugaba el entrecejo con cierta desconfianza. 
       —¿Qué sección representa usted? —preguntó—. ¿Qué rama?  
       —¡Hombre! Tanto como rama... —dijo Syme riendo—. Más bien la llamaría yo raíz. 
       —¿Qué quiere usted decir con eso? 
       —Quiero  decir —contestó Syme parsimoniosamente— que soy un sabatino, y qué he 
sido enviado aquí especialmente para ver si se guarda el debido respeto al Domingo. 
       El hombrecillo soltó uno de los papeles que traía. Un estremecimiento de espanto recorrió 
la asistencia. Por lo visto, el temible Presidente que respondía al nombre de Domingo tenía 
la costumbre de enviar a estas justas algunos embajadores irregulares. 
       —Muy bien camarada —dijo el de los papeles—. Creo que debemos darle a usted sitio en 
nuestra sesión. 
       —Si me lo pregunta usted como amigo —dijo Syme con severidad—, creo que eso es lo 
mejor. 
       Cuando  vio  terminado  el  peligrosísimo diálogo con la inesperada salida de su rival, 
Gregory se puso a pasear la estancia, pensativo. 
       Presa de todas las agonías diplomáticas, se daba cuenta de que Syme saldría airoso de 
cualquier trance, gracias a su inteligencia y su audacia. Nada había, pues, que esperar por 
este lado. Él, personalmente, tampoco podía traicionarlo, ante todo por el punto de honor; 
pero, además, porque si Syme, traicionado, lograba escapar, quedaría libre de su juramento 
y se encaminaría al próximo cuartel de gendarmes. Y después de todo ¿qué más daba que 
un solo policía presenciara una sola de sus  reuniones  nocturnas?  A  lo  sumo,  podría 
sorprender una parte pequeñísima de sus planes. Después de lo cual se largaría, y asunto 
concluido. 
       Pasó por entre los grupos que estaban discutiendo acaloradamente en los bancos, y dijo: 
       —Creo que es tiempo de comenzar. La lancha estará ya dispuesta en el río. Propongo 
que el camarada Buttons ocupe la presidencia. 
      Todos aprobaron alzando la mano, y el hombrecito de los papeles se hundió en el sillón 
presidencial. Con voz que parecía un pistoletazo, comenzó a hablar: 
       —¡Camaradas! Este mitin es de gran importancia, aunque conviene que no sea largo. A 
nuestra  sección  le  ha correspondido siempre el honor de elegir Jueves para el Consejo 
Central  Europeo.  Hemos  elegido  ya muchos Jueves, famosos en nuestros fastos. 
Lamentamos todos la triste muerte del heroico obrero que ocupó este sitio hasta hace unos 
cuantos días. Ya sabéis cuán importantes han sido sus servicios para la causa. Fue él quien 
organizó el gran golpe dinamitero de Brighton que, a  haber  ayudado  las  circunstancias 
habría  hecho  perecer  a cuantos se encontraban en el muelle. Sabéis asimismo que su 
muerte fue tan altruista como su vida, pues murió mártir de la fe que tenía en una mezcla 
higiénica de la cal y del agua, como sustitutivo de la leche, bebida que consideraba como 
propia de bárbaros, por la crueldad que supone para con las vacas. La crueldad y cuanto de 
cerca o de lejos se le pareciera, lo ponían fuera de sí... Pero no nos hemos reunido para 
hacer el elogio de sus virtudes, sino para más difícil tarea. Si difícil es elogiarlo como él se 
merece, más difícil es reemplazarlo, A vosotros camaradas, toca el elegir esta noche, de 
entre el concurso de los presentes, el que ha de ser Jueves. Pondré a voto las candidaturas 
que salgan. Si nadie propone candidatura, entonces no me quedará más remedio que decir 
que aquel querido dinamitero se llevó consigo a la tumba todos los secretos de la virtud y de 
la inocencia. A esto sucedió un movimiento de aprobación, discreto y unos imperceptibles 
aplausos, como a veces se oyen en las iglesias. Después, un anciano de larga y venerable 
barba, que tal vez era el único obrero positivo entre toda aquella gente,  se  levantó 
trabajosamente y dijo: 
      —Propongo para Jueves al camarada Gregory. 

    G.K.Chesterton, El hombre que fue Jueves, ://www13.shu.edu/catholic-mission/upload/El-Hombre-Que-Fue-Jueves.pdf
        Seleccionado por Daniel Carrasco Carril, segundo de bachillerato,curso 2015-2016.

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