lunes, 23 de noviembre de 2015

La llamada de lo salvaje, Jack london

Buck no leí los periódicos, porque de haberlo hecho se habría enterado de la amenaza que se cernía no sólo sobre él sino también sobre cualquier perro de fuertes músculos y pelo largo y espeso que habitara en la costa, desde el estrecho de Puget hasta San Diego. Los hombres que se afanaban por entre las tinieblas del Ártico habían encontrado un metal amarillo y, debido a que las compañías de transporte marítimo y terrestre anunciaban a bombo y platillo el hallazgo, miles de hombres se precipitaban hacia las regiones septentrionales. Y esos hombres necesitaban perros que fuesen incansables, de fuerte musculatura con la que bregar y de espesa pelambrera para protegerse de las heladas.
Buck vivía en una amplia casa del soleado valle de Santa Clara. La llamaban << la finca del juez Miller>>. Estaba algo apartada del camino, medio escondida entre unos árboles que apenas dejaban entrever la amplia y fresca terraza que rodeaba la casa por sus cuatro costados. A la casa se accedía por unos caminos de grava que serpenteaban por entre amplias extensiones de césped, bajo las ramas entrelazadas de grandes álamos. La parte trasera de la finca era aún más espaciosa que la delantera. Tenía grandes cuadras, en donde charlataneaban una docena de palanfreneros y mozos de cuadra, hileras de casitas para los criados, todas ellas con emparrado, un sinfín de cobertizos bien alineados, altos cenadores por los que trepaban parras, verdes pastizales, huertos y parcelas de cultivo. Disponía también de una bomba para el pozo artesiano y de una gran alberca de cemento en donde los hijos del juez Miller se zambullían por las mañanas o se refrescaban durante las tardes calurosas. y Sobre estos vastos dominios reinaba Buck. Allí había nacido y allí había pasado los cuatro años de su vida. Bien es verdad que había otros perros (no podía ser de otra manera en una propiedad tan extensa), pero no contaban.

La llamada de lo salvaje, Barcelona, Vicen Vives, 1998,154, seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, primero de Bachillerato, 2015-2016.

Publicado por alumna I.E.S, Pérez Comendador

Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carroll

     —¡Vaya, al fin tengo libre la cabeza! - se dijo Alicia en un tono de alivio, que se transformó en alarma un instante después, al darse cuenta de que no se veía los hombros por ninguna parte; todo lo que conseguía ver, al mirar hacia abajo, era una inmensa longitud de cuello que parecía emerger como un tallo de un mar de hojas verdes que se extendía muy por debajo de ella.
     —¿ Qué será todo ese verde? - se dijo Alicia-. ¿Dónde estarán mis hombros? ¡Ay, pobres manos mías!, ¿cómo es que no puedo veros? -y las movió mientras hablaba, aunque sin conseguir ningún resultado al parecer, salvo una pequeña agitación entre las lejanas hojas verdes.
     Dado que no parecía haber posibilidades de levantar las manos hasta la cabeza, trató de bajar la cabeza hasta ellas, y le encantó comprobar que su cuello se doblaba fácilmente en cualquier dirección, como una serpiente. Acababa de curvarlo hacia abajo en un gracioso zigzag, e iba a bucear entre las hojas, que según había descubierto no eran sino las copas de los árboles bajo los que había estado deambulando, cuando un agudo siseo la hizo retirarse al instante: una gran paloma se había abalanzado sobre su cara dando violentos aletazos.
     —¡Serpiente! -chilló la Paloma.
     —¡No soy una serpiente! -dijo Alicia indignada-. ¡Déjame en paz!
     —¡Serpiente! ¡Serpiente! - repitió la Paloma; pero en tono más calmado, y añadió con una especie de sollozo-: ¡Lo he intentado todo, pero parece que nada las detiene!
     —No tengo ni idea de qué me hablas -dijo Alicia.
     —Lo he intentado en las raíces de los árboles, lo he intentado en las orillas de los ríos, lo he intentado en los setos -prosiguió la Paloma, sin hacerle caso-; ¡pero dichosas serpientes! ¡Nada las detiene!Alicia estaba cada vez más intrigada; pero consideró que era inútil decir nada hasta que la Paloma hubiese terminado.
     —Como si no fuese bastante preocupación incubar -dijo la Paloma-; ¡encima tener que andar vigilando noche y día a causa de las serpientes! ¡No he pegado ojo en estas tres semanas!
     —Siento muchísima haberle molestado -dijo Alicia, que empezaba a comprender.
     —¡Y precisamente cuando me había instalado en el árbol más alto del bosque -prosiguió la Paloma, elevando la voz hasta chillar-, precisamente cuando ya creía que al fin me había librado de ellas, empiezan a bajar contorsionándose del cielo! ¡Uff, dichosas serpientes!
     —¡Le repito que no soy una serpiente! -dijo Alicia-. Soy una... soy una...
     —¡A ver! ¿Qué eres? -dijo la Paloma-. ¡Ya veo que estás tratando de inventarte algo!
     —Soy... soy una niña -dijo Alicia con cierta vacilación, al recordar el número de cambios que había sufrido ese día.
     —¡Bonito cuento! -dijo la Paloma en tono de profundo desprecio-. He visto montones de niñas, en mis tiempos, y ninguna tenía un cuello así. ¡No, no! Eres una serpiente; de nada te valdrá negarlo. ¡Supongo que me vas a decir también que jamás te has comido un huevo!
     —He comido huevos, desde luego -dijo Alicia, que era una niña muy veraz-; pero las niñas comen huevos igual que las serpientes.
     — No me lo creo -dijo la Paloma-; pero si lo hacen, entonces son una especie de serpientes: es cuanto puedo decir.

Lewis Carroll, Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, Yuncos (Toledo), Ediciones Akal, S.A. , Colección Akal Literaturas, 2005, pág. 138-140.

Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato. Curso 2015-2016.

Nuestra señora de París, Victor Hugo

                    Capítulo VII
        
          La ilustre taberna de la Pomme d´Eve se hallaba en el barrio de la Universidad, en el cruce de la calle Rondelle con la de Bâtonnier. Era una sala bastante amplia, situada en la planta baja. Su techo de poca altura se apoyaba en un sólido pilar pintado de amarillo. Había mesas por todas partes; jarros de estaño relucientes, colgados de las paredes; mucha clientela, chicas en abundancia, una cristalera que daba a la calle y una parra a la puerta.. Sobre la puerta se veía una placa metálica de colores brillantes que tenía pintadas una manzana y una mujer. La placa estaba ya oxidada por la lluvia y giraba al viento sobre un eje de hierro. Esta especie de veleta, inclinada hacia el suelo, era el distintivo de la taberna.
         Empezaba a anochecer y el cruce en donde se encontraba la taberna estaba ya oscuro y ésta, llena de luces, se destacaba de lejos como una fragua en la oscuridad. A través de los cristales rotos de la entrada se oía el ruido del entrechocar de los vasos, el bullicio, los juramentos, las discusiones... A través del humo y la neblina que el ambiente de la sala empujaba hacia la cristalera de la entrada, se distinguían cien figuras borrosas y de vez en cuando se destacaba de entre ellas alguna carcajada estridente. 

        Victor Hugo, Nuestra señora de París, Madrid, Catedra, ed. 27, Letras Universales, página 310.
        Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.

El amante, Marguerite Duras.

El hombre elegante se ha apeado de la limusina, fuma un cigarrillo inglés. Mira a la jovencita con sombrero de fieltro, de hombre, y zapatos dorados. Se dirige lentamente hacia ella. Resulta evidente: está intimidado. Al principio, no sonríe. Primero les ofrece un cigarrillo. Su mano tiembla. Existe la diferencia racial, no es blanco, debe superarla, por eso tiembla. Ella le dice que no fuma, no, gracias. No dice nada más, no le dice déjeme tranquila. Entonces tiene menos miedo. Entonces le dice que cree estar soñando. No responde. No vale la pena responder, ¿qué  podría responder? Espera. Entonces él le pregunta: ¿pero de dónde viene usted? Dice que es la hija de la directora de la escuela femenina de Sadec. El reflexiona y después dice que ha oído hablar de esa señora, su madre, dela mala suerte que ha tenido con esa concesión que compró en Camboya, ¿no es así? Sí, lo es.
Repite que es realmente extraordinario verla en ese transbordador. Por la mañana, tan pronto, una chica tan hermosa como ella, usted no se da cuenta, resulta inesperado, una chica blanca en un autocar indígena.
Le dice que el sombrero le sienta bien, incluso muy bien, que resulta...sí, original...un sombrero de hombre, ¿por qué no?, es tan bonita, puede permitírselo todo.
Ella le mira. Se pregunta quién es. El hombre le dice que regresa de París donde ha cursado sus estudios, que también vive en Sadec, en el río exactamente, la gran casa con las grandes terrazas de balaustradas de cerámica azul. Le pregunta qué es. Le dice que es un chino, que su familia procede del norte de china, de Fun-Chuen. ¿Me permite que lalleve a su casa, en Saigón? Está de acuerdo.El hombre dice al chófer que recoja del autocar el equipaje de la chica y que lo meta en el coche negro.

Marguerite Duras, El amante, Texto seleccionado por Edith González Ramos, Primero de bachillerato, curso 2015-2016.