jueves, 9 de febrero de 2012

Cándido, Voltaire.

De cómo Cándido fue educado en un hermoso castillo y de qué manera fue expulsado de éste
CAPITULO I

Había en Westfalia, en el castillo del señor barón de Thunderten-tronck, un joven a quien su naturaleza había dotado de hábitos modestos y encantadores. Su rostro dejaba adivinar su alma. Quizá por eso y porque hacía gala de un juicio recto y de un espíritu simple, se le llamaba Cándido. Los viejos criados de la casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón y de un honesto y bonachón gentilhombre de la vecindad, a quien esta dama no había querido desposar porque el pobre no había podido demostrar en su haber nada más que sesenta y una aldeas, habiendo perdido asimismo el control de su árbol genealógico, por el correr inevitable del tiempo.
El señor barón era uno de los caballeros más poderosos de la Westfalia porque su castillo tenía una puerta y ventanas. Además, su salón estaba adornado con tapicerías. Todos los perros de sus corrales componían una jauría, en caso de necesidad; sus palafreneros hacían de picadores y el vicario de la aldea era su gran limosnero. Lo llamaban monseñor y todos reían cuando contaba cuentos.
La señora baronesa, que pesaba casi trescientas cincuenta libras, gozaba en toda la vecindad de una gran consideración y hacía los honores de la casa con una dignidad que la hacía aún más respetable. Su hija Cunegunda, de diecisiete años, era coloradota, fresca, gruesa y muy apetecible. El hijo del barón era en un todo digno de su padre. El preceptor Pangloss, oráculo de la casa, daba sus clases y el pequeño Cándido lo escuchaba con una bueno fe acorde con su edad y carácter.
Pangloss enseñaba la metafisicoteologocosmolonigología. Probaba admirablemente que no existe efecto sin causa y que en este maravilloso mundo el más bello de los castillos era el del señor barón, y la señora, la mejor baronesa entre mil.

Cándido escuchaba atentamente y creía todo a pies juntillas porque encontraba que la señorita Cunegunda era bellísima, aunque jamás osó manifestárselo. A veces llegaba a la conclusión de que teniendo la dicha de haber nacido barón de Thunder-ten-tronck, el segundo grado de felicidad debía ser la señorita Cunegunda; el tercero, verla todos los días, y el cuarto, escuchar a su maestro Pangloss, el más grande filósofo de la provincia y, como consecuencia, del mundo entero.
Un día, Cunegunda paseaba cerca del castillo, en el bosque que hacía las veces de parque, cuando vio entre la maleza al doctor Pangloss, dándole una lección de física experimental a la camarera de su madre, que era una morena muy bonita y un tanto dócil. Como la señorita Cunegunda tenía una disposición especialísima hacia todas las ciencias, observó, sin rechistar, las reiteradas experiencias de las que era testigo; fue allí donde vio claramente la razón suficiente del doctor, los efectos y las causas, retirándose agitadísima, pensativa, deseosa de aprender y considerando la posibilidad de ser ella la razón suficiente del joven Cándido y viceversa.
Al encontrarse con Cándido al volver del castillo, se sonrojó violentamente; Cándido enrojeció también; ella le dio los buenos días con voz entrecortada y Cándido le empezó a hablar sin saber a ciencia cierta lo que le decía. Al día siguiente, después de almorzar, se encontraron detrás de un biombo, dejando caer Cunegunda su pañuelo y recogiéndoselo Cándido. Ella le tomó la mano, el joven besó la suya inocentemente, pero con una vivacidad, una sensibilidad y una gracia particularísimas; sus bocas se encontraron, sus ojos se inflamaron, sus rodillas flaquearon y las manos se les entorpecieron. El señor barón de Thunder-ten-tronck, que pasaba cerca, viendo esta causa y ese efecto, expulsó a Cándido del castillo. Cunegunda se desvaneció y fue socorrida por la señora baronesa, quedando todo el mundo consternado por los acontecimientos en el más bello y agradable de los castillos.



Voltaire, Cándido, págs 11-13. Seleccionado por Olga Domínguez Martín, segundo de Bachillerato, curso 2011-2012.