viernes, 21 de diciembre de 2012

Las tres hilanderas, hermanos Grimm.

    Erase una muchacha holgazana que no quería hilar; y ya podía decir su madre cuanto quisera, que le era imposible obligarla a hacerlo. Hasta que un día, la ira y la impaciencia exasperaron tanto a la madre que comenzó a pegar a la hija, que se echó a llorar desesperadamente. Acertó a pasar por allí en ese momento la reina, quien, al oír los llantos, ordenó detener su carroza, entró en la casa y le preguntó a la madre por qué  pegaba de tal forma a su hija que los gritos tenían que escucharse por toda la calle. Pero a la mujer le dio vergüenza el tener que revelar la holgazanería de su hija y mintió:
   -Nada puedo hacer para que deje de hilar; no hace más que hilar todo el santo día; y yo soy pobre y no puedo comprar tanto lino.
    A lo que respondió la reina:
    -No hay nada que me guste más que el oír hilar, y nada que me proporcione tanto placer como el zumbido de las ruecas. Dadme a vuestra hija para que me la lleve a palacio; tengo lino más que suficiente; ¡que hile allí tanto como quiera!
     La madre se alegró de todo corazón, y la reina se llevó a la hija. Cuando llegaron a palacio, la condujo a a tres alcobas de una torre que estaban abarrotadas del más hermoso lino, en montones que llegaban hasta el techo.

Hermanos Grimm,Cuentos de los hermanos Grimm, Las tres hilanderas, Alianza editorial. Texto seleccionado por Eduardo Montes, segundo de Bachillerato curso 2012/2013.

Nadja, André Breton

      El pasado 4 de octubre, hacia el final de una de esas tardes absolutamente ociosas y lúgubres, como sólo yo sé pasar, me encontraba en la calle Lafayette: tras haberme detenido durante algunos minutos ante el escaparate de la librería de L'Humanité y haber adquirido la última obra de Trotsky, seguía mi camino, vagando sin rumbo, en dirección a la Ópera. Las oficinas, los talleres comenzaban a quedarse vacíos, de arriba abajo de los edificios todo eran puertas cerrándose, las personas se estrechaban la mano en las aceras que empezaban a estar más concurridas. Sin quererlo, observaba rostros, atavíos ridículos, formas de andar. Quiá, ni de lejos estaría esta gente dispuesta a hacer la Revolución. Acababa de cruzar aquella plaza, cuyo nombre olvido o ignoro, allí, frente a una iglesia.        De pronto, cuando aún se encuentra a unos diez pasos de mí, me fijo en una muchacha, muy pobremente vestida, que viene en sentido contrario y que, a su vez, también me ve o me ha visto. A diferencia del resto de los transeúntes, lleva la cabeza erguida. Tan frágil que apenas se posa a andar. Una imperceptible sonrisa atraviesa tal vez su rostro. Curiosamente maquillada como si, habiendo comenzado por los ojos, no hubiera tenido tiempo de acabar, pero con la raya de los ojos tan negra para una rubia. La raya, de ningún modo los párpados (un brillo así se consigue, y sólo se consigue, repasando cuidadosamente el lápiz únicamente bajo el párpado.

André Breton, Nadja, páginas 147 y 148, editorial Cátedra.
Seleccionado por Esther Hernández Calvo, segundo de  Bachillerato, curso 2012-2013.