El pasado 4 de octubre, hacia el final de una de esas tardes absolutamente ociosas y lúgubres, como sólo yo sé pasar, me encontraba en la calle Lafayette: tras haberme detenido durante algunos minutos ante el escaparate de la librería de L'Humanité y haber adquirido la última obra de Trotsky, seguía mi camino, vagando sin rumbo, en dirección a la Ópera. Las oficinas, los talleres comenzaban a quedarse vacíos, de arriba abajo de los edificios todo eran puertas cerrándose, las personas se estrechaban la mano en las aceras que empezaban a estar más concurridas. Sin quererlo, observaba rostros, atavíos ridículos, formas de andar. Quiá, ni de lejos estaría esta gente dispuesta a hacer la Revolución. Acababa de cruzar aquella plaza, cuyo nombre olvido o ignoro, allí, frente a una iglesia. De pronto, cuando aún se encuentra a unos diez pasos de mí, me fijo en una muchacha, muy pobremente vestida, que viene en sentido contrario y que, a su vez, también me ve o me ha visto. A diferencia del resto de los transeúntes, lleva la cabeza erguida. Tan frágil que apenas se posa a andar. Una imperceptible sonrisa atraviesa tal vez su rostro. Curiosamente maquillada como si, habiendo comenzado por los ojos, no hubiera tenido tiempo de acabar, pero con la raya de los ojos tan negra para una rubia. La raya, de ningún modo los párpados (un brillo así se consigue, y sólo se consigue, repasando cuidadosamente el lápiz únicamente bajo el párpado.
André Breton, Nadja, páginas 147 y 148, editorial Cátedra.
Seleccionado por Esther Hernández Calvo, segundo de Bachillerato, curso 2012-2013.
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