viernes, 14 de mayo de 2010

Fausto, Johann Wolfgang von Goethe.

MEFISTÓFELES : (Al disiparse la niebla aparece con la figura de un estudiante viajero desde detrás de la
estufa.)
¿A qué viene tanto ruido?, ¿en qué puedo servir al señor?
FAUSTO :
¿Esto es lo que había dentro del perro de aguas? ¿Un estudiante viajero? Esto me hace reír.
MEFISTÓFELES :
Saludo al erudito señor. Me ha hecho usted sudar la gota gorda.
FAUSTO :
¿Cuál es tu nombre?
MEFISTÓFELES :
La pregunta me parece de poca categoría para alguien que desprecia la Palabra; para alguien que,
desdeñando toda apariencia, busca la esencia ahondando en las profundidades.
FAUSTO :
En vuestro caso, señor, se puede llegar a la esencia conociendo el nombre; esto ocurriría si supiera, con
toda claridad, si os apellidáis «Dios de las moscas», «Corruptor» o «Mentiroso». Bueno, ¿quién eres?
MEFISTÓFELES :
Una parte de esa fuerza que siempre quiere el mal y siempre hace el bien.
FAUSTO
¿Qué significa ese acertijo?
MEFISTÓFELES :
Soy el espíritu que siempre niega. Y lo hago con pleno derecho, pues todo lo que nace merece ser
aniquilado, mejor sería entonces que no naciera. Por ello, mi auténtica naturaleza es eso que llamáis
pecado y destrucción, en una palabra, el Mal.
FAUSTO :
¿Por qué te defines como parte si estás entero ante mí?
MEFISTÓFELES :
Te diré una discreta verdad: aunque el hombre, ese pequeño mundo de locos, suele considerarse un todo,
yo soy una parte de la parte que al principio lo era todo. Soy una parte de la oscuridad que la luz
engendró, esa luz soberbia que le disputa a la madre noche su antiguo rango y su lugar. Sin embargo,
aunque se esfuerce no lo logra, pues está presa de los cuerpos. Surge de los cuerpos y a los cuerpos.


Goethe, Fausto,   http://www.librospdf.net/Fausto-goethe/1/ . Seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

El diablo y el relojero, Daniel Defoe.

El Diablo y el relojero
Daniel Defoe


Viva en la parroquia de St. Bennet Funk, cerca del Royal Exchange, una honesta y pobre viuda quien, después de morir su marido, tomó huéspedes en su casa. Es decir, dejó libres algunas de sus habitaciones para aliviar su renta. Entre otros, cedió su buhardilla a un artesano que hacía engranajes para relojes y que trabajaba para aquellos comerciantes que vendían dichos instrumentos, según es costumbre en esta actividad.
Sucedió que un hombre y una mujer fueron a hablar con este fabricante de engranajes por algún asunto relacionado con su trabajo. Y cuando estaban cerca de los últimos escalones, por la puerta completamente abierta del altillo donde trabajaba, vieron que el hombre (relojero o artesano de engranajes) se había colgado de una viga que sobresalía más baja que el techo o cielorraso. Atónita por lo que veía, la mujer se detuvo y gritó al hombre, que estaba detrás de ella en la escalera, que corriera arriba y bajara al pobre desdichado.
En ese mismo momento, desde otra parte de la habitación, que no podía verse desde las escaleras, corrió velozmente otro hombre que Ilevaba un escabel en sus manos. Éste, con cara de estar en un grandísimo apuro, lo colocó debajo del desventurado que estaba colgado y, subiéndose rápidamente, sacó un cuchillo del bolsillo y sosteniendo el cuerpo del ahorcado con una mano, hizo señas con la cabeza a la mujer y al hombre que venía detrás, como queriendo detenerlos para que no entraran; al mismo tiempo mostraba el cuchillo en la otra, como si estuviera por cortar la soga para soltarlo.
Ante esto la mujer se detuvo un momento, pero el hombre que estaba parado en el banquillo continuaba con la mano y el cuchillo tocando el nudo, pero no lo cortaba. Por esta razón la mujer gritó de nuevo a su acompañante y le dijo:
-¡Sube y ayuda al hombre!
Suponía que algo impedía su acción.
Pero el que estaba subido al banquillo nuevamente les hizo señas de que se quedaran quietos y no entraran, como diciendo: «Lo haré inmediatamente».
Entonces dio dos golpes con el cuchillo, como si cortara la cuerda, y después se detuvo nuevamente. El desconocido seguía colgado y muriéndose en consecuencia. Ante la repetición del hecho, la mujer de la escalera le gritó:
-¿Que pasa? ¿Por qué no bajáis al pobre hombre?
Y el acompañante que la seguía, habiéndosele acabado la paciencia, la empujó y le dijo:
-Déjame pasar. Te aseguro que yo lo haré -y con estas palabras llegó arriba y a la habitación donde estaban los extraños.
Pero cuando llegó allí ¡cielos! el pobre relojero estaba colgado, pero no el hombre con el cuchillo, ni el banquito, ni ninguna otra cosa o ser que pudiera ser vista a oída. Todo había sido un engaño, urdido por criaturas espectrales enviadas sin duda para dejar que el pobre desventurado se ahorcara y expirara.
El visitante estaba tan aterrorizado y sorprendido que, a pesar de todo el coraje que antes había demostrado, cayó redondo en el suelo como muerto. Y la mujer, al fin, para bajar al hombre, tuvo que cortar la soga con unas tijeras, lo cual le dio gran trabajo.
Como no me cabe duda de la verdad de esta historia que me fue contada por personas de cuya honestidad me fío, creo que no me dará trabajo convenceros de quién debía de ser el hombre del banquito: fue el diablo, que se situó allí con el objeto de terminar el asesinato del hombre a quien, según su costumbre, había tentado antes y convencido para que fuera su propio verdugo. Además, este crimen corresponde tan bien con la naturaleza del demonio y sus ocupaciones, que yo no lo puedo cuestionar. Ni puedo creer que estemos equivocados al cargar al diablo con tal acción.
Nota: No puedo tener certeza sobre el final de la historia; es decir, si bajaron al relojero lo suficientemente rápido como para recobrarse o si el diablo ejecutó sus propósitos y mantuvo aparte al hombre y a la mujer hasta que fue demasiado tarde. Pero sea lo que fuera, es seguro que él se esforzó demoníacamente y permaneció hasta que fue obligado a marcharse.


Daniel Defoe, El diablo y el relojero, http://www.bibliotecagratis.com/autor/D/daniel_defoe/el_diablo_y_el_relojero.htm. Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

Las brujas de Salem, Arthur Miller.

Voz de Hathorne: Y bien, Martha Corey, hay abundantes pruebas en nuestro poder que demuestran que os habéis entregado a la adivinación de la suerte. ¿Lo negáis?
Voz de Martha: Soy inocente. Ni siquiera sé lo que es una bruja.
Voz de Hathorne: ¿Cómo sabéis, entonces, que no lo sois?
Voz de Martha: Si lo fuera lo sabría.
Voz de Hathorne: ¿Por qué dañáis a estas niñas?
Voz de Martha: ¡No los daño! ¡Es despreciable!
Voz de Giles Corey
(rugiendo): ¡Tengo nuevas pruebas para el tribunal!(Las voces del pueblo se elevan, excitadas.)
Voz de Danforth: ¡Ocupad vuestros sitios!
Voz de Giles: ¡Thomas Putnam roba tierras!
Voz de Danforth: ¡Alguacil, llevaos a ese hombre!
Voz de Giles: ¡Estáis oyendo mentiras, no más que mentiras!
(Un rugido se eleva del público.)
Voz de Hathorne: ¡Arrestadlo, Excelencia!
Voz de Giles: ¡Tengo pruebas! ¿Por qué no queréis escuchar mis pruebas?
(Se abre la puerta y Giles es prácticamente transportado dentro de la sacristía por Herrick.)
Giles: ¡Quita tus manos, maldito seas! ¡Déjame!
Herrick: ¡Giles, Giles!
Giles: ¡Fuera de mi camino, Herrick! Traigo pruebas...
Herrick: ¡Tú no puedes entrar ahí, Giles, es un tribunal!
(Entra Hale por la derecha.)
Hale: Por favor, calmaos un momento.
Giles: Vos, señor Hale, entrad y pedid que yo hable.
Hale: Un momento, señor, un momento.
Giles: ¡Ahorcarán a mi mujer!
(Entra el Juez Hathorne de Salem. De unos sesenta y tantos años, es desagradable, insensible a los remordimientos.)
Hathorne: ¿Cómo os atrevéis a entrar rugiendo en esta Corte! ¿Os habéis vuelto loco, Corey?
Giles: No sois ningún juez de Boston todavía, Hathorne. ¡No me llaméis loco!
(Entra el Comisionado del Gobernador, Danforth, y, tras él, Ezequiel Cheever y Parris. Al entrar, se hace el silencio. Danforth es un hombre serio, de unos 65 años, con cierto humor y sofisticación que, sin embargo, no interfieren con su precisa lealtad a su posición y a su causa. Se aproxima a Giles, que aguarda su ira.)
Danforth (mirando directamente a Giles): ¿Quién es este hombre?
Parris: Giles Corey, señor, el litigante más...
Giles (a Parris): ¡Es a mí a quien pregunta, y soy lo bastante viejo como para contestar yo mismo! (A Danforth, quien lo impresiona y a quien sonríe a pesar de su violencia): Mi nombre es Corey, señor, Giles Corey. Tengo 200 hectáreas y además tengo madera. La que estáis condenando ahora es mi mujer. (Indica la sala de la Corte.)
Danforth: ¿Y cómo creéis que un alboroto tan despreciable puede ayudarla? Retiraos. Sólo vuestra edad os salva de la cárcel.
Giles
(comienza a alegar): Se dicen mentiras de mi mujer, señor, yo...
Danforth: ¿Es que pretendéis decidir vos qué es lo que esta Corte creerá y qué es lo que desechará?
Giles: Vuestra Excelencia, no queríamos ser irrespetuosos hacia...
Danforth: ¡Irrespetuosos decís! ¡Profanadores, señor! Esta es la más alta Corte del Superior Gobierno de esta Provincia, ¿lo sabéis?
Giles
(comenzando a llorar): Vuestra Excelencia, sólo dije que ella leía libros, señor, y vienen y se la llevan de casa por...
Danforth
(extrañado): ¡Libros! ¿Qué libros?
Giles
(entre incontenibles sollozos): Es mi tercera esposa, señor, nunca tuve una mujer tan prendada de los libros, y pensé que debía encontrar la causa de ello, comprendéis, pero no era de bruja que yo la acusaba. (Llora abiertamente) Le he quitado apoyo a esa mujer, le he quitado mi apoyo. (Se cubre la cara, avergonzado. Danforth se mantiene respetuosamente silencioso.)
Hale: Excelencia, él sostiene poseer importantes pruebas para la defensa de su mujer. Creo que, con toda justicia, deberíais...
Danforth: Pues que presente sus pruebas en declaración jurada. Conocéis bien nuestros procedimientos aquí, señor Hale.
(A Herrick): Despejad esta habitación.
Herrick: Vamos, Giles.
(Empuja suavemente a Corey fuera de la habitación.)
Francis: Estamos desesperados, señor; hace tres días que venimos y no logramos ser escuchados.
Danforth: ¿Quién es este hombre?
Francis: Francis Nurse, Vuestra Excelencia.
Hale: Su mujer, Rebecca, fue condenada esta mañana.
Danforth: ¡El mismo! Estoy sorprendido de encontraros en tal tumulto. Sólo tengo buenos informes acerca de vuestro carácter, señor Nurse.
Hathorne: Creo que ambos deberían ser arrestados por desacato, señor.
Danforth
(a Francis): Escribid vuestra defensa, y a su debido tiempo yo...
Francis: Excelencia, tenemos pruebas para vos; Dios no permita que cerréis vuestros ojos ante ellas. Las muchachas, señor, las muchachas son un fraude.
Danforth: ¿Cómo es eso?
Francis: Tenemos prueba de ello, señor. Os engañan todas ellas.
(Danforth es sacudido por esto pero observa atentamente a Francis.)
Hathorne: ¡Esto es desacato, señor, desacato!
Danforth: Calma, juez Hathorne. ¿Sabéis quien soy, señor Nurse?
Francis: Ya lo creo, señor, y creo que debéis ser un juez sabio para ser lo que sois.
Danforth: ¿Y sabéis que desde Marblehead hasta Lynn hay cerca de 400 en las cárceles, y con mi firma?
Francis: Yo...
Danforth: ¿Y 72 condenados a la horca con esa firma?
Francis: Excelencia, nunca hubiera soñado decir esto a tan importante juez, pero os están engañando.
(Entra Giles Corey por la izquierda. Todos se vuelven para ver mientras él invita a entrar a Mary Warren con Proctor. Mary mantiene la mirada en el suelo; Proctor la lleva del codo, como si ella estuviera por desplomarse.)
Parris (al verla, pasmado): ¡Mary Warren! (Va directamente a inclinarse sobre el rostro de ella): ¿Qué vienes hacer aquí?Proctor (alejando a Parris con un suave pero firme movimiento de protección para ella): Quiere hablar con el Comisionado del Gobernador.
Danforth
(pasmado por esto, encara a Herrick): ¿No me habíais dicho que Mary Warren estaba enferma, en cama?
Herrick: Lo estaba, Vuestra Merced. Cuando fluí a buscarla para traerla ante el tribunal, la semana pasada, dijo estar enferma.
Giles: Ha estado luchando con su alma toda la semana, Vuestra Merced; viene ahora a decir la verdad de todo esto.
Danforth: ¿Quién es éste?
Proctor: John Proctor, señor. Elizabeth Proctor es mi mujer.
Parris: Cuidado con este hombre, Excelencia, este hombre es dañino.
Hale
(excitado): Creo que debéis escuchar a la chica, señor, ella...
Danforth
(quien se ha interesado mucho en Mary Warren, sólo levanta una mano hacia Hale): Calma. ¿Qué quieres decirnos, Mary Warren?(Proctor la mira, pero ella no puede hablar.)
Proctor: Nunca vio ningún espíritu, señor.
Danforth
(con gran alarma y sorpresa, a Mary): ¡Nunca vio ningún espíritu!
Giles
(ansiosamente): Jamás.
Proctor
(hurgando en el bolsillo de su chaqueta): Ella ha firmado un testimonio, señor...
Danforth
(instantáneamente): No, no, no acepto testimonios. (Está midiendo rápidamente la situación; se vuelve a Proctor): Decidme, señor Proctor, ¿habéis diseminado la noticia en el pueblo?
Proctor: No, señor, no lo hemos hecho.
Parris: ¡Han venido a derrocar el tribunal, señor! Este hombre es...
Danforth: Os ruego, señor Parris. Sabéis, señor Proctor, que todo lo que el Estado sostiene en este caso es que el Cielo está hablando por boca de estas niñas.
Proctor: Lo sé, señor.
Danforth (
piensa, mirando fijamente a Proctor, y luego se vuelve a Mary Warren): Y tú, Mary Warren, ¿cómo es que te dio por acusar a las gentes culpándolas de enviar sus espíritus contra ti?
Mary: Era en broma, señor.
Danforth: No te oigo.
Proctor: Dice que era en broma.
Danforth: ¿Sí? ¿Y las demás muchachas? ¿Susanna Walcott, y... las otras? ¿También ellas bromean?
Mary: Sí, señor.
Danforth
(con ojos dilatados): ¿Realmente? (Está desorientado. Se vuelve para estudiar el rostro de Proctor.)
Parris (sudando): ¡Excelencia, no iréis a creer que una mentira tan vil puede exponerse ante el tribunal!
Danforth: Claro que no, pero me impresiona mucho que se atreva ella a venir hasta aquí mismo con tal cuento. Veamos, señor Proctor, antes de que decida si os escucharé o no, es mi deber deciros esto: es una hoguera viva la que aquí tenemos; sus llamas derriten todo fingimiento.
Proctor: Lo sé, señor.
Danforth: Permitidme continuar. Comprendo bien que la ternura de un marido pueda llevarlo hasta la extravagancia en defensa de su esposa. ¿Estáis íntimamente seguro, señor, de que vuestra prueba es verdad?
Proctor: Lo es. Y sin duda vos la veréis.
Danforth: ¡Y pensabais hacer esta revelación declarándola en la Corte, ante el público!
Proctor: Eso pensaba, sí... con vuestra licencia.
Danforth
(entrecerrando los ojos): Y bien, señor, ¿cuál es vuestro propósito al hacerlo?
Proctor: Pues así daría libertad a mi mujer, señor.
Danforth: ¿No acecha en parte alguna de vuestro corazón, ni se esconde en vuestro espíritu, ningún deseo de minar este tribunal?
Proctor
(con un casi imperceptible balbuceo): Pues, no, señor.
Cheever
(se aclara la garganta, “despertando”): Yo... Vuestra Excelencia.
Danforth: Señor Cheever.
Cheever: Creo que es mi deber, señor...
(Amablemente, a Proctor): No lo negarás, John. (A Danforth): Cuando fuimos a detener a su mujer, él maldijo al tribunal y rasgó la orden de arresto.
Parris: ¡Ahí lo tenéis!
Danforth: ¿Hizo eso, señor Hale?
Hale
(respira hondo): Sí, lo hizo.
Proctor: Fue un arranque, señor. No sabía lo que hacía.
Danforth
(estudiándolo): Señor Proctor.
Proctor: Sí, señor.
Danforth
(directamente a sus ojos): ¿Habéis visto alguna vez al Diablo?
Proctor: No, señor.
Danforth: ¿Sois en todos los aspectos un buen cristiano?
Proctor: Lo soy, señor.
Parris: ¡Un cristiano tal que no viene a la iglesia más que una vez al mes!
Danforth
(contenido... le pica la curiosidad): ¿No viene a la iglesia?
Proctor: Yo... no siento amor alguno por el señor Parris. No es ningún secreto. Pero a Dios sí lo amo.
Cheever: Ara la tierra los domingos, señor.
Danforth: ¡Ara los domingos!
Cheever
(disculpándose): Creo que son pruebas, John. Soy funcionario del tribunal, y no puedo callarlo.
Proctor: Yo... he arado una o dos veces en día domingo. Tengo tres hijos, señor, y hasta el año pasado mi tierra rendía poco.
Giles: A decir verdad, encontraréis otros cristianos que aran los domingos.
Hale: Vuestra Merced, no me parece que podáis juzgar al hombre en base a tal prueba.
Danforth: Nada juzgo.
(Pausa. Continúa mirando a Proctor, que trata de devolverle la mirada.) Os digo sin rodeos, señor... he visto maravillas en esta Corte. He visto ante mis ojos gente asfixiada por espíritus; los he visto atravesados por alfileres y acuchillados por dagas. No tengo, hasta este instante, la mínima razón para sospechar que las niñas me engañan. ¿Entendéis lo que quiero decir?
Proctor: Excelencia, ¿no os extraña que tantas de estas mujeres hayan vivido tanto tiempo con tan limpias reputaciones y...?
Parris: ¿Leéis el Evangelio, señor Proctor?
Proctor: Leo el Evangelio.
Parris: No os creo; pues si no, sabríais que Caín era un hombre recto, y sin embargo mató a Abel.
Proctor: Sí, es Dios quien nos dice eso.
(A Danforth.) Pero ¿quién es el que nos dice que Rebecca Nurse asesinó a siete criaturas soltando sobre ellas su espíritu? Son sólo estas chicas, y ésta jurará que os mintió.(Danforth medita, luego llama a Hathorne. Hathorne se inclina y él le habla al oído. Hathorne asiente.)
Hathorne: Sí, es ella misma.
Danforth: Señor Proctor, esta mañana vuestra esposa me envió una petición diciendo estar encinta.
Proctor: ¡¿Mi mujer, embarazada?!
Danforth: No hay señal de ello; hemos examinado su cuerpo.
Proctor: ¡Pero si dice estar encinta, debe estarlo! Esa mujer jamás mentirá, señor Danforth.
Danforth: ¿No mentirá?
Proctor: Jamás, señor, jamás.
Danforth: Lo hemos considerado demasiado conveniente para ser creído. Sin embargo, si os dijera que la retendríamos otro mes; y que si comienza a manifestar los síntomas naturales, la tendríais viviendo aún otro año, hasta que diera a luz... ¿qué diríais de eso?
(John Proctor queda mudo.) Vamos. Decís que vuestro único propósito es salvar a vuestra mujer. Pues bien, por este año, al menos, está a salvo, y un año es largo. ¿Qué decís, señor? Trato hecho. (En conflicto consigo mismo, Proctor mira a Francis y a Giles.) ¿Levantáis vuestra acusación?
Proctor: Yo... creo que no puedo.
Danforth
(una imperceptible dureza en su voz): Vuestro propósito es, pues, algo más vasto.
Parris: ¡Ha venido a deponer el tribunal, Vuestra Señoría!
Proctor: Estos son mis amigos. Sus esposas también están acusadas...
Danforth
(de modo repentinamente vivo): No os juzgo, señor. Estoy listo para escuchar vuestra prueba.
Proctor: No vengo a dañar al tribunal; sólo...
Danforth
(cortándolo): Alguacil, entrad en la Corte y decid al Juez Stoughton y al Juez Sewall que pasen a cuarto intermedio por una hora. Y que vayan a la taberna, si lo desean. Todos los testigos y prisioneros quedarán en el edificio.
Herrick: Sí, señor.
(Con gran deferencia.) Si se me permite decirlo así, señor, he conocido a este hombre toda mi vida. Es un hombre bueno, señor.
Danforth
(lo que le molesta es cómo eso se refleja en él mismo): No me caben dudas, alguacil. (Herrick asiente y sale.) Ahora bien, ¿qué testimonio tenéis para nosotros, señor Proctor? Y os ruego ser claro, limpio como el Cielo y honesto.
Proctor
(extrayendo algunos papeles): No soy abogado, y trataré...
Danforth: Los líos de corazón no necesitan abogado. Continuad a vuestro gusto.
Proctor
(entregando un papel a Danforth): ¿Queréis leer esto primero, señor? Es una especie de testimonio. La gente que lo firma declara su buena opinión sobre Rebecca y mi esposa y Martha Corey. (Danforth mira el papel.)
Parris (tratando de aprovechar el sarcasmo de Danforth): ¡Su buena opinión! (Pero Danforth sigue leyendo y Proctor se siente alentado.)
Proctor: Estos son todos agricultores propietarios, miembros de la Iglesia. (Con delicadeza, tratando de señalar un párrafo): Si observáis, señor... han conocido a las mujeres por muchos años y jamás vieron señales de que hubiesen tratado con el Diablo.(Parris se acerca nerviosamente y lee por sobre el hombro de Danforth.)
Danforth (examinando una larga lista): ¿Cuántos nombres hay aquí?
Francis: 91, Excelencia.
Parris
(sudando): Esta gente debiera ser convocada. (Danforth lo mira, interrogante.) Para interrogarlos.
Francis
(temblando de ira): Señor Danforth, les he dado a todos mi palabra de que ningún mal les ocurriría por firmar esto.
Parris: ¡Esto es claramente un ataque al tribunal!
Hale
(a Parris, tratando de contenerse): ¿Es que toda defensa es un ataque al tribunal? ¿Es que nadie puede...?
Parris: Toda aquella gente que es inocente y cristiana se alegra de que haya tribunales en Salem. En cambio, esta gente está triste.
(A Danforth directamente.) Y creo que queréis saber de boca de todos y cada uno de ellos, qué es lo que de vos no les place.
Hathorne: Creo que debieran ser examinados, señor.
Danforth: No es necesariamente un ataque, creo. Sin embargo...
Francis: Son todos cristianos devotos, señor.
Danforth: Entonces estoy seguro de que nada tendrán que temer.
(Entrega el papel a Cheever.) Señor Cheever, haced extender órdenes de arresto para todos éstos, arrestos para indagatoria. (A Proctor.) Ahora bien, señor, ¿qué otra información tenéis para nosotros? (Francis, horrorizado, está aún de pie.) Podéis sentaros, señor Nurse.
Francis: He traído trastornos para esta gente: yo he...
Danforth: No, abuelo, no habéis herido a esta gente si son de buena moral. Pero debéis entender, señor, que una persona está con este tribunal o si no, debe considerarse que está en su contra, no hay términos medios
[la negrita es mía]. Este es un momento bien definido, un momento preciso... ya no vivimos en el oscuro atardecer en que el mal se mezclaba con el bien y confundían al mundo. Ahora, gracias a Dios, ha salido el sol radiante y aquellos que no temen la luz, sin duda lo alabarán. Espero que seréis uno de ellos. (Mary Warren de pronto solloza.) Por lo que veo, no se siente bien.
Proctor: No, no está bien, señor.
(A Mary, inclinándose hacia ella, teniéndole la mano, con calma.) Recuerda ahora lo que el ángel Rafael le dijo a Tobías, recuérdalo.
Mary
(casi inaudible): Sí...
Proctor: “Sólo harás el bien y ningún mal recaerá sobre ti”.
Mary: Sí.
Danforth: Vamos, hombre, os aguardamos.
(Vuelve el alguacil Herrick y retoma su puesto junto a la puerta.)
Giles: Mi testimonio, John, entrégale el mío.
Proctor: Sí.
(Le entrega otro papel a Danforth.) Este es el testimonio del señor Corey.
Danforth: Ah, ¿sí?
(Lo examina. Hathorne se acerca desde atrás y lee con él.)
Hathorne (suspicazmente): ¿Qué abogado redactó esto, Corey?
Giles: Bien sabéis que jamás tomé un abogado en mi vida, Hathorne.
Danforth
(terminando de leer): Muy bien escrito. Felicitaciones. Señor Parris, si el señor Putnam está en la Corte, ¿tendríais a bien traerlo? (Hathorne toma el testimonio y va hacia la ventana. Parris va a la sala del tribunal.) ¿No tenéis ninguna preparación legal, señor Corey?
Giles
(muy orondo): La mejor, señor... 33 veces he estado ante tribunales en mi vida. Y siempre he sido el demandante.
Danforth: Ah, entonces sois muy irritable.
Giles: No soy irritable; conozco mis derechos, señor, y los haré valer. Sabéis, vuestro padre juzgó un caso mío... quizás haga ya 35 años de ello, creo.
Danforth: Ah, ¿sí?
Giles: ¿Nunca os habló de ello?
Danforth: No, no puedo recordarlo.
Giles: Es raro; me dio 9 libras por daños. Era un juez justo, vuestro padre. Porque veréis: tenía yo una yegua blanca entonces y un tipo vino a que le preste la yegua...
(Entra Parris con Thomas Putnam. Cuando ve a Putnam, Giles pierde su desembarazo; se pone duro.) Ah, ahí está.
Danforth: Señor Putnam, tengo aquí una acusación del señor Corey en contra vuestra. Declara que fríamente habéis incitado a vuestra hija a acusar de brujería a George Jacobs quien está ahora en la cárcel.
Putnam: Es mentira.
Danforth
(volviéndose a Giles): El señor Putnam afirma que vuestro cargo es falso. ¿Qué respondéis a eso?
Giles
(furioso, sus puños crispados): ¡Un pedo para Thomas Putnam, eso es lo que respondo!
Danforth: ¿Qué prueba presentáis con vuestra acusación, señor?
Giles: ¡Ahí está mi prueba!
(Señalando el papel.) Si Jacobs es colgado por brujo, pierde derecho a sus propiedades... ¡esa es la ley! Y no hay nadie más que Putnam con dinero para comprar semejante extensión. ¡Este hombre mata a sus vecinos por sus tierras!
Danforth: ¡Pero la prueba, señor, la prueba!
Giles
(señalando su testimonio): ¡La prueba está ahí! ¡La obtuve de un hombre honesto que oyó decirlo así a Putnam! El día que su hija acusó a Jacobs, dijo que con eso ella le había hecho un buen regalo de tierras.
Hathorne: ¿Y el nombre de este hombre?
Giles
(sorprendido): ¿Qué nombre?
Hathorne: Del hombre que os dio tal información.
Giles
(duda): Pues, yo... no puedo daros su nombre.
Hathorne: ¿Y por qué no?
Giles
(duda, luego explota): ¡Vos sabéis bien por qué no! ¡Irá a parar a la cárcel si os doy su nombre!
Hathorne: ¡Esto es desacato al tribunal, señor Danforth!
Danforth
(para evitar eso): Sin duda, nos diréis su nombre.
Giles: No os daré ningún nombre. Mencioné el nombre de mi mujer una vez y ya por ello arderé bastante en el Infierno. Me quedo mudo.
Danforth: En ese caso, no tengo más alternativa que arrestaros por desacato a la Corte, ¿sabéis eso?
Giles: Esto es una audiencia; no podéis encerrarme por desacato a una audiencia.
Danforth: ¡Ah, es un buen abogado! ¿Deseáis que declare al tribunal en sesión aquí mismo? ¿O me responderéis debidamente?
Giles
(vacilante): No puedo daros ningún nombre, señor, no puedo.
Danforth: Sois un viejo tonto. Señor Cheever, comenzad el acta. La Corte está en sesión. Os pregunto, señor Corey...
Proctor
(entrometiéndose): Vuestra Honorabilidad... le han dado la historia confidencialmente, señor, y él...
Parris: ¡El Diablo participa de tales confidencias!
(A Danforth): ¡Sin confidencias no habría conspiración, Vuestra Merced!
Hathorne: Creo que hay que destruirla, señor.
Danforth
(a Giles): Viejo, si vuestro informante dice la verdad, que venga aquí, abiertamente, como un hombre decente. Mas si se esconde en el anonimato, debo saber por qué. Y bien, señor, el gobierno y la Iglesia central os exigen el nombre de quien denunció al señor Thomas Putnam como vulgar asesino.
Hale: Excelencia...
Danforth: Señor Hale.
Hale: No podemos continuar ignorándolo. En la comarca hay un inmenso temor a este tribunal...
Danforth: Entonces hay una inmensa culpa en la comarca. ¿Tenéis vos miedo de ser interrogado aquí?
Hale: Yo sólo puedo temer al Señor, Excelencia, pero con todo, hay miedo en la comarca.
Danforth
(iracundo ahora): ¡No me reprochéis el miedo en la comarca! ¡En la comarca hay miedo porque en la comarca hay una conspiración en marcha para derrocar a Cristo!
Hale: Pero eso no quiere decir que todo aquel que sea acusado forma parte de ella.
Danforth: ¡Ningún hombre incorrupto puede temer a este tribunal, señor Hale! ¡Ninguno!
(A Giles): Estáis arrestado por desacato a este tribunal. Ahora sentaos y consultad con vos mismo, o seréis enviado a la cárcel hasta tanto decidáis contestar a todas las preguntas.(Giles Corey se lanza hacia Putnam. Proctor se arroja y lo contiene.)
Proctor: ¡No, Giles!
Giles
(por sobre el hombro de Proctor, a Putnam): ¡Te cortaré el pescuezo, Putnam, todavía voy a matarte!
Proctor
(forzándolo a sentarse): Paz, Giles, paz. (Lo suelta.) Les probaremos nuestra veracidad. Ahora sí. (Comienza a tornarse hacia Danforth.)
Giles: No digas nada más, John. (Señalando a Danforth): ¡Sólo juega contigo! ¡Su intención es ahorcarnos a todos!(Mary Warren prorrumpe en sollozos.)
Danforth: Esto es una corte de justicia, señor. ¡No permitiré afrentas aquí!
Proctor: Perdonadlo, señor, por su edad. Paz, Giles, ahora lo probaremos todo.
(Levanta el mentón de Mary.) No puedes llorar, Mary. Recuerda al ángel, lo que le dijo al niño. Aférrate a ello ahora, ahí está tu salvación. (Mary se tranquiliza. Él extrae un papel y se vuelve a Danforth.) Este es el testimonio de Mary Warren. Yo... yo os pediría que recordéis, señor, al leerlo, que hasta hace dos semanas ella no era diferente de como son hoy las otras niñas. (Habla razonablemente, conteniendo todos sus temores, su ira, su ansiedad.) La visteis gritar, aulló, juró que espíritus familiares la sofocaban; hasta atestiguó que Satán, bajo la forma de mujeres que ahora están en la cárcel, trató de ganar su alma y luego, cuando ella rehusó...
Danforth: Sabemos todo eso.
Proctor: Sí, señor. Ella jura ahora que jamás vio a Satán; ni espíritu alguno, vago o nítido, que haya podido mandar Satán para herirla. Y declara que sus amigas mienten ahora.
(Proctor se adelanta a darle el testimonio a Danforth, cuando Hale se acerca a éste, tembloroso.)
Hale: Excelencia, un momento. Creo que esto va al nudo de la cuestión.
Danforth
(con profunda aprensión): Sin lugar a dudas.
Hale: No puedo decir si es un hombre honesto; lo conozco poco. Pero en honor a la justicia, señor, una demanda de tanto peso no puede ser argüida por un campesino. Por amor de Dios, señor, deteneos aquí; enviadlo a casa y que regrese con un abogado...
Danforth
(pacientemente): Escuchad, señor Hale...
Hale: Excelencia, he firmado 72 sentencias de muerte; soy un ministro del Señor y no me atrevo a tomar una vida sin que haya una prueba tan inmaculada que no la ponga en duda ni el menor escrúpulo de conciencia.
Danforth: Señor Hale, me imagino que no dudáis de mi justicia.
Hale: He condenado esta mañana, con mi firma, el alma de Rebecca Nurse, Vuestra Honorabilidad. ¡No quiero ocultarlo, mi mano aun tiembla como si estuviese herida! Os ruego, señor, este alegato dejad que sean abogados quienes lo presenten.
Danforth: Señor Hale, creedme; para ser un hombre tan grandemente ilustrado, estáis muy confundido... espero me disculpéis. He estado 32 años en el foro, señor, y me sentiría azorado si me llamasen a defender a esta gente. Considerad ahora...
(a Proctor y los otros): y os ruego que hagáis lo mismo. En un crimen ordinario, ¿cómo hace uno para defender al acusado? Uno llama testigos para probar su inocencia. Pero la brujería es ipso facto, por sus rasgos y su naturaleza, un crimen invisible, ¿no es así? Por consiguiente, ¿quién puede lógicamente ser testigo de él? La bruja y la víctima. Nadie más. Ahora, no podemos esperar que la bruja se acuse a sí misma, ¿conforme? Por consiguiente debemos fiarnos de sus víctimas. Y ellas sí que dan fe, las niñas ciertamente dan fe. En cuanto a las brujas, nadie negará que estamos extremadamente ansiosos por todas sus confesiones. Por consiguiente, ¿qué es lo que le queda a un abogado por demostrar? Creo haberme explicado, ¿no es así?
Hale: Pero esta joven sostiene que las muchachas no son veraces y si no lo son...
Danforth: Eso es precisamente lo que estoy por considerar, señor. ¿Qué más podéis pedir de mí? ¡A menos que dudéis de mi probidad!
Hale
(derrotado): ¡Es claro que no, señor! Consideradlo, pues.
Danforth: Y vos tranquilizad vuestros temores. Ese testimonio, señor Proctor.
(Proctor se lo entrega. Hathorne se levanta, se ubica al lado de Danforth y comienza a leer. Parris se ubica del otro lado. Danforth mira a John Proctor y comienza a leer. Hale se levanta, busca un sitio junto al Juez y lee también. Proctor mira a Giles. Francis reza en silencio, las manos juntas. Cheever aguarda plácidamente, en el papel del sublime funcionario cumplidor. Mary Warren solloza una vez. John Proctor le toca la cabeza, tranquilizador. Ahora Danforth levanta la vista, se pone de pie, extrae un pañuelo y se suena la nariz. Los demás se hacen a un lado, mientras él se acerca pensativo a la ventana.)
Parris (a duras penas conteniendo su ira y miedo): Yo quisiera interrogar...
Danforth
(primer arranque verdadero en el cual no quedan dudas de su desprecio por Parris): ¡Señor Parris, os mando que os calléis! (Queda en silencio, mirando por la ventana. Habiendo establecido que él marcará el paso): Señor Cheever, ¿queréis entrar en la Corte y traer aquí a las niñas? (Cheever se levanta y sale por el foro. Danforth se vuelve a Mary): Mary Warren, ¿cómo has venido a dar semejante vuelco? ¿Te ha amenazado el señor Proctor para conseguir este testimonio?
Mary: No, señor.
Danforth: ¿Te amenazó alguna vez?
Mary
(más débil): No, señor.
Danforth
(percibiendo un debilitamiento): ¿Te amenazó?
Mary: No, señor.
Danforth: ¿Me dices, entonces, que has comparecido ante mi tribunal mintiendo fríamente mientras sabías que, por esa declaración, gente sería colgada? (Ella no contesta.) ¡Respóndeme!
Mary
(casi inaudible): Sí, señor.
Danforth: ¿Cómo te han instruido en tu vida? ¿No sabes que Dios condena a todos los mentirosos?
(Ella no puede hablar.) ¿O es ahora cuando mientes?
Mary: No, señor... Estoy con Dios ahora.
Danforth: Estás con Dios ahora.
Mary: Sí, señor.
Danforth
(conteniéndose): Te diré esto... O mientes ahora, o mentías en la Corte, y en cualquier caso has incurrido en perjurio y por ello irás a la cárcel. No puedes decir con tanta ligereza que mentiste, Mary. ¿Sabes eso?
Mary: No puedo mentir más. Estoy con Dios, estoy con Dios.
(Pero prorrumpe en sollozos al pensarlo, y se abre la puerta derecha por la que entran Susanna Walcott, Mercy Lewis, Betty Parris y, finalmente, Abigail. Cheever se acerca a Danforth.)
Cheever: Ruth Putnam no está en la Corte, señor, ni tampoco las otras niñas.
Danforth: Estas serán suficientes. Sentaos, niñas.
(Se sientan en silencio.) Vuestra amiga, Mary Warren nos ha dado un testimonio. En el cual ella jura que jamás vio demonios familiares, aparecidos, ni ninguna otra manifestación del Diablo. Además sostiene que ninguna de vosotras ha visto estas cosas, tampoco. (Breve pausa.) Y bien, niñas, éste es un tribunal de justicia. La ley, basada en la Biblia, y la Biblia escrita por Dios Todopoderoso, prohíben la práctica de la brujería y señalan la muerte como la pena correspondiente. Pero del mismo modo, niñas, la ley y la Biblia condenan a todo portador de falso testimonio. (Breve pausa.) Bien. No dejo de percibir que este testimonio pudo haber sido ideado para cegarnos; puede muy bien ser que Mary Warren haya sido conquistada por Satán, quien la manda aquí para distraernos de nuestro sagrado propósito. Si es así, su cuello pagará por ello. Pero si dice la verdad, deponed vuestra fábula, os ruego, y confesad vuestra simulación, pues una confesión rápida os será de más leves consecuencias. (Pausa.) Abigail Williams, levántate. (Abigail se levanta lentamente.) ¿Hay algo de verdad en esto?
Abigail: No, señor.
Danforth
(piensa, mira a Mary, luego nuevamente a Abigail): Niñas, una sonda omnividente será introducida en vuestras almas hasta que vuestra honestidad sea probada. ¿Alguna de vosotras quiere cambiar de idea ahora, o queréis forzarme a un duro interrogatorio?
Abigail: Nada tengo que cambiar, señor. Ella miente.
Danforth
(a Mary): ¿Quieres aún continuar con esto?
Mary
(débilmente): Sí, señor.
Danforth
(volviéndose a Abigail): En la casa del señor Proctor se descubrió un muñeco, atravesado por una aguja. Mary Warren sostiene que tú estabas sentada junto a ella en la Corte cuando ella lo hizo, y que tú la viste hacerlo y presenciaste cómo ella misma introdujo su aguja en el muñeco, para guardarla allí. ¿Qué tienes que decir a esto?
Abigail
(con una leve nota de indignación): Es mentira, señor.
Danforth
(luego de una breve pausa): Mientras trabajabas para el señor Proctor, ¿viste algún muñeco en la casa?
Abigail: La señora Proctor siempre tuvo muñecos.
Proctor: Vuestra Honorabilidad, mi mujer nunca tuvo muñecos. Mary Warren confiesa que ese muñeco era suyo.
Cheever: Vuestra Excelencia.
Danforth: ¡Señor Cheever!
Cheever: Cuando hablé con la señora Proctor en esa casa, ella dijo que nunca tenía muñecos. Pero dijo que sí los tuvo cuando era niña.
Proctor: Vuestra Merced, hace 15 años que ella dejó de ser niña.
Hathorne: Pero un muñeco se conserva 15 años, ¿no es así?
Proctor: ¡Se conserva si se lo conserva! Pero Mary Warren jura que nunca vio muñecos en mi casa, como no los vio nadie.
Parris: ¿Por qué no podía haber muñecos escondidos en donde nadie los viera?
Proctor
(furioso): Puede también haber un dragón con cinco patas en mi casa, pero nadie lo ha visto.
Parris: Nosotros estamos aquí, Vuestra Excelencia, precisamente para descubrir aquello que nadie ha visto.
Proctor: Señor Danforth, ¿qué puede ganar esta niña desmintiéndose? ¿Qué puede ganar Mary Warren más que un duro interrogatorio o algo peor?
Danforth: Estáis acusando a Abigail Williams de un fabuloso y frío plan de asesinato, ¿entendéis eso?
Proctor: Lo entiendo, señor. Creo que asesinar es lo que se propone.
Danforth
(señalando a Abigail, incrédulo): ¿Esta niña asesinaría a vuestra esposa?
Proctor: No es una niña. Escuchadme, señor. A la vista de la congregación ella fue echada dos veces de la capilla, este año, por reír durante la oración.
Danforth
(sacudido, volviéndose a Abigail): ¿Qué es esto? ¡Reír durante...!
Parris: Excelencia, ella estaba bajo el influjo de Títuba entonces, pero ahora guarda compostura.
Giles: ¡Sí, ahora guarda compostura y sale a ahorcar gente!
Danforth: Silencio, hombre.
Hathorne: Por cierto no tiene peso en este asunto, señor. Designio de asesinato es lo que denuncia.
Danforth: Sí.
(Estudia a Abigail un momento y luego): Continuad, señor Proctor.
Proctor: Mary. Dile ahora al Gobernador cómo bailasteis en el bosque.
Parris
(instantáneamente): Excelencia, desde que llegué a Salem este hombre ha estado ensuciando mi nombre. El...
Danforth: Un momento, señor.
(A Mary Warren, severamente y sorprendido.) ¿Qué es esto del baile?
Mary: Yo...
(Echa una ojeada a Abigail, quien la mira fijamente, sin remordimiento. Luego, suplicante, a Proctor.) Señor Proctor...
Proctor
(yendo al grano): Abigail lleva a las muchachas al bosque, Vuestra Merced, y ahí han bailado desnudas...
Parris: Vuestra Merced, esto...
Proctor
(inmediatamente): El señor Parris las descubrió, él mismo, al morir la noche. ¡He ahí la “niña” que es ella!
Danforth
(esto se está convirtiendo en una pesadilla y él se vuelve, asombrado, a Parris): Señor Parris...
Parris: Sólo puedo decir, señor, que jamás encontré a ninguna de ellas desnuda, y que este hombre es...
Danforth: Pero, ¿las descubristeis bailando en el bosque?
(Con los ojos fijos en Parris, señala a Abigail.) ¿Abigail?
Hale: Excelencia, cuando recién llegué de Beverly, el señor Parris me lo había dicho.
Danforth: ¿Lo negáis, señor Parris?
Parris: No lo niego, señor, pero jamás vi a ninguna de ellas desnuda.
Danforth: ¿Pero ella ha bailado?
Parris
(sin voluntad): Sí, señor.(Danforth, como con ojos diferentes, mira a Abigail.)
Hathorne: Excelencia, ¿me permitís? (Señala a Mary Warren.)
Danforth (con gran preocupación): Os ruego, proceded.
Hathorne: Dices que no has visto ningún espíritu, Mary, que nunca has sido amenazada ni aquejada por ninguna manifestación del Diablo o de los enviados del Diablo.
Mary
(muy débilmente): No, señor.
Hathorne
(con aire de triunfo): Y sin embargo, cuando la gente acusada de brujerías te enfrentaba ante la Corte, tú te desmayabas diciendo que sus espíritus salían de sus cuerpos y te sofocaban...
Mary: Era fingido, señor.
Danforth: No puedo oírte.
Mary: Fingido, señor.
Parris: Pero en realidad te helaste, ¿no es cierto? Yo mismo te levanté muchas veces y tu piel estaba helada. Señor Danforth, vos...
Danforth: He visto eso muchas veces.
Proctor: Ella sólo fingía desmayarse, Excelencia. Son todas maravillosas simuladoras.
Hathorne: Entonces, ¿puede fingir desmayarse ahora?
Proctor: ¿Ahora?
Parris: ¿Por qué no? Ahora no hay espíritus que la ataquen, pues nadie en esta habitación está acusado de brujería. Pues que se torne fría ahora, que finja ser acosada ahora, que se desmaye.
(Volviéndose a Mary Warren.) ¡Desmáyate!
Mary: ¿Que me desmaye?
Parris: Sí, desmáyate. Pruébanos cómo fingías tantas veces ante el tribunal.
Mary
(mirando a Proctor): No... no puedo desmayarme ahora, señor.
Proctor
(alarmado, con calma): ¿No puedes fingirlo?
Mary: Yo...
(Pareciera buscar la pasión necesaria para desvanecerse.) No... no lo siento ahora... yo...
Danforth: ¿Por qué? ¿Qué es lo que falta ahora?
Mary: Yo... no podría decirlo, señor, yo...
Danforth: ¿Podría ser que aquí no tenemos ningún espíritu maligno suelto, pero que en la Corte había algunos?
Mary: Nunca vi ningún espíritu.
Parris: Entonces no veas espíritus ahora, y pruébanos que puedes desmayarte por tu propia voluntad, como sostienes.
Mary
(Clava la mirada, buscando la emoción necesaria, y sacude la cabeza): No... no puedo hacerlo.
Parris: Entonces confesarás, ¿no es cierto? ¡Eran espíritus malignos los que te hicieron desmayar!
Mary: No, señor, yo...
Parris: ¡Vuestra Excelencia, ésta es una treta para cegar a la Corte!
Mary: ¡No es una treta!
(Se pone de pie.) Yo... yo sabía desmayarme porque... yo creía ver espíritus.
Danforth: ¡Creías verlos!
Mary: Pero no los vi, Vuestra Honorabilidad.
Hathorne: ¿Cómo podías creer verlos si no los veías?
Mary: Yo... yo no sé cómo, pero creí. Yo... oí a las otras chicas gritar, y a vos, Excelencia, vos parecíais creerles y yo... Era jugando, al principio, señor, pero luego todo el mundo gritaba espíritus, espíritus, y yo... yo os aseguro, señor Danforth, yo sólo creí que los veía, pero no los vi.
(Danforth la mira escrutadoramente.)
Parris (sonriente, pero nervioso porque Danforth parece conmovido por el relato de Mary Warren): Sin duda Vuestra Excelencia no se dejará engañar por esta simple mentira.
Danforth
(tornándose, preocupado, hacia Abigail): Abigail. Te ruego que escudriñes tu corazón y me digas lo siguiente -y cuidado, criatura, que para Dios cada alma es preciosa y su venganza es terrible para aquellos que quitan la vida sin causa-. Sería posible, hija, que los espíritus que tú hayas visto sean sólo ilusión, algún engaño que te haya cruzado la mente cuando...
Abigail: ¡Vamos...! Esto... esto es una pregunta ruin.
Danforth: Niña, quisiera que la considerases...
Abigail: He sido herida, señor Danforth; he visto manar mi sangre. Casi he sido asesinada, día a día, por haber cumplido mi deber de señalar a los adictos del Diablo... ¿y ésta es mi recompensa? Ser sospechada, negada, interrogada como una...
Danforth
(debilitándose): Hija, yo no desconfío de ti...
Abigail
(en abierta amenaza): Cuidaos vos mismo, señor Danforth. ¿Os creéis tan fuerte que el poder del Infierno no puede desarreglar vuestro juicio? ¡Cuidado! Allí hay... (súbitamente, de una actitud acusadora, su cara se vuelve, y mira al aire, hacia arriba; está verdaderamente asustada).
Danforth (con aprensión): ¿Qué es, criatura?
Abigail
(paseando la mirada por el aire, abrazándose a sí misma, como si sufriese un escalofrío): Yo... no sé. Una brisa, una brisa helada ha venido. (Sus ojos van a parar a Mary Warren.)
Mary (horrorizada, suplicante): ¡Abby!
Mercy
(temblando): ¡Vuestra Excelencia, me hielo!
Proctor: ¡Están fingiendo!
Hathorne
(tocando la mano de Abigail): ¡Está fría, Vuestra Honorabilidad, tocadla!
Mercy
(a través de sus dientes que castañetean): Mary, ¿eres tú quien me envía esta sombra?
Mary: ¡Señor, sálvame!
Susanna: ¡Me hielo, me hielo!
Abigail
(temblando visiblemente): ¡Una brisa, es una brisa!
Mary: ¡Abby, no hagas eso!
Danforth
(él mismo envuelto y ganado por Abigail): Mary Warren, ¿la embrujas tú? ¡Te pregunto! ¿Tú le pasas tu espíritu?(Con un grito histérico, Mary Warren comienza a correr, Proctor la agarra.)
Mary (casi desplomándose): Dejadme ir, señor Proctor, no puedo, no puedo...
Abigail
(gritando al cielo): ¡Oh, Padre Celestial, quítame esta sombra!(Sin previo aviso, resueltamente, Proctor salta hacia Abigail, que está encogida, y tomándola de los cabellos la incorpora. Ella grita de dolor. Danforth, asombrado, grita: “¿Qué creéis que estáis haciendo?” y Hathorne y Parris, a su vez, “¡Quitadle las manos de encima!”, y de todo esto surge la rugiente voz de Proctor.)
Proctor: ¡Cómo te atreves a llamar al Cielo! ¡Ramera! ¡Ramera!(Herrick separa a Proctor de ella.)
Herrick: ¡John!
Danforth: ¡Hombre! Hombre, qué es lo que...
Proctor
(sin aliento y agonizante): ¡Es una ramera!
Danforth
(alelado): ¿Acusáis...?
Abigail: ¡Señor Danforth, él miente!
Proctor: ¡Miradla! Ahora buscará un grito para apuñalarme con él, pero...
Danforth: ¡Probaréis esto! ¡Esto no pasará!
Proctor
(temblando, su vida derrumbándose a su alrededor): Yo la he conocido, señor, yo la he conocido.
Danforth: Vos... ¿Vos sois libertino?
Francis
(horrorizado): John, tú no puedes decir tal...
Proctor: ¡Oh, Francis, quisiera que tuvieses algo de malo en ti, para que me conocieras!
(A Danforth): Un hombre no echa a pique su buena reputación. Vos bien lo sabéis.
Danforth
(alelado): ¿En... qué momento? ¿Dónde?
Proctor
(su voz a punto de quebrarse, grande su vergüenza): En el sitio apropiado... donde se acuestan mis animales. En la noche que puso fin a mi alegría, hace unos 8 meses. Ella entonces me servía, señor, en casa. (Tiene que apretar los dientes para no llorar.) Un hombre puede creer que Dios duerme, pero Dios lo ve todo, ahora lo sé. Os ruego, señor, os ruego... vedla tal como es. Mi mujer, mi buena y amada esposa, poco después tomó a esta muchacha y la echó a la calle. Y siendo como es, un terrón de vanidad, señor... (Está agobiado.) Perdonadme, Excelencia, perdonadme. (Enojado consigo mismo, vuelve la espalda al Comisionado por un momento. Luego, como si el grito fuese el único medio de expresión que le quedase.) ¡Pretende bailar conmigo sobre la tumba de mi mujer! Y bien podría, puesto que fluí blando con ella. Dios me ayude, obedecí a la carne y en esos sudores queda hecha una promesa. Pero es la venganza de una ramera, y así tenéis que verlo; me pongo enteramente en vuestras manos. Sé que ahora habréis de verlo.
Danforth
(pálido, horrorizado, volviéndose a Abigail): ¿Niegas esto, palabra por palabra, hasta el último ápice?
Abigail: ¡Si debo contestar a eso, me retiraré y no regresaré!
(Danforth parece inseguro.)
Proctor: ¡He hecho de mi honor una campana! He tañido la ruina de mi reputación. ¡Me creeréis a mí, señor Danforth! ¡Mi mujer es inocente, sólo que reconocía a una ramera cuando la veía!
Abigail
(adelantándose a Danforth): ¡Qué mirada es la vuestra! (Danforth no puede hablar.) ¡No permitiré tales miradas! (Se vuelve y se encamina hacia la puerta.)
Danforth: ¡Permanecerás en donde estás! (Herrick le corta el paso. Ella se detiene junto a él, sus ojos despiden fuego.) Señor Parris, id a la Corte y traed a la señora Proctor.
Parris
(objetando): Vuestra Excelencia, todo esto es...
Danforth
(bruscamente, a Parris): ¡Traedla! Y no le digáis una palabra de lo que aquí se ha hablado. Y golpead antes de entrar. (Parris sale.) Ahora tocaremos fondo en este pantano. (A Proctor.) Vuestra mujer, decís, es honesta.
Proctor: En su vida jamás ha mentido, señor. Hay quienes no pueden cantar, y quienes no pueden llorar... mi mujer no puede mentir. Mucho he pagado para aprenderlo, señor.
Danforth: Y cuando ella echó a esta muchacha de vuestra casa, ¿la echó por ramera?
Proctor: Sí, señor.
Danforth: ¿Y sabía que era una ramera?
Proctor: Sí, señor, sabía que era una ramera.
Danforth: Bien, pues.
(A Abigail): ¡Y si también ella me dice que fue por eso, criatura, quiera Dios apiadarse de ti! (Alguien golpea. Hacia la puerta): ¡Un momento! (A Abigail): De espaldas, de espaldas. (A Proctor): Haced lo mismo. (Ambos se vuelven de espaldas. Abigail con indignada lentitud.) Ahora, ninguno de vosotros miréis a la señora Proctor. Nadie en esta habitación dirá una palabra, ni hará un gesto de sí o de no. (Se vuelve hacia la puerta y llama): ¡Entrad! (Se abre la puerta. Entra Elizabeth con Parris, Parris la deja. Queda ella sola, sus ojos buscando los de Proctor.) Señor Cheever, tomad nota de esta declaración con toda exactitud. ¿Estáis listo?
Cheever: Listo, señor.
Danforth: Aproxímate, mujer.
(Elizabeth se le acerca echando una mirada hacia Proctor, que está de espaldas.) Mírame sólo a mí, no a tu marido. Sólo a mis ojos.
Elizabeth
(débilmente): Bien, señor.
Danforth: Se nos ha hecho presente que en cierta ocasión, despediste a tu sirvienta Abigail Williams.
Elizabeth: Es verdad, señor.
Danforth: ¿Por qué causa la echaste?
(Breve pausa. Luego Elizabeth trata de mirar a Proctor.) Mirarás sólo a mis ojos y no a tu marido. La respuesta está en tu memoria y no necesitas ayuda para dármela. ¿Por qué echaste a Abigail Williams?
Elizabeth
(sin saber qué decir, presintiendo algo, se humedece los labios para ganar tiempo): Ella... no me satisfacía. (Pausa.) Ni a mi marido.
Danforth: ¿Por qué no te satisfacía?
Elizabeth: Ella era...
(Mira a Proctor en busca de una clave.)
Danforth: ¡Mujer, mírame a mí! (Elizabeth lo hace.) ¿Era despilfarradora? ¿Haragana? ¿Qué inconvenientes causó?
Elizabeth: Vuestra Excelencia, yo... para esa época estaba enferma. Y yo... Mi marido es un hombre bueno y recto. Nunca se emborracha como otros, ni pierde su tiempo jugando al tejo, sino que siempre trabaja. Pero durante mi enfermedad..., comprendéis, señor, yo estuve enferma largo tiempo después de tener mi último niño y creí ver que mi marido se alejaba algo de mí. Y esta muchacha...
(se vuelve a Abigail.)
Danforth: Mírame a mí.
Elizabeth: Sí, señor. Abigail Williams...
(No puede continuar.)
Danforth: ¿Qué hay con Abigail Williams?
Elizabeth: Llegué a creer que ella le gustaba. Y así una noche perdí el juicio, creo, y la puse en la calle.
Danforth: Tu marido... ¿se alejó realmente de ti?
Elizabeth
(torturada): Mi marido... es un hombre de bien, señor.
Danforth: Entonces, ¿no se apartó de ti?
Elizabeth
(comenzando a mirar a Proctor): El...
Danforth
(extiende un brazo y tomándole la cara): ¡Mírame a mí! ¿Sabes tú si John Proctor cometió alguna vez el crimen de libertinaje? (En una crisis de indecisión, ella no puede hablar.) ¡Contéstame! ¿Es tu marido un libertino?
Elizabeth
(débilmente): No, señor.
Danforth: Llevadla, alguacil.
Proctor: ¡Elizabeth, di la verdad!
Danforth: Ha declarado. ¡Llevadla!
Proctor
(gritando): ¡Elizabeth, lo he confesado!
Elizabeth: ¡Oh, Dios!
(La puerta se cierra tras ella.)
Proctor: ¡Ella sólo pensaba en salvar mi nombre!
Hale: Excelencia, es una mentira comprensible; os ruego, deteneos ahora antes de que otro sea condenado. Ya no puedo acallar a mi conciencia... ¡La venganza personal se infiltra en este proceso! Desde el principio este hombre me impresionó como sincero. Por mi voto al Cielo, le creo ahora, y os ruego que volváis a llamar a su mujer antes de que nosotros...
Danforth: Nada dijo de libertinaje y este hombre ha mentido.
Hale: ¡Yo le creo!
(Señalando a Abigail): ¡Esta muchacha siempre me impresionó como falsa! Ella ha...
Abigail
(con un grito extraño, salvaje, escalofriante, chilla hacia el techo): ¡No! ¡No lo harás! ¡Fuera! ¡Fuera te digo!
Danforth: ¿Qué es, criatura?
(Pero Abigail, señalando asustada, levanta sus ojos, su cara despavorida hacia el techo -las muchachas hacen lo mismo- y ahora Hathorne, Hale, Putnam, Cheever, Herrick y Danforth hacen lo mismo.) ¿Qué es lo que hay allí? (El aparta la mirada del techo y ahora está asustado; hay verdadera tensión en su voz): ¡Criatura! (Ella está transfigurada; lloriquea con todas las muchachas, la boca abierta, fija en el techo la mirada.) ¡Chicas! ¿Por qué hacéis...?
Mercy
(señalando): ¡En la viga! ¡Detrás del travesaño!
Danforth
(mirando hacia arriba): ¡Dónde!
Abigail: ¿Por qué...?
(Traga saliva.) ¿Por qué vienes, pájaro amarillo?
Proctor: ¿Dónde está el pájaro? ¡Yo no veo ningún pájaro!
Abigail
(hacia el techo): ¿Mi cara? ¿Mi cara?
Proctor: Señor Hale...
Danforth: ¡Callaos!
Proctor
(A Hale): ¿Veis algún pájaro?
Danforth: ¡¡Callaos!!
Abigail
(al techo, en auténtica conversación con el “pájaro”, como tratando de convencerlo de que no la ataque): Pero es que Dios hizo mi cara; tú no puedes desear arrancarme la cara. La envidia es un pecado capital, Mary.
Mary
(de pie, como por un resorte, y horrorizada, suplicando): ¡Abby!
Abigail
(imperturbable, sigue con el “pájaro”): Oh, Mary, es magia negra eso de que cambies de aspecto. No, no puedo, no puedo impedir que mi boca hable; es la obra de Dios que estoy cumpliendo.
Mary: ¡Abby, estoy aquí!
Proctor
(frenéticamente): ¡Están fingiendo, señor Danforth!
Abigail
(ahora da un paso atrás como temiendo que el pájaro se lance hacia abajo en cualquier momento): ¡Oh, por favor, Mary! No bajes.
Susanna: ¡Sus garras! ¡Está estirando sus garras!
Proctor: ¡Mentiras, mentiras!
Abigail
(retrocediendo más, los ojos aún fijos hacia arriba): ¡Mary, por favor, no me dañes!
Mary
(A Danforth): ¡Yo no la estoy dañando!
Danforth
(A Mary): ¿Por qué ve esta visión?
Mary: ¡Ella no ve nada!
Abigail
(ahora petrificada, como hipnotizada, imitando el tono exacto del grito de Mary Warren): ¡Ella no ve nada!
Mary
(suplicando): ¡Abby, no debieras!
Abigail y todas las muchachas
(todas transfiguradas): ¡Abby, no debieras!
Mary
(a todas ellas): ¡Estoy aquí, estoy aquí!
Muchachas: ¡Estoy aquí, estoy aquí!
Danforth
(horrorizado): ¡Mary Warren! ¡Haz que tu espíritu las deje!
Mary: ¡Señor Danforth!
Muchachas
(interrumpiéndola): ¡Señor Danforth!
Danforth: ¿Has pactado con el Diablo? ¿Has pactado?
Mary: ¡Nunca, nunca!
Muchachas: ¡Nunca, nunca!
Danforth
(poniéndose histérico): ¿Por qué sólo pueden repetir lo que tú dices?
Proctor: ¡Dadme un látigo... yo lo detendré!
Mary: ¡Están jugando! Ellas...
Muchachas: ¡Están jugando!
Mary
(volviéndose hacia ellas, histéricamente y pateando): ¡Abby, basta!
Muchachas
(pateando): ¡Abby, basta!
Mary: ¡Basta ya!
Muchachas: ¡Basta ya!
Mary
(gritando con toda la fuerza de sus pulmones y elevando sus puños): ¡Basta ya!
Muchachas
(elevando los puños): ¡Basta ya!(Completamente confusa e impresionándose por la total convicción de Abigail y las otras, Mary comienza a sollozar, las manos semilevantadas, sin fuerza, y todas las muchachas comienzan a lloriquear exactamente como ella.)
Danforth: Hace un rato parecías sufrir tú. Ahora parece que hicieras sufrir a otros; ¿dónde has encontrado este poder?
Mary
(mirando fijamente a Abigail): Yo... no tengo poder.
Muchachas: Yo no tengo poder.
Proctor: ¡Os están embaucando, señor!
Danforth: ¿Por qué has cambiado en estas dos semanas? Has visto al Diablo, ¿no es así?
Hale
(indicando a Abigail y a las muchachas): ¡No podéis creerles!
Mary: Yo...
Proctor
(viéndola debilitarse): ¡Mary, Dios condena a los mentirosos!
Danforth
(machacándoselo): ¿Has visto al Diablo, has pactado con Lucifer, no es cierto?
Proctor: Dios condena a los mentirosos, Mary,
(Mary dice algo ininteligible mirando a Abigail quien aún mira al “pájaro” arriba.)
Danforth: No puedo oírte. ¿Qué dices? (De nuevo Mary dice algo ininteligible.) ¡Confesarás o irás a la horca! (Violentamente, la obliga a encararse con él): ¿Sabes quien soy? Te digo que irás a la horca si no te franqueas conmigo.
Proctor: Mary, recuerda al ángel Rafael... “Sólo harás el bien y...”
Abigail
(señalando hacia arriba): ¡Las alas! ¡Sus alas se abren! ¡Mary, por favor, no, no...!
Hale: ¡Vuestra Excelencia, yo no veo nada!
Danforth: ¡Confiesas tener este poder!
(Está a un par de centímetros de su cara.) ¡Habla!
Abigail: ¡Va a descender! ¡Camina por la viga!
Danforth: ¡Hablarás!
Mary
(mirando horrorizada): ¡No puedo!
Muchachas: ¡No puedo!
Parris: ¡Aparta al Diablo! ¡Míralo a la cara! ¡Pisotéalo! ¡Te salvaremos, Mary; sólo mantente firme ante él y...
Abigail
(mirando hacia arriba): ¡Cuidado! ¡Se lanza hacia abajo!(Ella y todas las muchachas corren hacia una pared tapándose los ojos. Y ahora, como arrinconadas, dejan escapar un gigantesco griterío y Mary, como infectada abre la boca y grita con ellas. Poco a poco las muchachas se callan hasta que queda sólo Mary mirando al “pájaro”, gritando locamente. Todos la miran horrorizados por este acceso ostensible. Proctor se lanza hacia ella.)
Proctor: Mary, dile al Gobernador lo que ellas...(Apenas ha dicho una palabra cuando ella, viéndolo venir, escapa de su alcance, gritando horrorizada.)
Mary: ¡No me toquéis..., no me toquéis! (Al oírlo, las muchachas se detienen junto a la puerta.)
Proctor (sorprendido): ¡Mary!
Mary
(señalando a Proctor): ¡Tú eres el enviado del Diablo! (El queda paralizado.)
Parris: ¡Dios sea loado!
Muchachas: ¡Dios sea loado!
Proctor
(alelado): ¡Mary, cómo...!
Mary: ¡No me ahorcarán contigo! ¡Amo a Dios, amo a Dios!
Danforth
(A Mary): ¿El te mandó cumplir la obra del Diablo?
Mary
(histérica, indicando a Proctor): Viene a mí por la noche y todos los días, para que firme, que firme, que...
Danforth: ¿Que firmes qué?
Parris: ¿El libro del Diablo? ¿Vino con un libro?
Mary
(histérica, señalando a Proctor, temerosa de él): Mi nombre, quería mi nombre. ¡”Te mataré”, dijo, “si mi mujer es ahorcada”! “¡Debemos ir a derrocar el tribunal”, me dice!(La cabeza de Danforth se inclina súbitamente hacia Proctor, el sobresalto y el horror dibujados en su rostro.)
Proctor (Volviéndose, suplicando a Hale): ¡Señor Hale!
Mary
(comienzan sus sollozos): Me despierta cada noche, sus ojos como si fueran brasas, y sus dedos me atenazan el cuello, y yo firmo, yo firmo. ..
Hale: ¡Excelencia, esta criatura se ha vuelto loca!
Proctor
(mientras los ojos dilatados de Danforth se posan en él): ¡Mary, Mary!
Mary
(gritándole): ¡No! Yo amo a Dios. No te seguiré más. Yo amo a Dios, yo bendigo a Dios. (Sollozando, corre hacia Abigail.) Abby, Abby, nunca más te dañaré. (Todos miran mientras Abigail, con infinita generosidad, extiende sus brazos, atrae hacia sí a la sollozante Mary y luego mira a Danforth.)
Danforth (a Proctor): ¿Qué sois? (Proctor en su furia está mudo.) Estáis combinado con el Anticristo, ¿no es cierto? Yo he visto vuestro poder; ¡no lo negaréis! ¿Qué tenéis que decir, señor?
Hale: Excelencia...
Danforth: No quiero nada de vos, señor Hale.
(A Proctor.) ¿Confesaréis que estáis emporcado con el Infierno, o es que aún observáis esa negra sumisión? ¿Qué tenéis que decir?
Proctor
(sin aliento, con la mente enloquecida): ¡Digo... digo que... Dios ha muerto!
Parris: ¡Oíd, oídlo!
Proctor
(ríe como un demente): ¡Fuego, arde un fuego! ¡Oigo la bota de Lucifer, veo su asquerosa cara y es mi cara y la tuya, Danforth! Para quienes se acobardan de sacar a los hombres de la ignorancia, como yo me acobardé y como vosotros os acobardáis ahora, sabiendo como sabéis en lo íntimo de vuestros negros corazones que esto es fraude... Dios maldice especialmente a los que son como nosotros, y arderemos... ¡Arderemos todos juntos!
Danforth: ¡Alguacil! ¡Llevadlo y a Corey con él; a la cárcel!
Hale
(cruzando hacia la puerta): ¡Yo denuncio este proceso!
Proctor: ¡Estáis echando abajo el Cielo y entronizando a una ramera!
Hale: ¡Denuncio este proceso, abandono este tribunal!
(Pega un portazo, yéndose.)
Danforth (llamándolo, enfurecido): ¡Señor Hale, señor Hale!

Arthur Miller, Las brujas de Salem, http://orodetolosa.blogspot.com/2007/05/fragmento-de-las-brujas-de-salem-de.html. Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

Fausto, Johann Wolfgang von Goethe.

POETA :
Anda y búscate otro esclavo ¿Debe el poeta desaprovechar frívolamente el supremo derecho que la
naturales dona? ¿Con qué conmueve él a todos los corazones? ¿Con qué logra vencer todo elemento?
¿No es acaso la armonía la que, saliendo del pecho, anuda el mundo al corazón? Cuando la naturaleza,
tejiendo serena, somete en el huzo la longitud infinita del hilo; cuando, provocándonos fastidio, la
inarmónica multitud de todos los seres, por entreverarse unos con otros, resuena desordenada, ¿quién,
dole vida, divide en intervalos esa serie monótona para que tenga ritmo?, ¿quién atrae lo aislado hacia
esa consagración universal en la que tañen magníficos acordes? ¿quién hace que se desencadenen con
furor las tormentas y que brille con gravedad el crepúsculo?, ¿quién esparce todas las bellas flores de
la primavera por la senda que pisa la amada?, ¿quién trenza insignificantes hojas dándoles la forma de
una corona merecedora de todo mérito? La fuerza del hombre puesta de manifiesto en el poeta.
PERSONAJE CÓMICO :
Pues usa, entonces, esas fuerzas formidables y emprende tu labor creadora como se emprende una
aventura amorosa: uno se aproxima por casualidad, siente y se queda. Poco a poco se ve atrapado y
crece la dicha, pero pronto se pelea. Aunque se esté encantado, el dolor viene y, antes de que se repare,
se ha acabado la novela ¡Ofrécenos una función de este tipo! Echa mano de la vida en su totalidad.
Todos la viven, pero no muchos la conocen; cuando les asombre, les parecerá interesante. Poca
claridad con mucho color, mucho yerro y una sombra de verdad, así fermenta la mejor bebida, que a
todo el mundo refresca y reconstituye. Entonces se reunirá la flor de la juventud ante tu escena y
escuchará atentamente tu mensaje, y toda alma sensible absorberá en tu obra el sustento de su me-
lancolía. Ora este, ora el otro se emociona; cada cual ve lo que lleva en el corazón. Ya están dispuestos
tanto a reír como a llorar. Todavía alaban el ímpetu; disfrutan con la apariencia. No hay nada que
conmueva al ya maduro, pero el que se está haciendo, siempre lo agradecerá.
POETA :
Devuélveme entonces ese tiempo en el que yo estaba aún en formación, cuando nacía siempre un
manantial de cantos que salían en tumulto; cuando la niebla me velaba el mundo y los brotes
prometían milagros; cuando cortaba las mil flores que llenaban todos los valles de riqueza. No tenía
nada y, sin embargo, nada me faltaba: el anhelo de verdad y el placer por la alucinación. Devuélveme
el empuje desatado, la profunda y dolorosa alegría, la fuerza del odio y el poder del amor,
¡devuélveme mi juventud!


Goethe, Fausto,   http://www.librospdf.net/Fausto-goethe/1/ . Seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

Ivanhoe, "capítulo 2", Walter Scott.

El aire particular de la cabalgata llamó la atención de Wamba, y aun la de su compañero, hombre más pensador. Este conoció al momento en la persona del monje al prior de la abadía de Jorvaulx, famoso ya muchas leguas en contorno, amante de la caza, de la buena mesa y de las diversiones, a pesar de su estado. No obstante esto, era bien reputado, pues su carácter franco y jovial le hacían bien quisto y le daban franca entrada en todos los palacios de los nobles, entre los cuales tenía no pocos parientes, pues era noble y normando. Las señoras le apreciaban particularmente, porque era decidi­do admirador del bello sexo, y también porque poseía mil recursos para alejar el tedio que se sentía a menudo bajo el elevado techo de un palacio feudal. Ningún cazador seguía con más ardor una pieza, y era conocido porque poseía los halcones más diestros y la jauría mejor de todo el North­Riding; ventaja que le hacía ser buscado por los jóvenes de la primera Nobleza. Las rentas de fa abadía sùfragaban sus gastos, y aun le permitían ser liberal con los pobres y con los aldeanos, cuya miseria socorría a menudo.
Los dos siervos sajones saludaron respetuosamente al prior. Aquéllos se sorprendieron al contemplar de cerca el talante semi-guerrero y semi-monacal del caballero del Tem­ple, así como les chocaron al extremo las armas y el porte oriental de los escuderos; y fué tanta su admiración, que no comprendieron al prior de Jorvaulx, que les preguntó si encontraría por allí dónde alojarse con su compañero y comi­tiva. Pero es tan probable que el lenguaje normando que el prior usó para hacer su pregunta sonase muy mal a los oídos de dos sajones, como dudoso que dejasen de entenderle.
-Os pregunto, hijos míos -volvió a decir el Prior usan­do el dialecto que participaba de los dos idiomas y que ya usa­ban unos y otros para poder entenderse-, si habrá por estos contornos alguna persona que por Dios y por nuestra santa madre la Iglesia quiera acoger y sustentar por esta noche a dos de sus más humildes siervos con su comitiva.
El tono que usó el prior Aymer estaba muy poco confor­me con las humildes palabras de que se sirvió. Wamba levan­tó la vista y dijo:
-Si vuestras reverencias quieren encontrar buen hospe­daje, pueden dirigirse pocas millas de aquí al priorato de Brinxworth, donde atendida vuestra calidad, no podrán menos de recibiros honoríficamente; pero si prefieren consagrar la noche a la penitencia pueden tomar aquel sendero, que con­duce derechamente a la ermita de Copmanhurts, donde halla­rán un piadoso anacoreta que les dará hospitalidad y el auxi­lio de sus piadosas oraciones.
-Amigo mío -contestó el prior-, si el ruido continuo de los cascabeles que guarnecen tu caperuza no tuviera tras­tornados tus sentidos, omitirías semejantes consejos, y sabrí­as aquello de clericus clericum non decimat; es decir, que las personas de la Iglesia no se reclaman mutuamente la hospita­lidad, prefiriendo pedirla a los demás para proporcionarles la ocasión de hacer una obra meritoria honrando a los servidores de Dios.
-Es verdad -repuso Wamba-: disimulad mi inadver­tencia, pues aunque no soy más que un asno, tengo el honor de llevar cascabeles como la mula de vuestra reverencia.
-¡Basta de insolencias, atrevido! -dijo con tono áspero el caballero del Temple-. Dinos pronto, si puedes, el camino que debemos tomar para... ¿Cuál es el nombre de vuestro franklin, prior Aymer?
-Cedrid -respondió-, Cedrid el Sajón. Dime, amigo: ¿estamos a mucha distancia de su morada? ¿Puedes indicar­nos el camino?
-No es fácil encontrar el camino -dijo Gurt, rompien­do por la primera vez el silencio-. Además, la familia de Cedric se recoge muy temprano.
-¡Buena razón! -contestó el caballero-. La familia de Cedric se tendrá por muy honrada en levantarse para servir y obsequiar a unos viajeros tales como nosotros, que hacemos demasiado en humillarnos a solicitar una hospitalidad que podemos exigir de derecho.
-Yo no sé -dijo Gurt incomodado- si debo indicar el camino del castillo de mi amo a una persona que reclama como derecho el asilo que tantos otros solicitan como un favor.
-¿Te atreves a disputar conmigo, esclavo?
Y aplicando el caballero las espuelas a su caballo, le hizo dar media vuelta; y levantando la varita que le servía de fusta, se dispuso a castigar lo que él miraba como insolencia propia de un villano.


Walter Scott, Ivanhoe, http://www.bibliotecagratis.com/autor/W/walter_scott/ivanhoe.htm). Seleccionado por Cristina Martín Bonifacio, segundo bachillerato, curso 2009/2010.

David Copperfield. Charles Dickens

CAPÍTULO III
UN CAMBIO
Quiero suponer que el caballo del carretero era el más pe­rezoso del mundo, pues caminaba muy despacio y con la ca­beza baja, como si le gustase hacer esperar a la gente a quien llevaba los encargos. Y hasta me pareció que, de vez en cuando, se reía para sí al pensar en ello. Sin embargo, el carretero me dijo que era tos porque había cogido un consti­pado.
También él tenía la costumbre de llevar la cabeza baja, como su caballo, y mientras conducía iba medio dormido, con un brazo encima de cada rodilla. Y digo «conducía» aunque a mí me pareció que el carro hubiera podido ir a Yar­mouth exactamente igual sin él; era evidente que el caballo no lo necesitaba; y en cuanto a dar conversación, no tenía ni idea; sólo silbaba.
Peggotty llevaba sobre sus rodillas una hermosa cesta de provisiones, que hubiera podido durarnos hasta Londres aunque hubiéramos continuado el viaje con el mismo medio de transporte. Comíamos y dormíamos. Peggotty siempre se dormía con la barbilla apoyada en el asa de la cesta, postura de la que ni por un momento se cansaba; y yo nunca hubiera podido creer, de no haberlo oído con mis propios oídos, que una mujer tan débil roncase de aquel modo.
Dimos tantas vueltas por tantos caminos y estuvimos tanto tiempo descargando la armadura de una cama en una posada y llamando en otros muchos sitios, que estaba ya cansadísimo, y me puse muy contento cuando tuvimos a la vista Yarmouth.
Al pasear mi vista por aquella gran extensión a lo largo del río me pareció que estaba todo muy esponjoso y empa­pado, y no acertaba a comprender cómo si el mundo es real­mente redondo (según mi libro de geografía) una parte de él puede ser tan sumamente plana. Imaginando que Yarmouth podía estar situada en uno de los polos, ya era más explica­ble. Conforme nos acercábamos veíamos extenderse cada vez más el horizonte como una línea recta bajo el cielo. Le dije a Peggotty que alguna colina, o cosa semejante, de vez en cuando, mejoraría mucho el paisaje, y que si la tierra es­tuviera un poco más separada del mar y la ciudad menos su­mergida en él, como un trozo de pan en el caldo, sería mucho más bonito. Pero Peggotty me contestó, con más énfasis que de costumbre, que había que tomar las cosas como eran, y que, por su parte, estaba orgullosa de poder decir que era un «arenque» de Yarmouth.
Cuando salimos a la calle (que era completamente extraña y nueva para mí); cuando sentí el olor del pescado, de la pez, de la estopa y de la brea, y vi a los pescadores paseando y las carretas de un lado para otro, comprendí que había sido injusto con un pueblo tan industrial; y se lo dije enseguida a Peggotty, que escuchó mis expresiones de entusiasmo con gran complacencia y me contestó que era cosa reconocida (supongo que por todos aquellos que habían tenido la suerte de nacer « arenques») que Yarmouth era, por encima de todo, el sitio más hermoso del universo.
‑Allí veo a mi Ham. ¡Pero si está desconocido de lo que ha crecido ‑gritó Peggotty.
En efecto, Ham estaba esperándonos a la puerta de la po­sada, y me preguntó por mi salud como a un antiguo cono­cido. Al principio me daba cuenta de que no le conocía tanto como él a mí, pues el haber estado en casa la noche de mi nacimiento le daba, como es natural, gran ventaja. Sin em­bargo, empezamos a intimar desde el momento en que me cogió a caballo sobre sus hombros para llevarme a casa. Ham era entonces un muchacho grandón y fuerte, de seis pies de alto y bien proporcionado, con enormes espaldas re­dondas; pero con una cara de expresión infantil y unos cabe­llos rubios y rizados que le daban todo el aspecto de un cor­dero. Iba vestido con una chaqueta de lona y unos pantalones tan tiesos, que se hubieran sostenido solos incluso sin pier­nas dentro. Sombrero, en realidad, no se podía decir que lle­vaba, pues iba cubierto con una especie de tejadillo algo em­breado como un barco viejo.
Ham me llevaba a caballo encima de sus hombros, y con una de nuestras maletas debajo del brazo; Peggotty llevaba la otra maleta. Pasamos por senderos cubiertos con montones de viruta y de montañitas de arena; después cerca de una fábrica de gas, por delante de cordelerías, arsenales de cons­trucción y de demolición, arsenales de calafateo, de herre­rías en movimiento y de muchos sitios análogos. Y por fin llegamos ante la vaga extensión que ya había visto a lo lejos. Entonces Ham dijo:
‑Esta es nuestra casa, señorito Davy.
Miré en todas direcciones cuanto podía abarcar en aquel desierto, por encima del mar y por la orilla; pero no conse­guí descubrir ninguna casa; allí había una barcaza negra o algo parecido a una barca viejísima, alta y seca en la arena, con un tubo de hierro asomando como una chimenea, del que salía un humo tranquilo. Pero alrededor nada que pu­diera parecer una casa.
‑¿No será eso? ‑dije‑ ¿Eso que parece una barca?
‑Precisamente eso, señorito Davy ‑replicó Ham.
Si hubiera sido el palacio de Aladino con todas sus maravi­llas, creo que no me hubiera seducido más la romántica idea de vivir en él. Tenía una puerta bellísima, abierta en un lado, y te­nía techo y ventanas pequeñas; pero su mayor encanto consis­tía en que era un barco de verdad, que no cabía duda que había estado sobre las olas cientos de veces y que no había sido he­cho para servir de morada en tierra firme. Eso era lo que más me cautivaba. Hecha para vivir en ella, quizá me hubiera pare­cido pequeña o incómoda o demasiado aislada; pero no ha­biendo sido destinada a ese uso, resultaba una morada perfecta.
Por dentro estaba limpia como los chorros del oro y lo más ordenada posible. Había una mesa y un reloj de Dutch y una cómoda, y sobre la cómoda una bandeja de té, en la que ha­bía pintada una señora con una sombrilla paseándose con un niño de aspecto marcial que jugaba al aro. La bandeja estaba sostenida por una Biblia. Si la bandeja se hubiese escurrido habría arrastrado en su caída gran cantidad de tazas, platillos, y una tetera que estaban agrupados su alrededor. En las pare­des había algunas láminas con marcos y cristal: eran imágenes de la Sagrada Escritura. Después no he podido verlas en manos de los vendedores ambulantes sin contemplar al mismo tiempo el interior completo de la casa del hermano de Peggotty. Abrahán, de rojo, disponiéndose a sacrificar a Isaac, de azul, y Daniel, de amarillo, dentro de un foso de leones, verdes, eran los más notables. Sobre la repisita de la chimenea había un cuadro de la lúgubre Shara Jane, comprado en Sunderland, que tenía una mujercita en relieve: un trabajo de arte, de composición y de carpintería que yo con­sideraba como una de las cosas más deseables que podía ofrecer el mundo. En las vigas del techo había varios gan­chos, cuyo uso no adiviné entonces; algunos baúles y cajo­nes servían de asiento, aumentando así el número de sillas.
Todo esto lo vi, nada más franquear la puerta, de un pri­mer vistazo, de acuerdo con mi teoría de observación infan­til. Después, Peggotty, abriendo una puertecita, me enseñó mi habitación. Era la habitación más completa y deseable que he visto en mi vida. Estaba en la popa del barco y tenía una ventanita, que era el sitio por donde antes pasaban el ti­món; un espejito estaba colgado en la pared, precisamente a mi altura, con su marco de conchas; también había un ramo de plantas marinas en un cacharro azul, encima de la mesi­lla, y una cainita con el sitio suficiente para meterse en ella. Las paredes eran blancas como la leche, y la colcha, hecha de retales, me cegaba con la brillantez de sus colores.
Una cosa que observé con interés en aquella deliciosa casita fue el olor a pescado; tan penetrante, que cuando sa­caba el pañuelo para sonarme olía como si hubiera servido para envolver una langosta. Cuando confié este descubri­miento a Peggotty, me dijo que su hermano se dedicaba a la venta de cangrejos y langostas, y, en efecto, después encon­tré gran cantidad de ellos en un montón inmenso. No sabían estar un momento sin pinchar todo lo que encontraban en un pequeño pilón de madera que había fuera de la casa, y en el que también se metían los pucheros y cacerolas.
Fuimos recibidos por una mujer muy bien educada, que tenía un delantal blanco y a quien yo había visto desde un cuarto de milla de distancia haciendo reverencias en la puerta cuando llegaba montado en Ham. A su lado estaba la niña más encantadora del mundo (así me lo pareció), con un co­llar de perlas azules alrededor del cuello, pero que no me dejó besarla, cuando se lo propuse se alejó corriendo. Des­pués que hubimos comido de una manera opípara pescado cocido, mantequilla y patatas, con una chuleta para mí, un hombre de largos cabellos y cara de buena persona entró en la casa. Como llamó a Peggotty chavala y le dio un sonoro beso en la mejilla, no tuve la menor duda de que era su her­mano. En efecto, así me le presentaron: míster Peggotty, se­ñor de la casa.
‑Muy contento de verte ‑dijo míster Peggotty‑; nos encontrará usted muy rudos, señorito, pero siempre dispues­tos a servirle.
Yo le di las gracias y le dije que estaba seguro de que se­ría feliz en un sitio tan delicioso.
‑¿Y cómo está su mamá? ‑‑dijo míster Peggotty‑. ¿La ha dejado usted en buena salud?
Le contesté que, en efecto, estaba todo lo bien que podía desearse, y añadí que me había dado muchos recuerdos para él, lo que era una mentira amable por mi parte.
‑Le aseguro que se lo agradezco mucho ‑dijo míster Peggotty‑. Muy bien, señorito; si puede usted estarse quince días contento entre nosotros ‑‑dijo mirando a su her­mana, a Ham y a la pequeña Emily‑, nosotros, muy orgu­llosos de su compañía.
Después de hacerme los honores de su casa de la manera más hospitalaria, míster Peggotty fue a lavarse con agua caliente, haciendo notar que «el agua fría no era suficiente para limpiarle». Pronto volvió con mucho mejor aspecto, pero tan colorado que no pude por menos que pensar que su rostro era semejante a las langostas y cangrejos que vendía, que entraban en el agua caliente muy negros y salían rojos.
Después del té, cuando la puerta estuvo ya cerrada y la habitación confortable (las noches eran frías y brumosas en­tonces), me pareció que aquel era el retiro más delicioso que la imaginación del hombre podía concebir. Oír el viento so­bre el mar, saber que la niebla invadía poco a poco aquella desolada planicie que nos rodeaba, y mirar al fuego, y pen­sar que en los alrededores no había más casa que aquella y que, además, era un barco, me parecía cosa de encantamiento.
La pequeña Emily ya había vencido su timidez y estaba sentada a mi lado en el más bajo de los cajones, que era pre­cisamente del ancho suficiente para nosotros dos y parecía estar a propósito esperándonos en un rincón al lado del fuego.
Mistress Peggotty, con su delantal blanco, hacía media al otro lado del hogar. Peggotty y su labor, con su Saint Paul y su pedazo de cera, se encontraban tan completamente a sus anchas como si nunca hubieran conocido otra casa. Ham ha­bía estado dándome una primera lección a cuatro patas con unas cartas mugrientas, y ahora trataba de recordar cómo se decía la buenaventura, a iba dejando impresa la marca de su pulgar en cada una de ellas. Míster Peggotty fumaba su pipa. Yo sentí que era un momento propicio para la conversación y las confidencias:
‑Mister Peggotty ‑dije.
‑Señorito ‑‑dijo él.
‑¿Ha puesto usted a su hijo el nombre de Ham porque vive usted en una especie de arca?
Míster Peggotty pareció considerar mi pregunta como una idea profunda; pero me contestó:
‑Yo nunca le he puesto ningún nombre.
‑¿Quién se lo ha puesto entonces? ‑dije haciendo a míster Peggotty la pregunta número dos del catecismo.
‑Su padre fue quien se lo puso ‑me contestó.
‑¡Yo creía que era usted su padre!
‑Mi hermano Joe era su padre ‑‑dijo.
‑¿Y ha muerto, míster Peggotty? ‑insinué, después de una pausa respetuosa.
‑Ahogado ‑dijo míster Peggotty.
Yo estaba muy sorprendido de que mister Peggotty no fuese el padre de Ham, y empecé a temer si no estaría tam­bién equivocado sobre el parentesco de todos los demás. Te­nía tanta curiosidad por saberlo, que me decidí a seguir pre­guntando:
‑Pero la pequeña Emily ‑dije mirándola‑, ¿esa sí es su hija? ¿No es así, míster Peggotty?
‑No, señorito; mi cuñado Tom era su padre.
No pude resistirlo a insinué, después de otro silencio res­petuoso:
‑¿Ha muerto, míster Peggotty?
‑Ahogado ‑‑dijo mister Peggotty.
Sentí la dificultad de continuar sobre el mismo asunto; pero me interesaba llegar al fondo del asunto y dije:
‑Entonces ¿no tiene usted ningún hijo, míster Peggotty?
‑No, señorito ‑me contestó con una risa corta‑‑‑, soy soltero.
‑¡Soltero! ‑exclamé atónito‑ Entonces ¿quién es esa, míster Peggotty? ‑dije apuntando a la mujer del delantal blanco, que estaba haciendo media.
‑Esa es mistress Gudmige ‑‑dijo míster Peggotty.
‑¿Gudmige, míster Peggotty?
Pero en aquel momento Peggotty (me refiero a mi Peg­gotty particular) empezó a hacerme gestos tan expresivos para que no siguiera preguntando, que no tuve más remedio que sentarme y mirar a toda la silenciosa compañía, hasta que llegó la hora de acostamos. Entonces, en la intimidad de mi cuartito, Peggotty me explicó que Ham y Emily eran un so­brino y una sobrina huérfanos a quienes mi huésped había adoptado en diferentes épocas, cuando quedaron sin recursos, y que mistress Gudmige era la viuda de un socio suyo que había muerto muy pobre.
‑Él tampoco es más que un pobre hombre ‑dijo Peg­gotty‑, pero tan bueno como el oro y fuerte como el acero.
Estos eran sus símiles.
Y el único asunto, según me dijo, que le encolerizaba y sacaba de sus casillas era que se hablase de su generosidad; y si cualquiera aludía a ello en la conversación daba con su mano derecha un violento puñetazo en la mesa (tanto que en una ocasión la rompió) y juraba con una horrible blasfemia que tomaría el portante y se lanzaría a nada bueno si volvían a hablar de ello. Por muchas preguntas que hice nadie pudo darme la menor explicación gramatical sobre aquella terri­ble frase «tomar el portante», que todos ellos consideraban como si constituyese la más solemne imprecación.
Pensaba con cariño en la bondad de mi huésped mientras oía a las mujeres, que se acostaban en otra cama como la mía en el extremo opuesto del barco, y a él y a Ham col­gando dos hamacas, donde dormían, en los ganchos que ha­bía visto en el techo; y en el más eufórico estado de ánimo me iba quedando dormido. Conforme el sueño se apoderaba de mí, oía al viento arrastrándose por el mar y por la llanura con tal fiereza, que sentí un cobarde temor de la gran oscuri­dad creciente de la noche. Pero me convencí a mí mismo de que después de todo estábamos en un barco, y que un hom­bre como míster Peggotty no era grano de anís a bordo, en caso de que ocurriera algo.
Sin embargo, nada sucedió hasta que me desperté por la mañana. En cuanto el sol se reflejó en el marco de conchas de mi espejo, salté de la cama y corrí con la pequeña Emily a coger caracoles en la playa.
‑¿Tú serás ya casi un marinero, supongo? ‑dije a Emily.
No es que supusiera nada; pero sentía que era un deber de galantería decirle algo; y viendo en aquel momento reflejarse la blancura deslumbrante de una vela en sus ojos cla­ros, se me ocurrió aquello.
‑No ‑‑dijo Emily, sacudiendo su cabecita‑‑‑, me da mu­cho miedo el mar.
‑¡Miedo! ‑dije con aire suficiente y mirando muy fijo al océano inmenso‑ A mí no me da miedo.
‑¡Ah!, pero es tan malo a veces ‑dijo Emily‑. Yo le he visto ser muy cruel con algunos de nuestros hombres. Yo he visto cómo hacía pedazos un barco tan grande como nuestra casa.
‑Espero que no fuera el barco en que...
‑¿En el que mi padre murió ahogado? ‑‑dijo Emily­. No, no era aquel. Yo no he visto nunca aquel barco.
‑¿Ni tampoco a él? ‑le pregunté.

Charles Dickens, David Copperfield, capítulo 3, http://www.bibliotecagratis.com/autor/C/charles_dickens/david_copperfield.htm. Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato curso 2009-2010.