viernes, 14 de mayo de 2010

David Copperfield. Charles Dickens

CAPÍTULO III
UN CAMBIO
Quiero suponer que el caballo del carretero era el más pe­rezoso del mundo, pues caminaba muy despacio y con la ca­beza baja, como si le gustase hacer esperar a la gente a quien llevaba los encargos. Y hasta me pareció que, de vez en cuando, se reía para sí al pensar en ello. Sin embargo, el carretero me dijo que era tos porque había cogido un consti­pado.
También él tenía la costumbre de llevar la cabeza baja, como su caballo, y mientras conducía iba medio dormido, con un brazo encima de cada rodilla. Y digo «conducía» aunque a mí me pareció que el carro hubiera podido ir a Yar­mouth exactamente igual sin él; era evidente que el caballo no lo necesitaba; y en cuanto a dar conversación, no tenía ni idea; sólo silbaba.
Peggotty llevaba sobre sus rodillas una hermosa cesta de provisiones, que hubiera podido durarnos hasta Londres aunque hubiéramos continuado el viaje con el mismo medio de transporte. Comíamos y dormíamos. Peggotty siempre se dormía con la barbilla apoyada en el asa de la cesta, postura de la que ni por un momento se cansaba; y yo nunca hubiera podido creer, de no haberlo oído con mis propios oídos, que una mujer tan débil roncase de aquel modo.
Dimos tantas vueltas por tantos caminos y estuvimos tanto tiempo descargando la armadura de una cama en una posada y llamando en otros muchos sitios, que estaba ya cansadísimo, y me puse muy contento cuando tuvimos a la vista Yarmouth.
Al pasear mi vista por aquella gran extensión a lo largo del río me pareció que estaba todo muy esponjoso y empa­pado, y no acertaba a comprender cómo si el mundo es real­mente redondo (según mi libro de geografía) una parte de él puede ser tan sumamente plana. Imaginando que Yarmouth podía estar situada en uno de los polos, ya era más explica­ble. Conforme nos acercábamos veíamos extenderse cada vez más el horizonte como una línea recta bajo el cielo. Le dije a Peggotty que alguna colina, o cosa semejante, de vez en cuando, mejoraría mucho el paisaje, y que si la tierra es­tuviera un poco más separada del mar y la ciudad menos su­mergida en él, como un trozo de pan en el caldo, sería mucho más bonito. Pero Peggotty me contestó, con más énfasis que de costumbre, que había que tomar las cosas como eran, y que, por su parte, estaba orgullosa de poder decir que era un «arenque» de Yarmouth.
Cuando salimos a la calle (que era completamente extraña y nueva para mí); cuando sentí el olor del pescado, de la pez, de la estopa y de la brea, y vi a los pescadores paseando y las carretas de un lado para otro, comprendí que había sido injusto con un pueblo tan industrial; y se lo dije enseguida a Peggotty, que escuchó mis expresiones de entusiasmo con gran complacencia y me contestó que era cosa reconocida (supongo que por todos aquellos que habían tenido la suerte de nacer « arenques») que Yarmouth era, por encima de todo, el sitio más hermoso del universo.
‑Allí veo a mi Ham. ¡Pero si está desconocido de lo que ha crecido ‑gritó Peggotty.
En efecto, Ham estaba esperándonos a la puerta de la po­sada, y me preguntó por mi salud como a un antiguo cono­cido. Al principio me daba cuenta de que no le conocía tanto como él a mí, pues el haber estado en casa la noche de mi nacimiento le daba, como es natural, gran ventaja. Sin em­bargo, empezamos a intimar desde el momento en que me cogió a caballo sobre sus hombros para llevarme a casa. Ham era entonces un muchacho grandón y fuerte, de seis pies de alto y bien proporcionado, con enormes espaldas re­dondas; pero con una cara de expresión infantil y unos cabe­llos rubios y rizados que le daban todo el aspecto de un cor­dero. Iba vestido con una chaqueta de lona y unos pantalones tan tiesos, que se hubieran sostenido solos incluso sin pier­nas dentro. Sombrero, en realidad, no se podía decir que lle­vaba, pues iba cubierto con una especie de tejadillo algo em­breado como un barco viejo.
Ham me llevaba a caballo encima de sus hombros, y con una de nuestras maletas debajo del brazo; Peggotty llevaba la otra maleta. Pasamos por senderos cubiertos con montones de viruta y de montañitas de arena; después cerca de una fábrica de gas, por delante de cordelerías, arsenales de cons­trucción y de demolición, arsenales de calafateo, de herre­rías en movimiento y de muchos sitios análogos. Y por fin llegamos ante la vaga extensión que ya había visto a lo lejos. Entonces Ham dijo:
‑Esta es nuestra casa, señorito Davy.
Miré en todas direcciones cuanto podía abarcar en aquel desierto, por encima del mar y por la orilla; pero no conse­guí descubrir ninguna casa; allí había una barcaza negra o algo parecido a una barca viejísima, alta y seca en la arena, con un tubo de hierro asomando como una chimenea, del que salía un humo tranquilo. Pero alrededor nada que pu­diera parecer una casa.
‑¿No será eso? ‑dije‑ ¿Eso que parece una barca?
‑Precisamente eso, señorito Davy ‑replicó Ham.
Si hubiera sido el palacio de Aladino con todas sus maravi­llas, creo que no me hubiera seducido más la romántica idea de vivir en él. Tenía una puerta bellísima, abierta en un lado, y te­nía techo y ventanas pequeñas; pero su mayor encanto consis­tía en que era un barco de verdad, que no cabía duda que había estado sobre las olas cientos de veces y que no había sido he­cho para servir de morada en tierra firme. Eso era lo que más me cautivaba. Hecha para vivir en ella, quizá me hubiera pare­cido pequeña o incómoda o demasiado aislada; pero no ha­biendo sido destinada a ese uso, resultaba una morada perfecta.
Por dentro estaba limpia como los chorros del oro y lo más ordenada posible. Había una mesa y un reloj de Dutch y una cómoda, y sobre la cómoda una bandeja de té, en la que ha­bía pintada una señora con una sombrilla paseándose con un niño de aspecto marcial que jugaba al aro. La bandeja estaba sostenida por una Biblia. Si la bandeja se hubiese escurrido habría arrastrado en su caída gran cantidad de tazas, platillos, y una tetera que estaban agrupados su alrededor. En las pare­des había algunas láminas con marcos y cristal: eran imágenes de la Sagrada Escritura. Después no he podido verlas en manos de los vendedores ambulantes sin contemplar al mismo tiempo el interior completo de la casa del hermano de Peggotty. Abrahán, de rojo, disponiéndose a sacrificar a Isaac, de azul, y Daniel, de amarillo, dentro de un foso de leones, verdes, eran los más notables. Sobre la repisita de la chimenea había un cuadro de la lúgubre Shara Jane, comprado en Sunderland, que tenía una mujercita en relieve: un trabajo de arte, de composición y de carpintería que yo con­sideraba como una de las cosas más deseables que podía ofrecer el mundo. En las vigas del techo había varios gan­chos, cuyo uso no adiviné entonces; algunos baúles y cajo­nes servían de asiento, aumentando así el número de sillas.
Todo esto lo vi, nada más franquear la puerta, de un pri­mer vistazo, de acuerdo con mi teoría de observación infan­til. Después, Peggotty, abriendo una puertecita, me enseñó mi habitación. Era la habitación más completa y deseable que he visto en mi vida. Estaba en la popa del barco y tenía una ventanita, que era el sitio por donde antes pasaban el ti­món; un espejito estaba colgado en la pared, precisamente a mi altura, con su marco de conchas; también había un ramo de plantas marinas en un cacharro azul, encima de la mesi­lla, y una cainita con el sitio suficiente para meterse en ella. Las paredes eran blancas como la leche, y la colcha, hecha de retales, me cegaba con la brillantez de sus colores.
Una cosa que observé con interés en aquella deliciosa casita fue el olor a pescado; tan penetrante, que cuando sa­caba el pañuelo para sonarme olía como si hubiera servido para envolver una langosta. Cuando confié este descubri­miento a Peggotty, me dijo que su hermano se dedicaba a la venta de cangrejos y langostas, y, en efecto, después encon­tré gran cantidad de ellos en un montón inmenso. No sabían estar un momento sin pinchar todo lo que encontraban en un pequeño pilón de madera que había fuera de la casa, y en el que también se metían los pucheros y cacerolas.
Fuimos recibidos por una mujer muy bien educada, que tenía un delantal blanco y a quien yo había visto desde un cuarto de milla de distancia haciendo reverencias en la puerta cuando llegaba montado en Ham. A su lado estaba la niña más encantadora del mundo (así me lo pareció), con un co­llar de perlas azules alrededor del cuello, pero que no me dejó besarla, cuando se lo propuse se alejó corriendo. Des­pués que hubimos comido de una manera opípara pescado cocido, mantequilla y patatas, con una chuleta para mí, un hombre de largos cabellos y cara de buena persona entró en la casa. Como llamó a Peggotty chavala y le dio un sonoro beso en la mejilla, no tuve la menor duda de que era su her­mano. En efecto, así me le presentaron: míster Peggotty, se­ñor de la casa.
‑Muy contento de verte ‑dijo míster Peggotty‑; nos encontrará usted muy rudos, señorito, pero siempre dispues­tos a servirle.
Yo le di las gracias y le dije que estaba seguro de que se­ría feliz en un sitio tan delicioso.
‑¿Y cómo está su mamá? ‑‑dijo míster Peggotty‑. ¿La ha dejado usted en buena salud?
Le contesté que, en efecto, estaba todo lo bien que podía desearse, y añadí que me había dado muchos recuerdos para él, lo que era una mentira amable por mi parte.
‑Le aseguro que se lo agradezco mucho ‑dijo míster Peggotty‑. Muy bien, señorito; si puede usted estarse quince días contento entre nosotros ‑‑dijo mirando a su her­mana, a Ham y a la pequeña Emily‑, nosotros, muy orgu­llosos de su compañía.
Después de hacerme los honores de su casa de la manera más hospitalaria, míster Peggotty fue a lavarse con agua caliente, haciendo notar que «el agua fría no era suficiente para limpiarle». Pronto volvió con mucho mejor aspecto, pero tan colorado que no pude por menos que pensar que su rostro era semejante a las langostas y cangrejos que vendía, que entraban en el agua caliente muy negros y salían rojos.
Después del té, cuando la puerta estuvo ya cerrada y la habitación confortable (las noches eran frías y brumosas en­tonces), me pareció que aquel era el retiro más delicioso que la imaginación del hombre podía concebir. Oír el viento so­bre el mar, saber que la niebla invadía poco a poco aquella desolada planicie que nos rodeaba, y mirar al fuego, y pen­sar que en los alrededores no había más casa que aquella y que, además, era un barco, me parecía cosa de encantamiento.
La pequeña Emily ya había vencido su timidez y estaba sentada a mi lado en el más bajo de los cajones, que era pre­cisamente del ancho suficiente para nosotros dos y parecía estar a propósito esperándonos en un rincón al lado del fuego.
Mistress Peggotty, con su delantal blanco, hacía media al otro lado del hogar. Peggotty y su labor, con su Saint Paul y su pedazo de cera, se encontraban tan completamente a sus anchas como si nunca hubieran conocido otra casa. Ham ha­bía estado dándome una primera lección a cuatro patas con unas cartas mugrientas, y ahora trataba de recordar cómo se decía la buenaventura, a iba dejando impresa la marca de su pulgar en cada una de ellas. Míster Peggotty fumaba su pipa. Yo sentí que era un momento propicio para la conversación y las confidencias:
‑Mister Peggotty ‑dije.
‑Señorito ‑‑dijo él.
‑¿Ha puesto usted a su hijo el nombre de Ham porque vive usted en una especie de arca?
Míster Peggotty pareció considerar mi pregunta como una idea profunda; pero me contestó:
‑Yo nunca le he puesto ningún nombre.
‑¿Quién se lo ha puesto entonces? ‑dije haciendo a míster Peggotty la pregunta número dos del catecismo.
‑Su padre fue quien se lo puso ‑me contestó.
‑¡Yo creía que era usted su padre!
‑Mi hermano Joe era su padre ‑‑dijo.
‑¿Y ha muerto, míster Peggotty? ‑insinué, después de una pausa respetuosa.
‑Ahogado ‑dijo míster Peggotty.
Yo estaba muy sorprendido de que mister Peggotty no fuese el padre de Ham, y empecé a temer si no estaría tam­bién equivocado sobre el parentesco de todos los demás. Te­nía tanta curiosidad por saberlo, que me decidí a seguir pre­guntando:
‑Pero la pequeña Emily ‑dije mirándola‑, ¿esa sí es su hija? ¿No es así, míster Peggotty?
‑No, señorito; mi cuñado Tom era su padre.
No pude resistirlo a insinué, después de otro silencio res­petuoso:
‑¿Ha muerto, míster Peggotty?
‑Ahogado ‑‑dijo mister Peggotty.
Sentí la dificultad de continuar sobre el mismo asunto; pero me interesaba llegar al fondo del asunto y dije:
‑Entonces ¿no tiene usted ningún hijo, míster Peggotty?
‑No, señorito ‑me contestó con una risa corta‑‑‑, soy soltero.
‑¡Soltero! ‑exclamé atónito‑ Entonces ¿quién es esa, míster Peggotty? ‑dije apuntando a la mujer del delantal blanco, que estaba haciendo media.
‑Esa es mistress Gudmige ‑‑dijo míster Peggotty.
‑¿Gudmige, míster Peggotty?
Pero en aquel momento Peggotty (me refiero a mi Peg­gotty particular) empezó a hacerme gestos tan expresivos para que no siguiera preguntando, que no tuve más remedio que sentarme y mirar a toda la silenciosa compañía, hasta que llegó la hora de acostamos. Entonces, en la intimidad de mi cuartito, Peggotty me explicó que Ham y Emily eran un so­brino y una sobrina huérfanos a quienes mi huésped había adoptado en diferentes épocas, cuando quedaron sin recursos, y que mistress Gudmige era la viuda de un socio suyo que había muerto muy pobre.
‑Él tampoco es más que un pobre hombre ‑dijo Peg­gotty‑, pero tan bueno como el oro y fuerte como el acero.
Estos eran sus símiles.
Y el único asunto, según me dijo, que le encolerizaba y sacaba de sus casillas era que se hablase de su generosidad; y si cualquiera aludía a ello en la conversación daba con su mano derecha un violento puñetazo en la mesa (tanto que en una ocasión la rompió) y juraba con una horrible blasfemia que tomaría el portante y se lanzaría a nada bueno si volvían a hablar de ello. Por muchas preguntas que hice nadie pudo darme la menor explicación gramatical sobre aquella terri­ble frase «tomar el portante», que todos ellos consideraban como si constituyese la más solemne imprecación.
Pensaba con cariño en la bondad de mi huésped mientras oía a las mujeres, que se acostaban en otra cama como la mía en el extremo opuesto del barco, y a él y a Ham col­gando dos hamacas, donde dormían, en los ganchos que ha­bía visto en el techo; y en el más eufórico estado de ánimo me iba quedando dormido. Conforme el sueño se apoderaba de mí, oía al viento arrastrándose por el mar y por la llanura con tal fiereza, que sentí un cobarde temor de la gran oscuri­dad creciente de la noche. Pero me convencí a mí mismo de que después de todo estábamos en un barco, y que un hom­bre como míster Peggotty no era grano de anís a bordo, en caso de que ocurriera algo.
Sin embargo, nada sucedió hasta que me desperté por la mañana. En cuanto el sol se reflejó en el marco de conchas de mi espejo, salté de la cama y corrí con la pequeña Emily a coger caracoles en la playa.
‑¿Tú serás ya casi un marinero, supongo? ‑dije a Emily.
No es que supusiera nada; pero sentía que era un deber de galantería decirle algo; y viendo en aquel momento reflejarse la blancura deslumbrante de una vela en sus ojos cla­ros, se me ocurrió aquello.
‑No ‑‑dijo Emily, sacudiendo su cabecita‑‑‑, me da mu­cho miedo el mar.
‑¡Miedo! ‑dije con aire suficiente y mirando muy fijo al océano inmenso‑ A mí no me da miedo.
‑¡Ah!, pero es tan malo a veces ‑dijo Emily‑. Yo le he visto ser muy cruel con algunos de nuestros hombres. Yo he visto cómo hacía pedazos un barco tan grande como nuestra casa.
‑Espero que no fuera el barco en que...
‑¿En el que mi padre murió ahogado? ‑‑dijo Emily­. No, no era aquel. Yo no he visto nunca aquel barco.
‑¿Ni tampoco a él? ‑le pregunté.

Charles Dickens, David Copperfield, capítulo 3, http://www.bibliotecagratis.com/autor/C/charles_dickens/david_copperfield.htm. Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato curso 2009-2010.

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